Tracy: “No todo el mundo se corrompe. Ten un poco de fe en las personas”.
Directed by Woody Allen.
Cosas que merecen la pena en la vida. Qué grande es el cine, jodeeeeeeeeer.
Tracy: “No todo el mundo se corrompe. Ten un poco de fe en las personas”.
Directed by Woody Allen.
Cosas que merecen la pena en la vida. Qué grande es el cine, jodeeeeeeeeer.
Los Piratas fueron un grupo resultón a ratos con un par de temas reconocibles de regusto melancólico. Ahora Iván es un solista más afligido, o serio, de los que corren las cortinas para que entre menos luz en la superficie de sus canciones. Así, su álbum de hace dos años era un paseo a paso lento, decaído con tendencia al abatimiento, que perdía toda la energía de Los Piratas y desvelaba a un autor que si bien se apartaba de los terrenos que había recorrido durante mucho tiempo se decidía por circular por otras vías más pesadas, asuntos cansinos y temas apagados.
En Las siete y media repite la ruta con el mismo tedio que en su predecesor trabajo. El tono dolido (Tristeza, Extrema pobreza) es quizá más farragoso, con tendencia a la compasión, algunos desvíos a la pomposidad, absurdos juegos de voces y sólo un pequeño vistazo atrás en Días azules, tema compuesto para la película del mismo título de Miguel Santesmases y el único que al recordar a Piratas da validez al dicho de que cualquier tiempo pasado fue mejor.
PD: Además, y esto, que quede claro, es una apreciación personal, el autor me sigue pareciendo un pésimo cantante, cuya voz de ganso y el prolongado arrastre con que termina algunos versos no hace más que quitarle méritos a las canciones que firma.
Las comparaciones que de ellos se leen no se desvían. A Jayhawks, Nacho Vegas y Cristina Rosenvinge, por ejemplo, les superan claramente. A Cat Power o Elliott Smith se arriman un poco, pero yo diría más, que me acuerdo de Lucinda Williams (Carretera), de la aridez instrumental de Friends of Dean Martinez (La Golue) o de los Byrds más poperos (Estúpida) y más country (Contigo tocaré el cielo) cuando escucho este disco.
El rock de brillos americanos de Tulsa es de los que aguijonea como un flechazo en el primer sorbo y de los que seduce sin rodeos en el segundo. Canciones de construcción sencilla y eficaz dejan reposar el elemento más atractivo y turbador de toda la propuesta: la voz entre arrastrada y temerosa, que vacila entre la inocencia y la malicia, de Miren Iza, guipuzcoana salida de la banda vasca de punk rock Electrobikinis y con un atractivo físico y vocal similar al de su casi paisana Najwa Nimri. Ese Carretera que abre el disco y el tema titular que lo cierra son el más esperanzador sabor de boca que deja Tulsa en los primeros tramos de su camino.
Antes de que amaneciera (1995)… dos jóvenes desconocidos sin ataduras, Jesse y Celine, coinciden en un tren con destino a Budapest, se agradan conversando y se proponen pasar el día juntos de paseo por la capital austriaca. Escuchan música, hablan de ellos mismos, del amor, se conocen y se enamoran. Sólo el día siguiente y dos destinos opuestos les separan, aunque proponen reencontrarse seis meses más tarde en el mismo lugar.
Antes de que atardeciera (2004)… aquellos dos jóvenes son adultos atados, no infelices pero tampoco satisfechos, y se reencuentran en París con motivo de la presentación de un libro en el que Jesse recuerda aquella lejana vivencia romántica en Viena. De nuevo vuelven a pasear por las calles de una gran capital, se ponen al día y comprueban que el amor que surgió durante sólo un día hace nueve años puede seguir vivo para la eternidad. ¿Tomarán cada uno esta vez un camino distinto?
Puede que quien haya conocido sólo esas canciones tan machacadas diga también eso que comentábamos hace nada, lo de que suena igual y es poco novedoso. Creo que la sencillez aparente de sus canciones, la limpieza instrumental y el tono animado y a la par que revoltoso de la voz de John Fogerty es lo que puede llevar a esa impresión, equivocada a todas luces, puesto que no sólo en la breve evolución del grupo se notan cambios de sustancia, sino en la sutil diferencia que presentan los temas de un mismo disco.
Yo fui de los que descubrí a la Creedence por culpa de una película en cuya banda sonora se oía Bad moon rising, que no es de sus temas más brillantes, pero sí reconocibles y entrañables. De ahí pasé a dos obras maestras recomendadas, Cosmo’s Factory (1970) y Willy and The Poor Boys (1969), y a un par de colecciones muy bien surtidas en las que uno descubría el fango pantanoso de Born on the bayou o el lamento dañado de I put a spell on you, se dejaba engatusar por la deliciosa planicie sonora de Lodi o el enfervorizado palpitar de Suzie Q, corría alertado por fantasmas en Run through the jungle o escapaba hacia refugios de libertad con Who’ll stop the rain. ¡Qué maravillas! (y cuántas de su escasa producción me quedan en la recámara)
En seis años publicaron siete discos de estudio y un directo, y ahora existen una multitud de recopilaciones. Los Beatles tuvieron la culpa, pero tras dos formaciones embrionarias se convirtieron en Creedence Clearwater Revival a finales de los sesenta. Su corazón de country se dejó poseer por los encantos del rock y hasta pisaron las baldosas de la psicodelia con más (Pendulum) y menos (Mardi Gras) acierto. Cantaron a los paisajes y a sus gentes, a la guerra y a los políticos equivocados (¿cuál no lo está?). Las disputas internas y el choque de egos los fracturó enseguida, el de John Fogerty era demasiado alto, es un tipo que no cae bien aunque canta de locura. Un brindis por la Creedence, una banda que nunca te dejará solo.
¿Es eso bueno?, ¿es malo?, ¿los atacamos por dar la espalda a la novedad o los defendemos por ser rigurosamente fieles a su marca de la casa?, o, ¿los criticamos por ofrecer un nuevo perfil (que al mismo tiempo sea acorde con su sello) o los aplaudimos por no estancarse musicalmente en la repetición de esquemas? A la espera de conocer el contenido completo del nuevo disco de los Velvet (el primero mira que era aburrido), auguro de momento otro fiasco, más aroma Stone Temple Pilots, más riffs y solos de Slash en el mismo momento de cada tema.
Estas cuestiones ahora planteadas se pueden aplicar a otros autores y grupos. Pongamos ejemplos: unos insisten o han insistido y apenas se perciben las ligeras (si es que las hay) evoluciones en su carrera, como AC/DC o Ramones (sí, muy clásico), el Gary Moore bluesero o casi todo Joaquín Sabina, por no mencionar a El último de la fila; otras artistas se han hartado un poco de repetir patrones en algunos periodos de su largo camino, como el Eric Clapton de los ochenta o el Van Morrison de comienzos de siglo XXI, los Aerosmith de los setenta o los Bon Jovi de los últimos cinco discos. Casos hay muchos, hasta de buenas bandas en las que resulta difícil diferenciar un álbum de otro u otros correlativos: Allman Brothers, BellRays, Audioslave, Diamond Dogs, Cowboy Junkies, Mark Knopfler, Elton John, Richard Ashcroft, Tom Petty… sin olvidar que géneros más concretos pero de gamas variables como el jazz, el rockabilly, el country o el blues tienen exponentes con tendencia a la inalterabilidad.
Lo que experimenté hace poco con lo nuevo de Velvet Revolver es lo que menos me gusta, que no sea nada nuevo. Entiendo que en las largas carreras haya tendencia a la repetición en algún momento, pero apreciaré siempre más a quien consigue añadir a su modelo básico pinceladas antes ignoradas, matices musicales distintos o ligeras gotas de originalidad sin renunciar nunca a la esencia.
Para empezar, Easy to be hard, de Three Dog Night, acompaña al recuperado logo de la Paramount cual peli americana de los setenta, que da paso a las festivas barriadas de un pequeño pueblo californiano durante un 4 de julio. Las apacibles voces del exitoso trío preceden al primer instante truculento. Habrá que rescatar del olvido a Donovan, suya es Hurdy Gurdy Man, la psicodélica pieza del disco del mismo título que acompaña con sus guitarras torcidas la escena violenta inicial del film, así como los títulos de crédito finales. Canta con misterio, no te fíes de su tarareo inicial, su vacilante fraseo, su ritmo siniestro, su incómodo in crescendo. Y vigila bien tu espalda si llevas a tu pareja en coche a un escondite para hacer cositas.
La selección de canciones de Fincher para su película alcanza sus valores más preciados con Santana, Sly & The Family Stone, Marvin Gaye e Isaac Hayes. El mejor Santana, el de Soul Sacrifice, llena de prisa los títulos iniciales. Sly wants to take you higher mientras los criptogramas llenan las acciones de los personajes en la pantalla. Gaye acalora la voz para cantar su Inner City Blues como sintonía de una elipsis en torno a un edificio en construcción (qué pena que dure tan poco). Y Hayes dedica casi diez minutos (en el tema, no en el film) a encadenar acciones paralelas gracias a su mastodóntico e impronunciable tema Hyperbolicsyllabicsesquedalymistic, del gran álbum Hot buttered soul, del 69.
Tiene un vínculo muy estrecho el trabajo del dúo con la cosecha general de su banda. Pero cuando Chris & Carla se apartan de sus colegas parecen recogerse y subir la temperatura de la melancolía particular que cubre la mayor parte de la obra de los Walkabouts. Ese contraste es más evidente ahora tras el agresivo paso que dio el grupo con Acetylene, firmado en 2005. Fly high… guarda las guitarras furiosas y expulsa una música sobria y tranquila, retazos de viajes por carretera y fines de semana de aislamiento en el montaña.
Son Chris & Carla limpios compositores y poseen voces tan pacíficas como intrigantes. Sus frases conviven sin discusiones en una misma canción, entrelazadas en ocasiones en un remolino creciente de lo más sugerente. En su tercer disco el dúo se acompaña de músicos que han ayudado a Steve Wynn o Willard Grant Conspiracy y en sus cortes más destacados se arriman a las calmosas armonías de los últimos Cracker. Peros también los tienen, una espesura esporádica que alarga demasiado los discos, leve obstáculo que no estropea el recuerdo de canciones extraordinarias, Love sleeps late, At the twilight’s last gleaming o Long slow river en este caso.
Nosotros no estábamos allí, ni siquiera estábamos aquí. Aunque cuesta cumplir años a veces pienso que me hubiera gustado tener más y haber pasado mi adolescencia en otras latitudes para vivir in situ o al menos muy cerca la revolución con la que aquellos Beatles movieron los cimientos del pop y de un rock ‘n’ roll que vivía, precisamente, su pubertad. Los que somos más jóvenes tratamos de comprender su fuerte impacto con cierta desventaja; vale, puede que algunos hayan tragado mucha música y se conozcan a la perfección el árbol genealógico del rock, quizá tengan un conocimiento muy amplio de la música de los años sesenta y entiendan de qué manera la juventud por un lado y la industria por otro respiraban en aquellos días, pero es muy probable que no estuvieran allí, que les falte el cuándo.
Desde aquí, y con paréntesis largos entre una escucha de los Beatles y otra, uno siempre encuentra riqueza en sus canciones, tanto en las que son frescas y sencillas, como en las que tienen miga y complejidad, las que hacían llorar a las niñas y las que hacían pensar a los poetas, las que se tomaban con un refresco y las que se acompañaban con droga. Rubber Soul (1965) y Revolver (1966) son dos discos fabulosos. En éstos y en otros de los Beatles descansan joyas menores como:
In my life / Taxman / The word / I’m looking through you / She said, she said / Love to you / Oh! Darling / Getting better / Get back / Tomorrow never knows / You’ve got to hide your love away / Here comes the sun / Two of us / I need you / Happiness is a warm gun… my best of.
Pero ha sido Harry Gregson-Williams, uno de sus colaboradores en Remote Control Productions y, por tanto, singular discípulo de Zimmer, el que me ha hecho recordar al maestro alemán de la composición de música para cine. A Williams no lo doy yo masticado bien; como ocurre como tantos otros colegas, sus escorzos electrónicos quedan perfectamente acoplados a las imágenes, son dinámicos e inquietantes, pero resultan reiterativos y vacíos sobre el único soporte de un disco. Le ocurre también a su score para Phone Booth, la magnífica película de Joel Schumacher, que acabo de oír.
Volvamos a Zimmer entonces. Aquí y aquí tenéis algunos datos de su carrera por si queréis conocer más sobre aquel miembro de The Buggles que en los años ochenta ayudó a estropear un poco la música con éxitos electrónicos hoy recordados con cierto cariño como el célebre Video killed the radio star. El Zimmer del cine, con más de cien bandas sonoras en su haber, comenzó a explorar las connotaciones dramáticas de los sintetizadores en films como Rain man (1988), Paseando a Miss Daisy (1989) o Llamaradas (1991), pero es en los noventa cuando además de los teclados esponjosos añade a sus creaciones cuerdas desérticas como las que suenan en Thelma & Louise (1991), mayor contundencia percusiva en La fuerza de uno (1992) o finura melódica en Ellas dan el golpe (1992). Un poco de todas estas cualidades comienza a combinarse de forma magistral en sus primeras obras maestras, sus trabajos para Amor a quemarropa (1993), El Rey León (1994) o Gladiator (2000).
In a silent way sucede a los novedosos Miles in the sky y Filles de Kilimanjaro del año anterior y precede al impulso experimental más drástico del autor, que ya tenía en el horno Bitches Brew (se acercará pronto a mis oídos). Su jazz se iba contagiando de rock y psicodelia, ingredientes de un cóctel explosivo cultural a finales de los sesenta. Así que para contribuir al progreso natural que la música desarrollaba en aquellos años, Miles Davis contrató a un septeto de músicos que no tardarían en consagrarse en los ámbitos del jazz, el rock y el funk: ahí están Joe Zawinul y Wayne Shorter (más tarde gérmenes de Weather Report) al órgano y con el saxo soprano; ahí se sientan ante el piano los jóvenes Chick Corea y Herbie Hancock; John McLaughlin agarra el mástil eléctrico poco antes de hacer de la fusión un juego con la Mahavishnu Orchestra; Dave Holland se bautiza al contrabajo; y Tony Williams chispea los platillos galopantes. Un mentor en el umbral de su fase eléctrica al frente de varios futuros maestros.
A lo mejor fue porque a mediados de los noventa la avalancha de bandas del llamado brit pop (no sé por qué no predominó más el término brit rock, más adecuado en algunos ejemplos) llegó a saturar, por lo que Supergrass pasaron un poco más desapercibidos pese a sus singles de éxito. Cierto que Alright era ácido y contagioso, un tema de chavalitos para saltar y sonreír sin descanso, pero I should Coco (1995), su primer álbum, era más bien atropellado, cargado de ráfagas de punk festivo y un entusiasmo acelerado. El trío (ahora cuarteto) formado por Gaz Coombes, Mick Quinn y Danny Goffey bebía más de The Jam que de los Beatles. Una década pasó hasta que me tropecé de nuevo con Supergrass con motivo de su quinto disco de estudio, Road to Rouen (2005), una colección esta vez más pausada y controlada de piezas mucho más trabajadas, ricas en detalles y reveladoras en atmósferas.
Este agradable reencuentro me llevó a repasar los trabajos intermedios de la banda. En ellos uno va apreciando la moderada madurez que adquiere el grupo. Así, tras su adrenalítico debut el trío distribuye mejor su energía en In it for the money (1997), que aunque no borra las huellas punk del predecesor, calma mejor sus arrebatos; singles como Sun hits the sky y Late in the day realzan el conjunto. El paso siguiente llega dos años después con Supergrass (1999), donde el grupo deja atrás su adolescencia para moldear una música más elaborada y sin estridencias, de guitarras más exploradoras y seguras. Un tema, un temazo para sacar la cabeza por el techo del descapotable al inicio de unas vacaciones, Moving, corona este magnífico disco. Life on other planets (2002) aparece tres años más tarde y por momentos coquetea con un regreso a la época del acné, para acabar decantándose por seguir mirando al frente con hits de lo más efectivos como Seen the light y sobre todo Rush hour soul.
Supergrass tiene previsto el lanzamiento de su sexto disco este año. Lo aguardamos con los brazos abiertos.
El caso es que al ver a las tres chicas de espalda, con los largos cabellos quizá húmedos secándose al sol cual ninfas mágicas del bosque en inocente ropa interior blanca, pensé que podría encontrarme con algo parecido al idílico mundo musical de Joanna Newsom. Me equivoqué. Me despistó también el título del álbum, The bird of music. Lo firma este año un trío de veinteañeras de Brooklyn llamado Au Revoir Simone, a las que les sienta que ni pintada esa conflictiva y casi siempre promiscua etiqueta de ‘indie pop’.
Deduzco que habrá también sus propias ramificaciones en esta corriente, pero como me coge un poco a desmano no sabría distinguirlas. No importa. Lo que nos ocupa ahora es que incluso entre la frivolidad electrónica que crean unos teclados que suenan como a los antiguos Casio de nuestra infancia y que en apariencia entrañan poco misterio se puede uno tropezar con suaves postres para degustar bajo el sol. El 90 por ciento del sonido del trío se compone de experimentos en las teclas, ritmos saltarines y juegos infantiles. La receta de unas frugales cenicientas del siglo XXI, capaces de llegar a encandilar con tres o cuatro piezas muy sabrosas. Batería la justa, tibios violines, ni bajo ni guitarras. De Joanna Newsom tampoco ningún rastro.
Hay músicos carentes de fortuna, o no les sonríe o no la saben buscar. Probablemente no supiera qué camino tomar para encontrarla Eddie Hazel, el larguirucho guitarrista original de Funkadelic, motor palpitante de esos tres discos iniciales soberbios de la banda, Funkadelic (1970), Free your mind and your ass will follow (1970) y Maggot Brain (1971). A finales de los sesenta Clinton se dejó convencer por uno de sus músicos contratados para reclutar a un joven guitarrista de Brooklyn para The Parliaments. Aunque el chico contó primero con la negativa de su madre para dejarse arrastrar por un grupo de músicos conflictivos con fama de drogadictos, Eddie acabó embarcado para asistir pronto a la transformación de Parliaments en Funkadelic. Funk psicodélico y heavy soul. Esos eran los ingredientes. Cada uno de ellos discurre por las venas de Hazel y se traduce en su embriagador y versátil modo de tocar la guitarra.
El chico no supo asimilar del mejor modo la convivencia con los coloristas y estrafalarios músicos de Funkadelic y no tardó en entrar en abusivo contacto con las drogas. Clinton, que tampoco le daba la espalda a los estimulantes, apenas contó con la técnica de Hazel en el cuarto disco, America eats its young (1972) y prescindió de él en los siguientes, pese a volver a la formación un par de años más tarde. Asociado con otros contemporáneos, Hazel se fue escondiendo, acuciado por los problemas personales y tras un breve periodo entre rejas. Aunque Clinton lo rescató para la prolongación más circense de Funkadelic, Parliament, y le produjo su único disco en solitario, Eddie Hazel se convirtió en un segundón de la estirpe musical de Clinton, hasta caer en el olvido y dejarnos a todos en 1992 a los 42 años.
Game, dames and guitar thangs (1977) es el único álbum de Hazel en vida. Años después de su muerte salieron a la luz improvisaciones del músico y sus amigos en un Ep, Jams from the heart (1994), y una colección de rarezas, Rest in P (2000). En estos trabajos se puede apreciar la zigzagueante destreza de este guitarrista colosal, capaz de llevar con su instrumento cualquier pieza al terreno más sucio del funk o a los territorios vírgenes de la música de baile. No merece olvidarse.
En el tiempo muerto en el que esperábamos para que empezase la película se nos dio por pensar en algunas de las cosas que ahora no tendríamos ni a las personas que ahora no conoceríamos si hace bastante tiempo, cosa de diez años, hubiéramos tomado otros caminos en nuestras vidas. La conclusión fue que aprobamos, en general, las viejas decisiones. Si alguno de nosotros se hubiese conformado con lo que entonces tenía y con el futuro perdido que se le dibujaba, no existirían seguramente las sesiones de pipas y caciques, ni todos los comentarios que hacemos a las canciones que el ruido nos deja escuchar. Quizá el cine nos uniría a todos un poco menos. Quizá no existiría ni este ni otros blogs donde dar a conocer cómo somos a través de nuestros sanos vicios.