A Lumet, forjado en episodios televisivos durante la década de los cincuenta, paradigma de la llamada ‘generación de la televisión’ de la que surgieron otros aclamados cineastas como Arthur Penn, Robert Mulligan o John Frankenheimer, se le etiquetó durante años como el cineasta empeñado en tratar y retratar los recovecos corruptos del sistema policial. Así lo muestra un lote no tan grueso de sus películas, con o sin comisarios, agentes, jueces, oficiales o delincuentes como personajes principales. Pero la densidad de la obra de Sidney Lumet lo descubre más bien como un incontenible buceador de atractivos y nada complacientes argumentos, un precedente más o menos admisible del ahora bien considerado Michael Winterbottom. Lumet no experimentaba tanto con formatos narrativos, sino con recursos dramáticos y sabía también adaptarse a cualquier contexto, como es lógico no siempre con la misma corrección.
Como Woody Allen, Lumet es también un retratista de Nueva York, aunque de su lado sórdido, de sus callejones sin salida y sus personajes sin futuro. Quizá a su obra, seca, dura y pesimista, le ha faltado sentido del humor. Cuando ha querido ser sarcástico no ha sido convincente, quizá porque cuando prefería ser crítico era demoledor, despiadado incluso. Tiene 83 años y está rodando, su film número 44 concretamente. He visto 32, algunos que es mejor olvidar por irritantes (Equus) o pretenciosos (Larga jornada hacia la noche); otros memorables por desalentadores (Tarde de perros) o desquiciados (El prestamista) y también una parte generosa intrascendente (casi todos sus trabajos de las dos últimas décadas).
¿Con cuáles me quedaría para declarar patrimonios universales, por ejemplo? Con Doce hombres sin piedad (1957), La colina (1965), Serpico (1974), Network (1976) y Veredicto final (1982). Darle al ‘play’ a cualquiera de ellas para comprobar que el tiempo las ha hecho todavía mejores.