A la aparición de sinopsis inaceptables antes por la intolerancia de la censura y en las que empezaron a tener más relevancia el sexo, la religión, los ritos, la violencia física y moral, las drogas o la locura mental, le acompañó además una nueva metodología que concedió más libertad experimental al montaje, que explotó los recursos de las lentes y los filtros de las cámaras y convirtió al sonido en un componente tan relevante como los propios intérpretes. Unos y otros avances se aprecian en magníficos films como El graduado (Mike Nichols, 1967), En el calor de la noche (Norman Jewison, 1967), Danzad, danzad, malditos (Sydney Pollack, 1969), La conversación (Francis Ford Coppola, 1974), El prestamista (Sidney Lumet, 1965), Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969), El seductor (Don Siegel, 1970) o Cowboy de medianoche (John Schlesinger, 1969).
Pero esos mismos progresos de forma y fondo también ayudan a estropear películas deficientes como ¿Quién teme a Virginia Wolf? (Mike Nichols, 1967), El compromiso (Elia Kazan, 1969), Matadero cinco (George Roy Hill, 1971), M.A.S.H. (Robert Altman, 1970), Mujeres enamoradas (Ken Russell, 1969), Performance (Nicholas Roeg, 1970), Ceremonia secreta (Joseph Losey, 1968) o Easy Rider (Dennis Hopper, 1969).
Los viejos clichés se fueron guardando para reaparecer décadas más tardes en reservadas e inofensivas películas americanas. Llegó el destape y la brutalidad emocional. Dejaron de ser tabú algunos temas malditos para los censores y los ciudadanos bienpensantes como las relaciones íntimas entre generaciones opuestas (Harold y Maude, Verano del 42, El último tango en París), la obsesión sexual (El coleccionista, El estrangulador de Boston) el lesbianismo y la homosexualidad (La calumnia, Domingo, maldito domingo), los ritos satánicos (La semilla del diablo, El exorcista), o el descenso a los infiernos personales (Corredor sin retorno, Una mujer bajo la influencia, Hardcore).
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