Las fronteras del cine americano con apellido indie no parecen claras. Si una millonaria estrella de la interpretación patrocina un proyecto indie, la película deja de ser tan indie a ojos del puntilloso crítico y espectador. Si una empresa major de Hollywood financia y distribuye un film firmado por un autor indie o un desconocido recién salido de la facultad de cine, la película de indie ya no tiene nada en opinión del mismo crítico y espectador. Si una peli indie triunfa más allá de los modestos festivales en los que se presenta y después amasa dólares de recaudación en cadenas de cines comerciales (además de algún Globo de Oro e incluso un Oscar, por ejemplo), el espectador y crítico en cuestión ya tienen muy claro que la película es un producto comercial en toda regla.
Detesto el término. Detesto también al público que abraza el cine indie de antemano por la única razón de rechazar cualquier otro cine con presupuestos más altos, rostros más conocidos e historias más convencionales. Por eso al ver una película americana de las llamadas indies prefiero decir que se trata de un film “con tufo indie” más que puramente indie.
Para llevar esta etiqueta encima los argumentos requieren mínimos presupuestos y suelen centrarse en pedazos de la vida misma de seres y tipos con alguna rareza en sus existencias, personas a las que les falla la comunicación, que sufren retorcidos problemas emocionales, sus familias les aíslan o ellos se apartan; son personajes con actitudes y actuaciones que juegan al límite de la razón o la lógica, y cuyas situaciones recogidas en lo que dura la película avanzan despacio, más sujetas a detalles mínimos y a acciones imprevisibles que a decisiones grandilocuentes. Y como en todo, hay hermosas películas de tufo indie y apestosos disparates de tufo indie. Me limito a recomendar o a desaconsejar algunos de los que he visto últimamente.
Vamos con éstos primero para acabar con un mejor sabor de boca. Por ejemplo, conviene descartar The Brown Bunny (Vincent Gallo, 2002), con la controvertida y explícita mamada de Chloe Sevigny al vanidoso y desquiciante Gallo. También huid de Junebug (Phil Morrison, 2005), Palindromes, del acomplejado freak Todd Solondz, Love Liza, Thumbsucker, Shortbus (John Cameron Mitchell, 2006), Half Nelson (Ryan Fleck, 2006) o cualquier engendro desfasado de la Factoría Andy Warhol.
Por el contrario, dejan una agradable sensación Buffalo 66 (esta vez más cotidiano y menos egocéntrico Vincent Gallo); Mala noche (1985), de un primerizo Gus Van Sant; las premiadas Little Miss Sunshine y Juno, la que merecería más premios Transamerica; The Chumscrubber, The station agent, Delirious, de Tom Dicillo o Lars y una chica de verdad (Craig Gillespie, 2003), atención, prevista para finales de mes en salas grandes, también aptas para películas pequeñas.