domingo, noviembre 30, 2008

GREATEST HITS 59: CIVIL WAR (GUNS N’ ROSES)

Con feliz nostalgia atiendo a estas imágenes.


Por los viejos tiempos... que se pierden pero no se olvidan. Por Jose y sus pistolas… que se vuelven a disparar.

jueves, noviembre 27, 2008

SOUNDTRACK 71: OTRA MUJER

El cine me puede, me vence con palos aunque arroje la toalla. Es una relación masoquista la nuestra. Afuera nada me ilusiona, ni la artesana y sosa parafernalia de Ridley Scott, ni la última estupidez de James Bond, ni el vergonzoso epitafio del western. Así que dentro, en la intimidad de mi cuarto, me dedico a tratar de encontrar un poco de gusto a aquello que en su día no me lo proporcionó. Sigo viendo las películas de Woody Allen que hace años no me agradaron para comprobar quién ha cambiado más, ellas o yo. La siguiente ha sido Otra mujer (1988).

Se trata quizá del trabajo del cineasta neoyorquino con la huella más profunda del cine de Ingmar Bergman que tanto admira. A ello contribuye su primera colaboración con el maestro Sven Nykvist, el director de fotografía habitual del autor sueco, quien confiere a la imagen del film un tono desnudo y gélido al colorido marrón y tostado que cubre casi toda la filmografía de Allen. Otra mujer es un film introspectivo, el breve viaje de una mujer madura dentro de sí misma a través de sus frustraciones, su soledad, su falta de pasión y su conformismo a raíz de la fortuita escucha de las confesiones desesperadas que una mujer más joven hace a su psiquiatra y que la protagonista escucha por el conducto de ventilación de su piso. Esa relación a distancia destapará los traumas no curados que el personaje aún no ha superado y que tímidamente tratará de olvidar.

Otra mujer tampoco me gusta ahora. Es pedante y distante, deudora del simbolismo más arrogante del cine de Bergman. Pero sí hay un par de cosas que salvo de este film más complejo y esquivo de Allen: la sobria interpretación de Gena Rowlands, una veterana actriz que siempre me gustó; y los últimos tres minutos de película, en los que la protagonista lee el fragmento de una novela cuyo autor, al que interpreta Gene Hackman, creó un personaje inspirado en ella por la pasión imposible que un día en él despertó. Sublime cierre de un trabajo olvidable.

martes, noviembre 25, 2008

VOLUME ONE 165: CHINESE DEMOCRACY (GUNS N’ ROSES)

Bueno, ¡pues aquí está! Este disco sale del cajón de la leyenda y llega al oído de todos los mortales. Fin del mito. Bienvenida a la realidad. Se puede tocar, se puede oler su libreto, se puede mimar en el lugar preferente de la estantería y, sobre todo, se puede escuchar. Aunque apuesto a que pasado el tiempo, más tiempo incluso que el que hemos esperado para que Chinese Democracy fuera algo real, dará más que hablar y que leer la gestación eterna de este disco que la propia música que tan costosamente (en todos los aspectos) ha llegado al fin a presentar. ¡Aquí está entonces Chinese Democracy!, un trabajo que seguro que nada hubiera revolucionado hace una década y que ahora, cuando se acaba 2008 tampoco va a traer ninguna transformación brutal consigo. Las críticas, eso sí, tendrán más heridas de pistolas que olor a rosas. No deja de ser un disco más, pero al que yo le doy una sincera bienvenida.

Hubo un tiempo, allá por mediados y finales de los noventa (y seguro que no soy el único al que le ocurrió), en que esperé con distinta (y contenida) impaciencia la aparición del anunciado Chinese Democracy. Los Guns N’ Roses planeaban un nuevo disco, pero el grupo no parecía muy dispuesto a parecerse a un grupo. Axl Rose ya no se trataba con nadie y los demás no querían verlo ni en pintura. Así, los Guns se fueron partiendo y cada componente se buscó las judías en cualquier otro lado, lejos de Axl mejor. Éste empezó a reclutar a otros músicos, a hacer nuevos amigos, a grabar canciones que fue guardando y regrabando, variando o descartando, a gastarse en 15 años casi otros tantos millones de dólares en contratar a músicos, técnicos y productores y solicitar caprichosas costumbres que ayudaron a alimentar una leyenda con aspecto de maldición. Rumores y más rumores, noticias y más noticias, bulos, mentiras, pero el disco no aparecía por ninguna parte, tan sólo algunas canciones se escuchaban en los conciertos de las giras donde Axl era el único superviviente de aquella gran banda de Los Angeles que fueron los Guns N Roses.

Bueno, Chinese Democracy (Geffen, 2008) es el disco de Axl Rose y sus amigos, no el de Guns N’ Roses. Me resisto a pensar que los autores de Appetite for destruction y los Use your illussion son los mismos responsables de este disco en cuestión. Y no lo ataco, no, aunque encuentro motivos para no estar satisfecho con el resultado final del disco. Sin embargo, pesan un poquito más los buenos momentos que me hacen discrepar con todos aquellos que llevarán esta obra a la hoguera.

No me gusta el acento industrial que aporta el ex Nine Inch Nails Robin Finck en fragmentos de algunos temas. No me gustan incluso fragmentos absurdos dentro de canciones aceptables, introducciones o pasajes poperos y electrónicos que no son más que frivolidades sin sentido. No me gusta el exceso de grandilocuencia que alcanzan algunos cortes con onanismo guitarrero y despelote orquestal. No me gustan tonterías como Street of dreams o This I love, empachadas de piano. No me gusta que no contenga ninguna canción para la historia, ningún himno inmortal.

Me gusta que Axl Rose vuelva a gritar (aunque sin la frescura jovial del pasado). Me gusta dejarme tragar por remolinos de rock duro apabullante. Me gusta escuchar una caña que echaba de menos. Me gusta Sorry, I.R.S., Madagascar, Prostitute o If the World y There was a time, dos piezas que encajarían perfectamente en películas de James Bond. Me gusta que GNR (o Axl & Co.) no hayan malgastado el tiempo en una basura pese a ser incapaces de resucitar el pasado.

Nota: 7/10

(PD: Mientras Axl vuelve al mundo de los vivos, Scott Weiland, el líder al que acompañan Slash y Duff en Velvet Revolver, se dedicar a vagar como un cadáver perpetrando soberanas mierdas como Happy in galoshes, el primer 0/10 rotundo del año)

sábado, noviembre 22, 2008

VOLUME ONE 164: FLEET FOXES (FLEET FOXES)

Todos los años aparece un disco que concilia a la crítica y encandila a mucho público pero que a mí, vaya, no me gusta o me defrauda. Los expertos se relamen de placer con los méritos y virtudes del responsable y yo, pese a darle más de una oportunidad al músico o al grupo, no consigo encontrar tales cualidades. El ejemplo del año pasado es Back to Black, de Amy Winehouse; el de este es Fleet Foxes, el disco de la banda de Seattle con el mismo nombre.


En varias publicaciones, webs y blogs he leído elogios a este disco espiritual y atemporal, a las armonías delicadas que remiten a unos Beach Boys campestres y a la construcción lujosa de sus melodías. Fleet Foxes respira cierta psicodelia bucólica que nace de la voz difusa de su cantante (componente que acerca al grupo a Band of horses o a My Morning Jacket) y fluye por los diversos canales de su música serena, una especie de folk pastoral que invita al descanso sobre la hierba. Es un trabajo sorprendentemente maduro para un grupo tan nuevo y arriesgadamente diferente, un rara avis sin fecha ni referencia que choca contra cualquier tendencia musical del momento. Pero no, no me convence, no me entra después de más de un par de escuchas. Y me llego a preguntar si en realidad me ocurre algo extraño que me convierte a mí, en este caso, también en un rara avis.

Lo mejor de este disco es, sin duda, su portada, una pintura del autor flamenco Pieter Bruegel titulada Proverbios Neerlandeses inspirada en la obra magistral de El Bosco, una imagen donde entretenerse buscando detalles e imaginando historias.

Nota: 4/10

martes, noviembre 18, 2008

LIVE IN 65: SOBREDOSIS DE NINA

Un inoportuno virus me ha privado de ponerme al día en cuanto a novedades discográficas y a otras curiosidades musicales, así que he tenido que escoger en el mueble y me he decidido por aquellos discos que una vez me grabó Fer con los trabajos de Nina Simone para los sellos Mercury y Philips. No es que los tuviera olvidados, me apetecía volver a dejarme cubrir por la voz singular y abrigada de Nina ahora que los días se vuelven fríos. Me he visto de nuevo empachado de Nina, pero en absoluto harto de su manjar musical.

Dios, esta mujer era una artista extraordinaria. Me refería a ella hace tiempo del mismo modo y me reafirmo. Su modo de cantar y saltar de una emoción a otra con fascinante facilidad, incluso en la misma canción, la convierten en una intérprete de lujo. Su piano es suave, pero su voz guarda un carácter imprevisible. O murmuraba hasta el punto de amagar el comienzo de un llanto o, por el contrario, se excitaba como estado previo a un pronto de enfado. Hacía versiones de artistas variados del blues, el jazz y el pop y las convertía en canciones propias (I put a spell on you, Ne me quite pas, The ballad of Hollis Brown, Here comes the sun…).

Cada disco suyo, por muy convencional que pareciese, tenía una o dos canciones asombrosas. En alguno de estos álbumes que acabo de volver a escuchar (I put a spell on you y Pastel Blues, de 1965, y Let it all out y Wild is the wind, de 1966) se encuentran joyas de trazo sencillo cubiertas de ese blues espumoso y ese soul terriblemente sentimental que la voz andrógina de Nina Simone y la música libre y cómoda de sus estupendos acompañantes bordaban.


Aquí os dejo dos muestras: un directo de la popular Ain’t got no/I’ve got life y el fragmento de la magnífica película El secreto de Thomas Crown con la perfecta decoración musical de Sinner man, un tema espectacular que Nina parecía no querer terminar de cantar hasta más allá de los diez minutos de duración.


sábado, noviembre 15, 2008

SOUNDTRACK 70: GORDON WILLIS

Leo un poco cada día “Conversaciones con Woody Allen”, una sucesión de numerosas entrevistas que desde comienzos de los setenta ha mantenido el periodista Eric Lax con el cineasta neoyorquino, reunidas ahora en un volumen publicado por Lumen. Allen se desnuda hasta donde su timidez natural se lo permite para compartir sus métodos de trabajo, su elección de actores y actrices y el trato con los mismos, el modo en cómo desarrolla las ideas y los guiones, la forma en que dirige desde delante y por detrás de la cámara, incluso algunas fobias personales… Un placer. Esta extensa conversación está seccionada en apartados. En uno de ellos describe con detalle su relación con los directores de fotografía utilizados a lo largo de su carrera y se detiene especialmente en los tres más significativos, no sólo por haber prestado su talento artístico en más películas que ningún otro, sino por su maestría con las luces y los objetivos. Se trata de Carlo Di Palma, Sven Nykvist y Gordon Willis.

Y yo me paro un rato en Gordon Willis, a quien Woody Allen considera un mago de la luz que convierte sus iluminaciones en sublimes obras de arte. He recordado entonces algunas películas fotografiadas por Gordon Willis, las de Woody Allen y las de Coppola o Alan J. Pakula. Además he vuelto a ver Interiores (1978), el primero de los dramas y la primera de las películas bergmanianas de Allen, donde explota su admiración confesa por el cine introspectivo de Ingmar Bergman y a la que la luz envuelta en niebla o camuflada en la penumbra de Willis convierte en un espectáculo para la vista. Interiores defrauda en la adolescencia y conmueve en la madurez. Es dura y fría, pedante y soberbia, sus personajes son aborrecibles y su trama, irritante. Sigue sin gustarme. Pero la luz de Willis es mágica, anima al espectador a tocar la pantalla y acariciarla: esos contraluces a través de las grandes ventanas, esos rostros en la sombra, esas lámparas tenues en los extremos de una habitación, ese amanecer tenebroso y el mar mostrando sus fauces.

Gordon Willis lleva diez años sin fotografiar películas, desde La sombra del diablo, el film póstumo de Pakula. Como los grandes artistas de su especialidad, no se preocupaba por buscar la luz más bonita, sino la luz ideal para cada escena y para lo que el guión exigía. Era impetuoso en el trabajo, cuenta Woody Allen, se enfadaba con frecuencia, estallaba de los nervios, pero encontraba la imagen perfecta para cada situación. Basta recordar unos pocos momentos, unos pocos fotogramas de las obras de Allen y Coppola para rendirnos a la elegancia naturalista del ojo de Gordon Willis: los banquetes de la saga de El Padrino, la matanza en la escalera y la huida por las azoteas, el despacho de claroscuros sepia de Don Vito Corleone, la arenosa Sicilia; los rostros de Allen y Diane Keaton rodeados de estrellas en el planetario de Manhattan, la postal del banco bajo el puente, el calor resplandeciente del verano, las dos dimensiones de La Rosa Púrpura del Cairo, las calles de Nueva York en color y blanco y negro…

miércoles, noviembre 12, 2008

VOLUME ONE 163: RED LETTER YEAR (ANI DIFRANCO)

Tengo que admitir después de tanto tiempo que esta chica no pierde sus efectos adorables. Su infatigable fluido musical ha tapado a veces su lado más bello, aunque antes lo ha expuesto con todo su esplendor. A sus 38 años y con veinte discos encima desde 1989, Ani Difranco sigue sin perder la forma; últimamente se la veía cansada en plena carrera (Revelling: Reckoning), daba algún tenue demarraje (Knuckle down) y volvía a frenarse (Reprieve); pero ahora siento, y creo que ella siente, que ha recuperado el ritmo hacia una meta sin fin. Lo atestigua en gran parte de Red letter year (Righteous Babe Records, 2008), su mejor trabajo en bastante tiempo. ¿Diez años? Puede, desde Little plastic castle.

Es Ani, así que entrar en su mundo a través de sus discos supone siempre caminar a ciegas. Su intimismo no se refugia ahora ni en el jazz caprichoso, ni en la electrónica invernal, ni en el acelerado folk desnudo, sino en una especie de pop más otoñal sin ningún tipo de gesto deprimente. Si a la ligera uno acaba de escuchar Red letter year puede pensar que el álbum lo ha firmado cualquier figura emergente o casual más de ese extenso género de pop vocal femenino a las que el tiempo olvida enseguida. Pero canta y compone Ani Difranco, ojo, una tía que sabe cambiar de traje sin que ninguno le siente realmente mal, y elabora un estilizado y cálido pop con brotes de jazz y funk en una trompeta afligida, una animosa sección de viento de Nueva Orleans, una debilitada pedal guitar o una amistosa caja de ritmos.

Apuesto a que seguirá grabando con la misma frecuencia (puede que incluso se tome algún descanso más largo en la próxima década), a que seguirá creando y cambiando con el mismo placer personal con el que comparte la música que recorre su cuerpo y las emociones de sus entrañas. Nunca ha buscado la gloria ni la ha necesitado, y la historia, dentro de muchos años, no tendrá cuentas pendientes con ella. Pero seguirá sentada en un pequeño gran trono.

Nota: 8/10

martes, noviembre 11, 2008

BONUS TRACK 59: JOHN BARLEYCORN MUST DIE (TRAFFIC)

Como a todos nos ocurre, hay músicos cuya destreza ensalzada a lo largo de los años no consigue entusiasmarnos. No conectamos mínimamente con ellos como para darles un nuevo voto de confianza después de un primer intento decepcionante. Probamos a escucharlos de nuevo, y por mucho que nos detengamos con paciencia a desentrañar las cualidades de su obra, no hay manera, no nos entra su música ni por un oído ni por el otro. Me pasa con grupos como Love, Echo & The Bunnymen (por poner dos ejemplos distantes), Grateful Dead o Traffic. Pero… siempre hay salvedades. Con Traffic también. Nunca me cayó bien este grupo, no sé por qué: su coctelera psicodélica agitada con estructuras de rock y anarquías de jazz me resulta empalagosa, tan recargada y chistosa que hasta encuentra pronto su fecha de caducidad. Pero un álbum de este grupo inglés, John Barleycorn must die (Island, 1970), sí merece un lugar entre mis discos.

No me hace falta en este caso dedicar esa paciencia atenta al sonido caleidoscópico de Traffic en este trabajo. Enseguida se dispara animado y zigzagueante al oído con Glad y Freedom rider, sintonías nebulosas de club londinense para mods y bohemios fumados. Stranger to himself y Every mother’s son le siguen la corriente como hermanas de sangre, canciones seguras sin los amagos de confusión ni los delirios sensoriales de otros temas de esta banda

Los miembros de Traffic eran y son músicos excelentes. Steve Winwood, al frente, es un prodigioso multintrumentista, no muy buen compañero al parecer, en absoluto bendecido con una voz envidiable, más bien forzada, pero sí un teclista y compositor versátil y experimental. Intervino en este álbum entre sus fugaces contribuciones a Blind Faith y Derek and The Dominos, así que algo más que talento tenía el muchacho. Su maña a las teclas empapa todo el álbum, lo envuelve de ese halo ambiental único que perdura en unas cuantas obras irrepetibles a caballo entre una y otra década.

viernes, noviembre 07, 2008

VOLUME TWO 42: TINA TURNER

La inesperada elección de escucharme el último disco recopilatorio de Tina Turner, publicado hace muy poco y con las novedades justas (un par de temas nuevos, cortes en directos o mezclas diferentes) como para diferenciarlo ligeramente de las demás colecciones oficiales, me vale de excusa para dedicarle un modesto recuerdo. En el fondo Tina es grande, muy grande. La ferocidad de su directo es la principal razón de su grandeza, ese vigor incontenible que mantiene su culo en estado eléctrico, esa bravura cargada de murmullos y relinchos con la que doma una voz que los años no estropean y que la naturaleza entrega como don a la raza negra.

Tina y su marido Ike Turner, un buen pez, sumaron éxitos uno tras otro en los años sesenta, entre ellos los incluidos en la sobrevalorada producción de Phil Spector River deep mountain high (1969), el natal Nutbush city limits o Proud Mary, una nerviosa versión del clásico de la Creedence. Él era un tirano celoso y egoísta, ella una lozana cantante de irresistible atractivo animal a la magullaba de vez en cuando. Cuando Tina se quitó las cadenas de su esposo a comienzos de los setenta inició un camino en solitario con escaso éxito en el terreno del soul y el funk. Parecía que la chica no llegaría lejos sin el amparo de su descubridor, un desgraciado con el que alcanzó añoradas cimas de éxito y popularidad. Pero en la década de los ochenta, cuando el pop empezó a contagiar con sus vicios estridentes a numerosos artistas de otros géneros como el rhythm & blues, el soul y el rock, Tina Turner encontró su momento ideal. Private dancer (1984) y Break every rule (1986) derrochan sofisticado pop de esencia soul y trasmiten coherencia a la carrera de una dama que no desesperó por hallar su punto perfecto.

En los ochenta y en los noventa yo escuchaba con frecuencia por la radio aquellos hits de Tina Turner. Ahora que recupero éstos y otros éxitos anteriores (The best, Steamy windows, What love got to do with it, The acid queen) o los saboreo en el fervor de una actuación en directo (Addicted to love, Let’s stay together), percibo la exquisitez de su factura o la elegancia de su ‘in crescendo’. Tina cantará siempre como una leona en celo, una fiera del escenario con la falda abierta y el muslo salvaje al descubierto, cabalgando como la mejor.

miércoles, noviembre 05, 2008

BONUS TRACK 58: T-SHIRT (LOUDON WAINWRIGHT III)

Muchos discos de finales de los sesenta y gran parte de la década de los setenta, especialmente de músicos americanos, poseen un halo natural que no se encuentra en obras posteriores de los mismos autores o de otros artistas más actuales que beben con descaro de la música americana de aquellos años. Supongo que en la labor de producción se encuentra la clave que explica por qué trabajos de Joni Mitchell, James Taylor, David Crosby, Randy Newman, Tim Buckley o Neil Young fechados en los setenta suenan tan frescos y desnudos, sin adornos ni sobrecargas en el ensamblaje generalmente acústico de sus creaciones. Tienen las de estos autores un aire de presencia bohemia y ausencia inquietante. Las drogas reposan en las letras detrás del apacible descanso que suele fluir por sus sonidos (de hecho, todos o la mayoría de estos músicos tuvieron romances traumáticos con la aguja y los alucinógenos). Añado al grupo a Loudon Wainwright III, al menos este descubrimiento tan reciente, T-Shirt (Arista, 1976).

Este es el sexto disco de este autor norteamericano, ocasional actor (la serie MASH, Big fish, The aviator), esposo caduco de Kate McGarrigle y padre de Rufus y Martha Wainwright. Tiene más de sesenta años y más de una veintena de discos. No lo he seguido demasiado y mis primeros contactos con él no me han atraído demasiado. Pero me he encontrado con este peculiar y variopinto álbum de cubierta descuidada y no sólo he vuelto a aspirar esa brisa inherente que sopla sobre la música de sus compadres, también he disfrutado de una riqueza estilística que salta del folk más íntimo al blues más festivo, del funk ácido al verbeneo melancólico.

Loudon se bastó con su guitarra para comenzar a grabar discos básicos de folk en 1970 y a mediados de la década recorrió campos más rockeros con los que expandir su folk americano sin sobreexcesos, con una moderación que anima a seguir dándole más oportunidades.

lunes, noviembre 03, 2008

BOOTLEG SERIES 16: TELL TALE SIGNS. BOOTLEG SERIES VOL. 8 (BOB DYLAN)

De tanto escucharlo, de tanto hablar o escribir sobre su música y su persona, me encuentro vacío de palabras para describir las fuerzas superiores que se disparan de todo cuanto esconde o enseña. La octava entrega de clandestinas grabaciones hechas oficiales guarda impagables tesoros inéditos o alternativos (Mississippi, Can’t wait, Ring them bells, Ain’t talkin’, Red river shore, Dreamin’ of you, ‘Cross the green mountain…). Cualquier alabanza no le haría justicia, el término exacto no se ha inventado para decirlo sino para sentirlo.

Por eso no se me ocurren líneas que redactar, sólo algunas imágenes que se aproximan a un sentimiento supremo que nunca llega a su fin.

sábado, noviembre 01, 2008

SOUNDTRACK 69: A DOS METROS BAJO TIERRA (1ª temporada)

“¿Por qué se muere la gente?”

“… Así es la vida. Nadie sabe el tiempo que nos queda. Por eso cada día es importante”.

Ahora al cine le cuesta satisfacerme, por eso le presto más tiempo y atención a las series de televisión. No abandono a esa chica, le soy un poco infiel, ella me lo permite, sabe que de vez en cuando sigo volviendo a ella. Me he dejado guiar por las recomendaciones y una de las series que he empezado a alternar con otras es A dos metros bajo tierra (2001-2005). Tiene cinco temporadas y acabo de terminar la primera. Abriré un paréntesis para seguir otras series antes de comenzar con la segunda.

Podría decirse que esta serie de la HBO es “gran televisión”. Yo diría que también es “gran cine” adaptado al formato televisivo. Alan Ball, el guionista de American Beauty, es su creador y dirige algunos episodios. Se nota. Tenemos a una de esas familias inestables con ciertos signos de extravagancia como la que protagonizaba aquella magistral película y de las que el cine ha abusado últimamente. Sus miembros guardan secretos y se dejan atormentar por ellos, los van compartiendo poco a poco a riesgo de perder protección y romper el cristal tras el que se protegen. Son sobre todos, personas inseguras, y ese es uno de los grandes temas de A dos metros bajo tierra, la inseguridad. La muerte, de la que vive esa familia que trabaja en una funeraria de Los Angeles, es el motor permanente, junto al sexo, que hace avanzar las diferentes tramas que envuelven a personajes cuyos pasos pocas veces saben qué dirección tomar.

Esta serie se calienta a fuego lento. Su mecánica funciona con perfección de relojero, con los sobresaltos medidos y repartidos a lo largo de sus episodios. Nate Fisher, el hermano más “normal” (podríamos decir), asiste muchas veces perplejo, tras una temporada alejado de casa, a las rutinas de un negocio al que va a quedar atado y a los problemas emocionales de sus seres allegados. David, su hermano homosexual, carga con las angustias de su conciencia sin saber controlar sus apetitos. Claire, su hermana adolescente, esconde una inocente fragilidad tras sus maneras de chica freak. Y Ruth, la reservada madre, encuentra estrechos caminos de libertad tras la muerte de su marido, con la que arranca la serie. A su alrededor desfilan otros personajes dibujados con extraordinario trazo: Brenda, la inquietante pareja de Nate, morbosa e inoportuna, puñetera y excitante; su hermano Billy, un bipolar mucho más peligroso que inofensivo; Keith, el amigo/amante de David, orgulloso de su sexualidad y generoso con su amigo/amado; Rico, el leal empleado que convierte los cadáveres en obras de arte; y Nathaniel, el patriarca fallecido cuyo espíritu se les aparece a sus familiares cuando se encuentran en una encrucijada.

Para que una serie produzca adicción debe saber acompañar su trama con un reparto de altura y A dos metros bajo tierra lo tiene. No hay más que comprobarlo en los gestos mínimos (un arqueo de cejas, una respiración nerviosa, unos labios inquietos, un abrazo entre hermanos, una ensoñación grotesca en un momento embarazoso…) que desprende la expresividad de ese buen tipo que parece Peter Krause (Nate), del confundido pero honesto Michael C. Hall (David), de la encantadora Lauren Ambrose, la vulnerable Frances Conroy (Ruth), la impredecible Rachel Griffiths (Brenda) o el fantasmal pero casi siempre risueño Richard Jenkins (Nathaniel).

Seguiré pasando más tiempo en esta funeraria.