Me acordaba hace cuatro posts del impacto que causan muchas veces las canciones cuando refuerzan las imágenes y los argumentos de las películas. Entonces fue Tom Waits el motivo por el que alabé momentos especiales en las bandas sonoras de Smoke o La vida secreta de las palabras. Otro grande entre los grandes, pero caminante por otras vías más convencionales, Van Morrison, ha prestado algunas de sus mejores canciones a films diversos, desde la festiva y por todos conocida Brown-eyed girl, recordada por ejemplo cuando Julia Roberts se prueba ropa en una escena de Durmiendo con su enemigo, hasta mi canción predilecta del león de Belfast, Sweet thing, que por primera vez la aplaudí en un film magnífico como El compromiso (Moonlight mile), dirigida por Brad Silberling en 2002.
Dos estrellas indiscutibles como Dustin Hoffman y Susan Sarandon encabezan el reparto. El actor no quedó satisfecho de la promoción que recibió la película en el momento de su estreno norteamericano y, como consecuencia, la película apenas tuvo éxito y repercusión comercial. Aunque espléndidos artistas, ni Hoffman ni Sarandon arrastran ahora a público numeroso a las salas, como tampoco un actor de generación mucho más joven, Jake Gyllenhaal, solvente en sus trabajos pese a que su apagada expresión de chico con problemas tiende a encasillarle. Los tres llevan todo el peso de Moonlight mile, un drama generacional que arranca desde una tragedia vivida por el propio director del film (el asesinato de una joven, la novia de Gyllenhaal, quien convive durante unas semanas con quienes iban a ser sus suegros, Hoffman y Sarandon, en un pequeño y tranquilo pueblo americano de la costa este), pero que va tomando, dentro de la desgracia, perfiles optimistas.
Temas musicales de los años setenta salpican la banda sonora. Por allí aparecen Marc Bolan, Bob Dylan o Elton John, e incluso Jorma Kaukonen, fabuloso guitarrista de Jefferson Airplane y Hot Tuna, aporta sus cuerdas en pasajes de música incidental. Pero dos canciones se llevan la palma en el metraje, la flotante Moonlight mile que cierra el álbum Sticky fingers de los Rolling Stones (se escucha en una máquina de discos en una escena que parece desconectar de la realidad y enamora al espectador de la actriz Ellen Pompeo) y la maravillosa, siempre nostálgica Sweet thing.
Incluida en Astral weeks (1969), la obra maestra de Van Morrison, este tema cierra la película de manera purificadora, balsámica, esperanzadora, perfecta. En esos minutos finales, adornada con sutiles imágenes, pausados movimientos de cámara, el silencio de los personajes y, cómo no, con el lamento evocador de los gritos y susurros de Morrison, Sweet thing realza los méritos de Moonlight mile y transmite ese impagable bienestar que la conexión entre la música y el cine regala tantas veces.
lunes, octubre 31, 2005
sábado, octubre 29, 2005
VOLUME ONE 5: EARLY 21ST CENTURY BLUES (COWBOY JUNKIES)
Siento una extraña simpatía por un grupo como Cowboy Junkies. Digo extraña porque no siempre es común que conceda oportunidades y audiciones a artistas con tendencia a la repetición de esquemas o que recrean paisajes reiterativos. Y digo simpatía porque para nada corresponde esta cualidad con la música paciente y más bien mustia compuesta por estos cuatro canadienses encabezados por los tres hermanos Timmins. De nuevo están de modesta actualidad con el parto de un nuevo disco en su carrera de fieles inquietudes, folk de marcha corta y country narcótico: Early 21st century blues, bonito título para un álbum con el que los Cowboys Junkies de siempre visten versiones de importantes músicos e iconos culturales.
Tampoco es nuevo el tributo de la banda a otros colegas, ya el Powderfinger de Neil Young mereció su cristalina interpretación de los Junkies y en su primer disco había más versiones que temas propios. En su trabajo más reciente los Timmins sólo han compuesto dos canciones nuevas, han readaptado dos piezas tradicionales y han completado el repertorio de once cortes con otro par de homenajes al Bruce Springsteen menos mediático (Brothers under the bridge y You’re missing), un doble recuerdo a los Beatles John Lennon (I don’t wanna be a soldier) y George Harrison (Isn’t it a pity), a U2 (One), Richie Havens (Handouts in the rain) y otro que no podía faltar, Bob Dylan (Licence to kill).
El resultado presenta lo esperado, una colección sensible de versiones cubiertas por el filtro de la música de Cowboy Junkies, acústicas relajantes en ocasiones, eléctricas punzantes y rasgueadas –como acostumbra el grupo a emplear desde Open (2000)– en otros momentos, y una percusión ligera que se siente como un masaje sobre los hombros. Y la voz susurrante de Margo Timmins, por supuesto, permanece inalterable y bondadosa con el paso de los discos. Esa fidelidad a sí mismos, en este caso, me vuelve a convencer.
Nota: 7/10
Tampoco es nuevo el tributo de la banda a otros colegas, ya el Powderfinger de Neil Young mereció su cristalina interpretación de los Junkies y en su primer disco había más versiones que temas propios. En su trabajo más reciente los Timmins sólo han compuesto dos canciones nuevas, han readaptado dos piezas tradicionales y han completado el repertorio de once cortes con otro par de homenajes al Bruce Springsteen menos mediático (Brothers under the bridge y You’re missing), un doble recuerdo a los Beatles John Lennon (I don’t wanna be a soldier) y George Harrison (Isn’t it a pity), a U2 (One), Richie Havens (Handouts in the rain) y otro que no podía faltar, Bob Dylan (Licence to kill).
El resultado presenta lo esperado, una colección sensible de versiones cubiertas por el filtro de la música de Cowboy Junkies, acústicas relajantes en ocasiones, eléctricas punzantes y rasgueadas –como acostumbra el grupo a emplear desde Open (2000)– en otros momentos, y una percusión ligera que se siente como un masaje sobre los hombros. Y la voz susurrante de Margo Timmins, por supuesto, permanece inalterable y bondadosa con el paso de los discos. Esa fidelidad a sí mismos, en este caso, me vuelve a convencer.
Nota: 7/10
miércoles, octubre 26, 2005
BONUS TRACK 1: SELFPORTRAIT (BOB DYLAN)
Los estudiosos, críticos y biógrafos y quienes confeccionan listas o rankings se olvidan con frecuencia de discos poco populares o escondidos entre las extensas discografías de músicos de inmenso bagaje. Cierto es que hay etapas poco lucidas en las carreras de algunos veteranos músicos prolíficos, pero incluso en esos periodos poco iluminados asoman destellos de la grandeza que ha forjado su legado.
Hubo un tiempo, cuando los vinilos vencían a esos discos compactos que acababan de aparecer, en que fui escuchando uno a uno los discos de Bob Dylan. Aunque unos me gustaban más que otros, grababa todos en cassette. Mis preferidos los llevaba después en el coche para prestarles una atención más exigente. Pero hubo algunos que apenas volví a escuchar desde entonces, hace diez o más años. Uno de éstos es Selfportrait (1970), una extrañeza para mí entonces, un disco con muchas canciones pero nada memorables, salvo una versión en directo de Like a rolling stone, un trabajo que me había sorprendido pero decepcionado por la variación en el registro de voz que Dylan había elegido, de tal manera que no parecía él quien cantaba.
En los últimos cuatro años he leído mucho sobre Dylan, entre otras cosas una biografía muy completa, además de haberle visto en directo en dos actuaciones en suelo español. Mi aprecio por él, por sus vivencias y su música, no ha dejado de crecer, y el otro día en que me decidí a comprar a muy buen precio (no en lp sino en cd) una copia de Selfportrait, descubrí entre su contenido compacto joyas que entonces no había sabido saborear.
El ‘autorretrato’ que pinta Dylan de sí mismo y su entorno corresponde a una etapa de ingenio algo apagado, ya recuperado de un accidente de moto que le apartó del resto del mundo durante más de un año y antes de iniciar próximos despegues (New morning) previos a travesías de vuelos altos (Planet waves, Blood on the tracks). No todos los 24 temas que suenan en el disco son suyos, versionea por ejemplo a Paul Simon y Gordon Lightfoot, se disfraza de vaquero rústico con la garganta transformada, se convierte por un momento en Robert Johnson, suelta las riendas a un coro ensoñador de voces femeninas y, eso sí, bien acompañado (The Band, entre muchos, al completo), sigue deleitando a sus acólitos con estupendas canciones como Days of 49, The Mighty Queen o Copper Kettle.
Hubo un tiempo, cuando los vinilos vencían a esos discos compactos que acababan de aparecer, en que fui escuchando uno a uno los discos de Bob Dylan. Aunque unos me gustaban más que otros, grababa todos en cassette. Mis preferidos los llevaba después en el coche para prestarles una atención más exigente. Pero hubo algunos que apenas volví a escuchar desde entonces, hace diez o más años. Uno de éstos es Selfportrait (1970), una extrañeza para mí entonces, un disco con muchas canciones pero nada memorables, salvo una versión en directo de Like a rolling stone, un trabajo que me había sorprendido pero decepcionado por la variación en el registro de voz que Dylan había elegido, de tal manera que no parecía él quien cantaba.
En los últimos cuatro años he leído mucho sobre Dylan, entre otras cosas una biografía muy completa, además de haberle visto en directo en dos actuaciones en suelo español. Mi aprecio por él, por sus vivencias y su música, no ha dejado de crecer, y el otro día en que me decidí a comprar a muy buen precio (no en lp sino en cd) una copia de Selfportrait, descubrí entre su contenido compacto joyas que entonces no había sabido saborear.
El ‘autorretrato’ que pinta Dylan de sí mismo y su entorno corresponde a una etapa de ingenio algo apagado, ya recuperado de un accidente de moto que le apartó del resto del mundo durante más de un año y antes de iniciar próximos despegues (New morning) previos a travesías de vuelos altos (Planet waves, Blood on the tracks). No todos los 24 temas que suenan en el disco son suyos, versionea por ejemplo a Paul Simon y Gordon Lightfoot, se disfraza de vaquero rústico con la garganta transformada, se convierte por un momento en Robert Johnson, suelta las riendas a un coro ensoñador de voces femeninas y, eso sí, bien acompañado (The Band, entre muchos, al completo), sigue deleitando a sus acólitos con estupendas canciones como Days of 49, The Mighty Queen o Copper Kettle.
VOLUME TWO 4: MARIANNE FAITHFULL
Reconozco haber tenido pereza por acercarme a la música de Marianne Faithfull, me parece mucho más atractiva y entretenida su biografía, que algún día quizá lea. Una de las ex novias de Mick Jagger puede construir otras memorias parciales mucho más corrosivas de lo que fueron sobre los últimos años sesenta en las vidas de los Rolling Stones y, si opta por no callarse todo cuanto sabe, sus recuerdos serán muy apetecibles de conocer.
Desde luego, sí que impone por lo menos respeto la figura de Marianne Faithfull. Puede que por la azorosa juventud que tuvo junto a Jagger y Richards, a quienes se acercó por medio del agente de los Stones, Andrew Oldham; o por la respetable carrera musical que tuvo a partir de mediados de los setenta tras un intervalo infernal dominado por las drogas; por la belleza aparentemente pura que la pintaba en sus años primaverales o por la callada sobriedad con que se ha ido aproximando a sus días otoñales.
Viendo viejas fotografías en blanco y negro, la inglesita Marianne es ese "ángel de tetas grandes" que Oldham llegó a llamar, una niña crecida de mirada triste y labios carnosos, larga melena rubia y faldas cortas. Ya en color, la Faithfull fue transformándose primero en una moderna mujer independiente y luego en una señora vencida por las arrugas, una sombra pálida del ángel que fue.
La primera canción que escuché de ella fue The ballad of Lucy Jordan, todavía más enternecedora de lo que es en la secuencia nocturna en que Thelma y Louise recorrían los caminos desiertos de Monument Valley. Ese tema aparece en uno de sus álbumes más reconocidos, Broken English, del que llegué a escuchar otras canciones que poco me gustaron. Y desde entonces, casi nada... hasta hace muy poco, cuando su último disco, Before the poison, de finales del año pasado, cayó en mis manos.
La veterana dama inglesa, misteriosa y dócil como una sirvienta de mansión como aparece en la portada, prosigue en este disco con su fórmula de arrimarse a músicos a los que dobla en edad, carne de festival de prestigio y de carreras más o menos consolidadas y bien reconocidas (Nick Cave, Damon Albarn, PJ Harvey) para dar consistencia y buscar una garantía artística a su propia evolución. Había hecho lo mismo en su trabajo anterior, Kissin’ time, junto a Beck, Jarvis Cocker y Billy Corgan entre otros, pero con sonidos y resultados parece que bastante chirriantes. Su voz rota y emborrachada cobra en Before the poison una extraña compasión y la buena compañía que tiene le permite plantarse entre sus discípulos con confianza y seguridad. Cave y Harvey componen temas y escriben algunas letras y Faithfull los canta con su alma sobre la base musical que define muchos de los trabajos de la inglesa PJ y el australiano Nick y sus Bad Seeds. No son estos músicos santos de mi devoción, pero su aportación a la carrera de Marianne Faithfull, quizá un ángel inmortal, merece mi aprobación.
Desde luego, sí que impone por lo menos respeto la figura de Marianne Faithfull. Puede que por la azorosa juventud que tuvo junto a Jagger y Richards, a quienes se acercó por medio del agente de los Stones, Andrew Oldham; o por la respetable carrera musical que tuvo a partir de mediados de los setenta tras un intervalo infernal dominado por las drogas; por la belleza aparentemente pura que la pintaba en sus años primaverales o por la callada sobriedad con que se ha ido aproximando a sus días otoñales.
Viendo viejas fotografías en blanco y negro, la inglesita Marianne es ese "ángel de tetas grandes" que Oldham llegó a llamar, una niña crecida de mirada triste y labios carnosos, larga melena rubia y faldas cortas. Ya en color, la Faithfull fue transformándose primero en una moderna mujer independiente y luego en una señora vencida por las arrugas, una sombra pálida del ángel que fue.
La primera canción que escuché de ella fue The ballad of Lucy Jordan, todavía más enternecedora de lo que es en la secuencia nocturna en que Thelma y Louise recorrían los caminos desiertos de Monument Valley. Ese tema aparece en uno de sus álbumes más reconocidos, Broken English, del que llegué a escuchar otras canciones que poco me gustaron. Y desde entonces, casi nada... hasta hace muy poco, cuando su último disco, Before the poison, de finales del año pasado, cayó en mis manos.
La veterana dama inglesa, misteriosa y dócil como una sirvienta de mansión como aparece en la portada, prosigue en este disco con su fórmula de arrimarse a músicos a los que dobla en edad, carne de festival de prestigio y de carreras más o menos consolidadas y bien reconocidas (Nick Cave, Damon Albarn, PJ Harvey) para dar consistencia y buscar una garantía artística a su propia evolución. Había hecho lo mismo en su trabajo anterior, Kissin’ time, junto a Beck, Jarvis Cocker y Billy Corgan entre otros, pero con sonidos y resultados parece que bastante chirriantes. Su voz rota y emborrachada cobra en Before the poison una extraña compasión y la buena compañía que tiene le permite plantarse entre sus discípulos con confianza y seguridad. Cave y Harvey componen temas y escriben algunas letras y Faithfull los canta con su alma sobre la base musical que define muchos de los trabajos de la inglesa PJ y el australiano Nick y sus Bad Seeds. No son estos músicos santos de mi devoción, pero su aportación a la carrera de Marianne Faithfull, quizá un ángel inmortal, merece mi aprobación.
lunes, octubre 24, 2005
VOLUME ONE 4: SUPER EXTRA GRAVITY (THE CARDIGANS)
Suecia esconde tesoros exquisitos en su escena pop-rock (Sophie Zelmani), así como explosivos manjares en su cada vez más internacional vertiente hardrockera (Hellacopters). Del candor de su pop radiofónico han evolucionado The Cardigans hasta el rock cuidado y adulto que destilan sus dos últimos trabajos, Long gone before daylight (2003) y el recién salido del horno Super Extra Gravity (2005).
Me vienen inevitablemente al recuerdo los escoceses Texas, retrocedidos desde su rock de paisajes americanos de sus tres primeros discos hasta sus más recientes manifestaciones, un pop más blanco a veces salpicado de hits afortunados en medio de un mediocre desierto. Por suerte aplaudo el camino inverso que han tomado los Cardigans, también con una mujer al frente, la atractiva Nina Persson.
La banda de Malmoe ya había anunciado un cambio de trayectoria con su disco de éxito Gran Turismo (1998), irregular en su conjunto pero con dos estupendos singles como My favourite game y Erase and rewind. Aquel trabajo se apartaba del mundo de colores que recreaba su hasta entonces canción más conocida Lovefool, popularizada gracias a la banda sonora de Romeo + Juliet de Baz Luhrman. En Long gone before daylight ofrecían un salto de igual distancia, un disco de rock apacible y bien elaborado, cuya pieza maestra fue el single For what it’s worth. Ahora, otro tema de esquema y alma parecidos y título alargado (I need some fine wine and you, you need to be nicer) sirve de prometedora presentación del nuevo álbum.
Super Extra Gravity acorta minutos, ensucia los adornos de las canciones (quizá se deba a la recuperada presencia del productor Tore Johansson, que ha trabajado con los exitosos Franz Ferdinand) y resulta igualmente estimulante. Quizá cuesta entrar en él con la primera audición, pero una segunda oportunidad va destapando capas más luminosas, madurez en la composición y sobre todo consistentes canciones (In the round, Good morning Joan). Otro paso adelante para celebrar.
Nota: 7/10
Me vienen inevitablemente al recuerdo los escoceses Texas, retrocedidos desde su rock de paisajes americanos de sus tres primeros discos hasta sus más recientes manifestaciones, un pop más blanco a veces salpicado de hits afortunados en medio de un mediocre desierto. Por suerte aplaudo el camino inverso que han tomado los Cardigans, también con una mujer al frente, la atractiva Nina Persson.
La banda de Malmoe ya había anunciado un cambio de trayectoria con su disco de éxito Gran Turismo (1998), irregular en su conjunto pero con dos estupendos singles como My favourite game y Erase and rewind. Aquel trabajo se apartaba del mundo de colores que recreaba su hasta entonces canción más conocida Lovefool, popularizada gracias a la banda sonora de Romeo + Juliet de Baz Luhrman. En Long gone before daylight ofrecían un salto de igual distancia, un disco de rock apacible y bien elaborado, cuya pieza maestra fue el single For what it’s worth. Ahora, otro tema de esquema y alma parecidos y título alargado (I need some fine wine and you, you need to be nicer) sirve de prometedora presentación del nuevo álbum.
Super Extra Gravity acorta minutos, ensucia los adornos de las canciones (quizá se deba a la recuperada presencia del productor Tore Johansson, que ha trabajado con los exitosos Franz Ferdinand) y resulta igualmente estimulante. Quizá cuesta entrar en él con la primera audición, pero una segunda oportunidad va destapando capas más luminosas, madurez en la composición y sobre todo consistentes canciones (In the round, Good morning Joan). Otro paso adelante para celebrar.
Nota: 7/10
SOUNDTRACK 3: TOM WAITS
El cine realza en muchas de sus bandas sonoras el sentido de las canciones, que asociadas a las imágenes, a la acción o a la interpretación de los actores y actrices que acompañan, acaban a veces por ser más recordadas por aquella película en la que se escuchan que por el disco original al que pertenecen. Siempre tendrán su importancia y autonomía en los propios discos en que figuran, pero cuando una canción de Tom Waits se inmiscuye entre las imágenes de un film suele emocionarme mucho más y cobrar una dimensión que no sólo engrandece a la propia película sino además a la entidad de un genio único y singular como Waits.
Ha vuelto a ocurrirme. A propósito de La vida secreta de las palabras, arrebatadora obra maestra de Isabel Coixet estrenada este fin de semana en los cines españoles. De las cinco o seis canciones no originales que se dejan oír en la película, una es del gran Tom Waits, empleada en una secuencia que recoge el paso del tiempo después de unos relevantes acontecimientos. La inconfundible atmósfera de la música de Waits, cálida pero oscura, corrupta y revuelta, cobra en cambio cercanía y confianza en cuanto reaparece en este film, aunque como complemento a una imágenes y una situación nada próximas al universo de Tom Waits.
All the world is green, del álbum Blood money, es el tema que suena, casi entero, en La vida secreta de las palabras. Pero como la relación de Tom Waits con el cine ha sido especial de varias maneras desde hace más de 25 años, tanto su música y canciones como sus esporádicas apariciones como actor han reforzado aún más su pequeña importancia en el séptimo arte. Del mismo modo que en la película de Coixet, han sonado especialmente melancólicas o fantasiosas canciones como Cold cold ground en Leolo, Jockey full of bourbon en Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto, The piano has been drinking en Georgia y, sobre todo, Innocent when you dream en los créditos finales de Smoke.
En 1982 Francis Ford Coppola rescató a Waits de las calles de Los Angeles para encargarle la banda sonora de Corazonada. Entonces el músico vivía despierto y dormido en sórdidos bares y consumía sus días en alcohol. Las canciones que compuso para Coppola supusieron un inmediato cambio en su música y los escenarios nocturnos que tan bien recreaba en sus primeros discos (The heart of Saturday night y Blue Valentine especialmente), esa música de camerino de night club y tugurio en penumbra, se transformó en una peculiar experimentación sonora que inventó nuevos decorados, más difíciles de valorar, pero únicos e incomparables. Los ruidos de animales, los gritos distorsionados, las voces a través de tuberías y la percusión casera y primitiva se convirtieron en su nueva marca de fábrica, fueron pinceladas con las que cubrió sorprendentes melodías e historias ácidas. Así fueron apareciendo, aunque espaciados, grandes discos como Swordfishtrombones y Rain Dogs en los ochenta o Mule variations en los noventa.
En todos estos años siempre se ha dejado ver Tom Waits de alguna forma en el cine, como compositor también en Noche en la tierra de Jim Jarmusch, para quien ha trabajado como actor en varios films, o como intérprete para Robert Altman (Vidas cruzadas) o en cameos para Coppola (La ley de la calle) o Terry Gilliam (El rey pescador). Y sus canciones no han dejado de recibir el abrigo del cine, a veces en producciones tan poco alejadas de su mundo como Hellboy, Shrek 2 o Robots. Hasta la más reciente película de Isabel Coixet, engrandecida todavía más por tener ahora ‘parentesco’ con Tom Waits.
Ha vuelto a ocurrirme. A propósito de La vida secreta de las palabras, arrebatadora obra maestra de Isabel Coixet estrenada este fin de semana en los cines españoles. De las cinco o seis canciones no originales que se dejan oír en la película, una es del gran Tom Waits, empleada en una secuencia que recoge el paso del tiempo después de unos relevantes acontecimientos. La inconfundible atmósfera de la música de Waits, cálida pero oscura, corrupta y revuelta, cobra en cambio cercanía y confianza en cuanto reaparece en este film, aunque como complemento a una imágenes y una situación nada próximas al universo de Tom Waits.
All the world is green, del álbum Blood money, es el tema que suena, casi entero, en La vida secreta de las palabras. Pero como la relación de Tom Waits con el cine ha sido especial de varias maneras desde hace más de 25 años, tanto su música y canciones como sus esporádicas apariciones como actor han reforzado aún más su pequeña importancia en el séptimo arte. Del mismo modo que en la película de Coixet, han sonado especialmente melancólicas o fantasiosas canciones como Cold cold ground en Leolo, Jockey full of bourbon en Cosas que hacer en Denver cuando estás muerto, The piano has been drinking en Georgia y, sobre todo, Innocent when you dream en los créditos finales de Smoke.
En 1982 Francis Ford Coppola rescató a Waits de las calles de Los Angeles para encargarle la banda sonora de Corazonada. Entonces el músico vivía despierto y dormido en sórdidos bares y consumía sus días en alcohol. Las canciones que compuso para Coppola supusieron un inmediato cambio en su música y los escenarios nocturnos que tan bien recreaba en sus primeros discos (The heart of Saturday night y Blue Valentine especialmente), esa música de camerino de night club y tugurio en penumbra, se transformó en una peculiar experimentación sonora que inventó nuevos decorados, más difíciles de valorar, pero únicos e incomparables. Los ruidos de animales, los gritos distorsionados, las voces a través de tuberías y la percusión casera y primitiva se convirtieron en su nueva marca de fábrica, fueron pinceladas con las que cubrió sorprendentes melodías e historias ácidas. Así fueron apareciendo, aunque espaciados, grandes discos como Swordfishtrombones y Rain Dogs en los ochenta o Mule variations en los noventa.
En todos estos años siempre se ha dejado ver Tom Waits de alguna forma en el cine, como compositor también en Noche en la tierra de Jim Jarmusch, para quien ha trabajado como actor en varios films, o como intérprete para Robert Altman (Vidas cruzadas) o en cameos para Coppola (La ley de la calle) o Terry Gilliam (El rey pescador). Y sus canciones no han dejado de recibir el abrigo del cine, a veces en producciones tan poco alejadas de su mundo como Hellboy, Shrek 2 o Robots. Hasta la más reciente película de Isabel Coixet, engrandecida todavía más por tener ahora ‘parentesco’ con Tom Waits.
jueves, octubre 20, 2005
LIVE IN... 1: BUNBURY (interrupted)
Hace unos días leí en la revista Rolling Stone (edición española) un interesante reportaje sobre el colapso artístico que ha sufrido hace poco Bunbury y que le ha obligado no sólo a suspender una gira en la que aún quedaban actuaciones, sino a disolver la banda con la que ha tocado y girado en los últimos años y anunciar una especie de retiro personal indefinido de la escena y los estudios. El impacto de la noticia se debe, sobre todo, a que Bunbury abandonó el escenario en la quinta canción de un concierto y no volvió a aparecer más ante el público, se encerró en el camerino y escapó poco después del pueblo en el que tenía lugar la actuación. El reportaje recoge testimonios de personas muy cercanas al músico aragonés que hablan sobre lo ocurrido en los últimos meses en el entorno de Bunbury y aportan pistas que sirvan para explicar el desenlace, pero deja en el aire los verdaderos motivos de su radical decisión.
Sin palabras claras todavía del propio Bunbury, cada uno puede tener ahora su teoría. Con el riesgo de equivocarme pero con la libertad de opinar, yo expongo la mía.
De entrada, diré que Bunbury no me cae nada bien, aprecio sus propuestas musicales a contracorriente en el poco atractivo panorama musical español, pero no me parecen dignas de elogio. Musicalmente me cansa demasiado, su exceso de instrumentación en sus últimos discos es cargante y a veces me parece una fórmula caótica y caprichosa. Eso sí, no le he visto en directo y por testimonios de amigos a los que Bunbury no les gusta, parece que lo que ofrece mejora el concepto. Detesto su pose de artista-aventajado-de-extensa-cultura-musical con la que concede algunas entrevistas, así como el histrionismo y dramatismo de su recital en escena y la frecuente y continúa referencia que hace a importantes músicos consagrados a los que suele hacer guiños nada disimulados.
Creen los allegados de Bunbury que el artista está triste, exhausto, falto de entusiasmo, colapsado en su faceta de músico y creador, e incluso agobiado con las deudas que ha generado la costosa organización de la gira Freak Show, una especie de Rolling Thunder Revue que Bob Dylan montó en mitad de los setenta y ahora ha repetido Bunbury con parte de sus amigos. Vale, todo eso puede ser cierto, pero me parece que ese paréntesis que anuncia y que para empezar ya le ha llevado a apartarse del mundo junto a su novia en Cuba, no es más que una manera novelesca de decorar los problemas creativos que tiene. Seguro que Bunbury conoce bien la biografía de Dylan, Bowie y Cohen entre otros, personajes cambiantes a los que creo que tantas veces quiere parecerse, y que han pasado por intensas y reveladoras experiencias entre periodos de su amplia obra musical. Ah, pero que yo sepa ninguno de estos tres fue tan poco profesional y dejó a los seguidores colgados en plena actuación.
Creo que Bunbury volverá, él sabrá cuándo. Volverá “nuevo”, dirá, esa será su publicidad, con la que alimentará una biografía para ensalzar la relevancia del personaje que ha creado. Intuyo incluso que su música dará otro giro, a lo mejor hacia la sencillez y la contención. Incluso creo que me gustará. En ese caso, seré el primero en aplaudirle.
Sin palabras claras todavía del propio Bunbury, cada uno puede tener ahora su teoría. Con el riesgo de equivocarme pero con la libertad de opinar, yo expongo la mía.
De entrada, diré que Bunbury no me cae nada bien, aprecio sus propuestas musicales a contracorriente en el poco atractivo panorama musical español, pero no me parecen dignas de elogio. Musicalmente me cansa demasiado, su exceso de instrumentación en sus últimos discos es cargante y a veces me parece una fórmula caótica y caprichosa. Eso sí, no le he visto en directo y por testimonios de amigos a los que Bunbury no les gusta, parece que lo que ofrece mejora el concepto. Detesto su pose de artista-aventajado-de-extensa-cultura-musical con la que concede algunas entrevistas, así como el histrionismo y dramatismo de su recital en escena y la frecuente y continúa referencia que hace a importantes músicos consagrados a los que suele hacer guiños nada disimulados.
Creen los allegados de Bunbury que el artista está triste, exhausto, falto de entusiasmo, colapsado en su faceta de músico y creador, e incluso agobiado con las deudas que ha generado la costosa organización de la gira Freak Show, una especie de Rolling Thunder Revue que Bob Dylan montó en mitad de los setenta y ahora ha repetido Bunbury con parte de sus amigos. Vale, todo eso puede ser cierto, pero me parece que ese paréntesis que anuncia y que para empezar ya le ha llevado a apartarse del mundo junto a su novia en Cuba, no es más que una manera novelesca de decorar los problemas creativos que tiene. Seguro que Bunbury conoce bien la biografía de Dylan, Bowie y Cohen entre otros, personajes cambiantes a los que creo que tantas veces quiere parecerse, y que han pasado por intensas y reveladoras experiencias entre periodos de su amplia obra musical. Ah, pero que yo sepa ninguno de estos tres fue tan poco profesional y dejó a los seguidores colgados en plena actuación.
Creo que Bunbury volverá, él sabrá cuándo. Volverá “nuevo”, dirá, esa será su publicidad, con la que alimentará una biografía para ensalzar la relevancia del personaje que ha creado. Intuyo incluso que su música dará otro giro, a lo mejor hacia la sencillez y la contención. Incluso creo que me gustará. En ese caso, seré el primero en aplaudirle.
GREATEST HITS 2: MAGGIE MAY (ROD STEWART)
Algún jueves, cuando José Luis pincha sus últimos discos de la madrugada, la nostalgia invade el Tribeca y el aire se llena de una ternura flotante que nace de una canción tan preciosa como Maggie May. Es, sin duda, mi tema favorito de Rod Stewart, enmarcado en su periodo musical más brillante, cuando conjugaba dos carreras, una en solitario y otra con banda, y casi los mismos músicos. Los Faces eran geniales, macarras sin disfraces, rockeros de pub; y Rod Stewart era también genuino, un gamberro con encanto en el primer tramo de su camino hacia el estrellato.
Los setenta estaban en sus albores y aunque Rod y sus Faces ya habían sacado un par de buenos álbumes (First step y Long player), Stewart era un cúmulo de inquietudes y ambiciones. Por eso se produjo trabajos paralelos con la ayuda de otros músicos y amigos a los que reclutaba. Para su tercer disco personal, Every picture tells a story (1971) llamó, entre un grupo de diez colaboradores, a los Faces Ronnie Wood para las guitarras e Ian McLagan en el órgano. En realidad poco diferían los trabajos del grupo de los del escocés en solitario, quizá los que llevaban sólo su nombre incluían más fragmentos acústicos aunque no perdían la fuerza que aportaban también otros temas más encendidos.
Maggie May, que estuvo a punto de ser descartada del repertorio final por el sello Mercury, acabó siendo la canción más recordada del álbum, que posee también estupendos temas como la que da título al disco o Reason to believe. Pero en Maggie, Rod Stewart vuelca sus recuerdos para componer una gran pieza melancólica, que recuerda, según cuentan los biógrafos, a la mujer con quien el cantante perdió la virginidad a los 16 años. Rebosante de un aroma a canción inmortal, Maggie posee unas delicadas guitarras y mandolina, y unas inocentes campanillas acompañan la cuarta estrofa, cuando la canción alcanza un poder de evocador único, el que poseen los dolores y las alegrías que nunca se borran
Despierta Maggie, creo que tengo algo que decirte
se acaba septiembre y debería volver a la escuela
sé que te entretuve, pero siento como si me hubieran usado.
Oh, Maggie, no podría volver a intentarlo
me sacaste de casa sólo para salvarte de sentirte sola
Robaste mi corazón, y eso es lo que en realidad duele
el sol de la mañana descubre tu edad cuando te da en la cara
pero no me preocupa, tú eres todo para mis ojos.
Me reí de todas tus bromas, mi amor, no necesitabas engatusar.
Oh, Maggie, no podría volver a intentarlo
me sacaste de casa sólo para salvarte de sentirte sola
Robaste mi alma y no puedo vivir sin ese dolor
todo lo que necesitaba era una amiga a quien prestar una ayuda
pero te convertiste en un amante
y, madre, qué amante, me dejaste agotado
todo lo que hiciste fue deshacer mi cama
y por la mañana me pateaste en la cabeza.
Oh, Maggie, no podría volver a intentarlo
me sacaste de casa sólo para salvarte de sentirte sola
Robaste mi corazón, pero si lo intentara no podría dejarte
supongo que recogeré los libros y volveré a la escuela
o le robaré el dinero a mi padre para irme a vivir fuera
o buscaré una banda de rock and roll que necesite ayuda.
Oh, Maggie, ojalá nunca hubiera visto tu cara
me convertiste en un loco de primera clase
pero estoy todo lo ciego que un loco puede estar.
Robaste mi corazón pero te quiero de todos modos.
Maggie, ojalá nunca hubiera visto tu cara
subiré de vuelta a casa uno de estos días.
Los setenta estaban en sus albores y aunque Rod y sus Faces ya habían sacado un par de buenos álbumes (First step y Long player), Stewart era un cúmulo de inquietudes y ambiciones. Por eso se produjo trabajos paralelos con la ayuda de otros músicos y amigos a los que reclutaba. Para su tercer disco personal, Every picture tells a story (1971) llamó, entre un grupo de diez colaboradores, a los Faces Ronnie Wood para las guitarras e Ian McLagan en el órgano. En realidad poco diferían los trabajos del grupo de los del escocés en solitario, quizá los que llevaban sólo su nombre incluían más fragmentos acústicos aunque no perdían la fuerza que aportaban también otros temas más encendidos.
Maggie May, que estuvo a punto de ser descartada del repertorio final por el sello Mercury, acabó siendo la canción más recordada del álbum, que posee también estupendos temas como la que da título al disco o Reason to believe. Pero en Maggie, Rod Stewart vuelca sus recuerdos para componer una gran pieza melancólica, que recuerda, según cuentan los biógrafos, a la mujer con quien el cantante perdió la virginidad a los 16 años. Rebosante de un aroma a canción inmortal, Maggie posee unas delicadas guitarras y mandolina, y unas inocentes campanillas acompañan la cuarta estrofa, cuando la canción alcanza un poder de evocador único, el que poseen los dolores y las alegrías que nunca se borran
Despierta Maggie, creo que tengo algo que decirte
se acaba septiembre y debería volver a la escuela
sé que te entretuve, pero siento como si me hubieran usado.
Oh, Maggie, no podría volver a intentarlo
me sacaste de casa sólo para salvarte de sentirte sola
Robaste mi corazón, y eso es lo que en realidad duele
el sol de la mañana descubre tu edad cuando te da en la cara
pero no me preocupa, tú eres todo para mis ojos.
Me reí de todas tus bromas, mi amor, no necesitabas engatusar.
Oh, Maggie, no podría volver a intentarlo
me sacaste de casa sólo para salvarte de sentirte sola
Robaste mi alma y no puedo vivir sin ese dolor
todo lo que necesitaba era una amiga a quien prestar una ayuda
pero te convertiste en un amante
y, madre, qué amante, me dejaste agotado
todo lo que hiciste fue deshacer mi cama
y por la mañana me pateaste en la cabeza.
Oh, Maggie, no podría volver a intentarlo
me sacaste de casa sólo para salvarte de sentirte sola
Robaste mi corazón, pero si lo intentara no podría dejarte
supongo que recogeré los libros y volveré a la escuela
o le robaré el dinero a mi padre para irme a vivir fuera
o buscaré una banda de rock and roll que necesite ayuda.
Oh, Maggie, ojalá nunca hubiera visto tu cara
me convertiste en un loco de primera clase
pero estoy todo lo ciego que un loco puede estar.
Robaste mi corazón pero te quiero de todos modos.
Maggie, ojalá nunca hubiera visto tu cara
subiré de vuelta a casa uno de estos días.
lunes, octubre 17, 2005
VOLUME TWO 3: FIONA APPLE
De entrada, todo músico o grupo al que se le suele calificar o definir como "inclasificable", capta mi interés. Hay casos y casos: me agota y hasta cabrea el presuntuoso Rufus Wainwright, no siempre me convence el sentimental Badly Drawn Boy, y me sorprenden y a veces entusiasman los retorcidos Gomez. Y me cautiva de algún modo, precisamente indefinible, Fiona Apple.
Acaba de publicar disco esta pequeña y frágil neoyorkina, su tercero después de seis años de silencio y rumores diversos sobre la interrupción indeterminada de su trabajo. Se llama Extraordinary machine, y como una prolongación de su primer LP Tidal (1995) y el siguiente, When the pawn (1999), posee un misterio particular que le convierte, en un experimento desconcertante en cuanto se escucha por primera vez, pero va desnudando encantos irresistibles cuanto más se le prestan los oídos.
Es un extraño espécimen Fiona Apple, a quien se puede comparar si cabe con Tori Amos. También pianista, menos sutil y algo más siniestra, Fiona, con una voz más adulta y profunda, temblorosa y agresiva, se protege en su instrumento y se acompaña de complejas melodías y orquestaciones vacilantes. Sus canciones revelan pasajes de vodévil, escabrosas crónicas intimistas (como la que recoge la violación que sufrió a los 12 años), fugaces destellos de siniestro cabaret e inquietantes sonoridades vanguardistas a menudo catalogadas como ‘artie’ (término muchas veces censurable de antemano).
Así discurre la música de sus discos, algo más accesible en sus dos primeras entregas, pero siempre difícil y nada comercial. Yo descubrí a Fiona en el videoclip de la versión del tema de los Beatles Across de universe que ella cantaba para la película Pleasantville y dirigía Paul Thomas Anderson. Jon Brion, autor de las bandas sonoras de este director, ha producido los discos de Fiona Apple y en ellos ha intervenido entre otros ese batería eterno y reclamado por tantos músicos que es Jim Keltner.
Tras su paréntesis, Fiona ha vuelto enérgica y segura, casada consigo misma y embarcada de nuevo en un viaje musical que para nada causa indiferencia.
Acaba de publicar disco esta pequeña y frágil neoyorkina, su tercero después de seis años de silencio y rumores diversos sobre la interrupción indeterminada de su trabajo. Se llama Extraordinary machine, y como una prolongación de su primer LP Tidal (1995) y el siguiente, When the pawn (1999), posee un misterio particular que le convierte, en un experimento desconcertante en cuanto se escucha por primera vez, pero va desnudando encantos irresistibles cuanto más se le prestan los oídos.
Es un extraño espécimen Fiona Apple, a quien se puede comparar si cabe con Tori Amos. También pianista, menos sutil y algo más siniestra, Fiona, con una voz más adulta y profunda, temblorosa y agresiva, se protege en su instrumento y se acompaña de complejas melodías y orquestaciones vacilantes. Sus canciones revelan pasajes de vodévil, escabrosas crónicas intimistas (como la que recoge la violación que sufrió a los 12 años), fugaces destellos de siniestro cabaret e inquietantes sonoridades vanguardistas a menudo catalogadas como ‘artie’ (término muchas veces censurable de antemano).
Así discurre la música de sus discos, algo más accesible en sus dos primeras entregas, pero siempre difícil y nada comercial. Yo descubrí a Fiona en el videoclip de la versión del tema de los Beatles Across de universe que ella cantaba para la película Pleasantville y dirigía Paul Thomas Anderson. Jon Brion, autor de las bandas sonoras de este director, ha producido los discos de Fiona Apple y en ellos ha intervenido entre otros ese batería eterno y reclamado por tantos músicos que es Jim Keltner.
Tras su paréntesis, Fiona ha vuelto enérgica y segura, casada consigo misma y embarcada de nuevo en un viaje musical que para nada causa indiferencia.
BOOTLEG SERIES 1: FUNK DROPS
Este año me está cambiando la piel de color, me estoy volviendo cada vez más negro, y no porque haya ido en verano bastante a la playa, qué va, es que me estoy metiendo mucha música negra en el cuerpo, muchas dosis de funk callejero sobre todo, algo de soul, pizcas de jazz y un poco de reggae entre oreja y oreja. Todavía no me he cambiado de peinado...
Me ha dado por volver a otras décadas y cambiar de ambientes, saltar a las calles de Harlem, San Francisco o Chicago, seguir las curvas de exuberantes mujeres de color tostado, buscar a Pam Grier entre el tráfico o a James Brown entre bastidores, perderme en la humareda de jam sessions de garitos en sótanos, guitarrear con Curtis Mayfield o seguir las actuaciones de la gran Aretha. Me he dejado llevar por la imaginación con la ayuda y el placer de una serie de buenos discos de funk que he comprado y conseguido en los últimos meses, recopilaciones muy interesantes en su mayor parte, que me han permitido conocer mejor a músicos de los que antes sólo había oído hablar y sobre todo, descubrir una infinidad de artistas olvidados con carreras breves y nada explotadas, testigos de unos días perdidos, de noches y días urbanos con mucha buena música por sus arterias, inspiración además de generaciones más guerreras que la han hecho evolucionar hasta transformarla en hip hop o gangsta rap, entre otras manifestaciones paralelas.
De entre las varias colecciones que he escuchado siento predilección por una de asequible acceso en las tiendas especializadas, muy recomendable para todo aquel que quiera recuperar un tiempo que sólo conoce por algunas películas americanas de los años setenta o cierta literatura pulp. Se trata de Funk Drops, una serie de tres volúmenes publicados desde 2001 que contiene material muy jugoso procedente de los vastos y ricos archivos de los sellos Atlantic, Warner, Reprise y Atco de entre 1968 y 1977.
Quizá siento predilección por Funk Drops por encima de otros recopilatorios de interés (Superbad, FunkSoulBrothers, FunkSoulSisters, Southern Funkin’, Flying Funk, Blax is Back, Pulp Fusion, todos ellos recomendables, por supuesto) porque reúne canciones menos conocidas de artistas de primer nivel (Curtis, The Meters, Earth Wind & Fire) y sobre todo da a conocer temas de personajes que nunca llegaron a grabar un disco, músicos a los que se les perdió la pista tras tener su único single o mismo se perdieron en otros grupos. Así, uno disfruta de contagiosos ritmos de bandas de funk y soul blancas como Tower of Power o Cold Blood, así como de un sinfín de talentos ocultos o menos reconocidos como Black Heat, Donny Hathaway, King Curtis, The Watts 103rd Street Rhythm Band, Betty Wright, Bobby Byrd y un largo etcétera.
Treinta años después de que aquella música fuera creada no ha perdido su capacidad para hechizar, animar a bailar, a perderse en atmósferas negras y, sobre todo, divertirse.
Me ha dado por volver a otras décadas y cambiar de ambientes, saltar a las calles de Harlem, San Francisco o Chicago, seguir las curvas de exuberantes mujeres de color tostado, buscar a Pam Grier entre el tráfico o a James Brown entre bastidores, perderme en la humareda de jam sessions de garitos en sótanos, guitarrear con Curtis Mayfield o seguir las actuaciones de la gran Aretha. Me he dejado llevar por la imaginación con la ayuda y el placer de una serie de buenos discos de funk que he comprado y conseguido en los últimos meses, recopilaciones muy interesantes en su mayor parte, que me han permitido conocer mejor a músicos de los que antes sólo había oído hablar y sobre todo, descubrir una infinidad de artistas olvidados con carreras breves y nada explotadas, testigos de unos días perdidos, de noches y días urbanos con mucha buena música por sus arterias, inspiración además de generaciones más guerreras que la han hecho evolucionar hasta transformarla en hip hop o gangsta rap, entre otras manifestaciones paralelas.
De entre las varias colecciones que he escuchado siento predilección por una de asequible acceso en las tiendas especializadas, muy recomendable para todo aquel que quiera recuperar un tiempo que sólo conoce por algunas películas americanas de los años setenta o cierta literatura pulp. Se trata de Funk Drops, una serie de tres volúmenes publicados desde 2001 que contiene material muy jugoso procedente de los vastos y ricos archivos de los sellos Atlantic, Warner, Reprise y Atco de entre 1968 y 1977.
Quizá siento predilección por Funk Drops por encima de otros recopilatorios de interés (Superbad, FunkSoulBrothers, FunkSoulSisters, Southern Funkin’, Flying Funk, Blax is Back, Pulp Fusion, todos ellos recomendables, por supuesto) porque reúne canciones menos conocidas de artistas de primer nivel (Curtis, The Meters, Earth Wind & Fire) y sobre todo da a conocer temas de personajes que nunca llegaron a grabar un disco, músicos a los que se les perdió la pista tras tener su único single o mismo se perdieron en otros grupos. Así, uno disfruta de contagiosos ritmos de bandas de funk y soul blancas como Tower of Power o Cold Blood, así como de un sinfín de talentos ocultos o menos reconocidos como Black Heat, Donny Hathaway, King Curtis, The Watts 103rd Street Rhythm Band, Betty Wright, Bobby Byrd y un largo etcétera.
Treinta años después de que aquella música fuera creada no ha perdido su capacidad para hechizar, animar a bailar, a perderse en atmósferas negras y, sobre todo, divertirse.
viernes, octubre 14, 2005
VOLUME TWO 2: RYAN ADAMS
No me gustaría conocer personalmente a Ryan Adams, tiene el aspecto del travieso inflahuevos de la escuela, el chaval que escoge cómo y cuándo arrimarse primero por conveniencia y apartarse después de sus compañías tras haberse aprovechado de ellas; no creo que tenga demasiados amigos de verdad, de hecho. En escena ha ofrecido actuaciones deplorables, insultado al público, finalizado antes de tiempo y hablado borracho más que cantado sobrio. Pero sólo por haber parido una obra maestra como a mí me parece su álbum de 2001 Gold, Ryan Adams siempre captará mi atención y al menos un aplauso, aunque sospecho que le cueste volver a crear un nuevo trabajo que alcance aquella altura.
Sí, tengo que admitirlo, aprecio al músico que es Adams, al compositor, más bien, pese a las reservas que despierta una parte de su apresurada producción. Entiendo que le lluevan críticas por su chulesca y patética actitud sobre un escenario (cuando eran los Sex Pistols o son alguna turbia banda de taberna sureña quien actúa de forma parecida entonces a algunos les resultan cachondos), pero a veces el desprecio que se gana por ello nubla sus cualidades musicales. En realidad, yo no tengo muchas ganas de verle algún día en vivo, pero me conformo con que ofrezca buenos discos, como la mayoría de aquellos en los que ha intervenido. Y no son precisamente los últimos. Dos ha publicado este año y se anuncia otro para diciembre.
Punk por naturaleza (su primera banda, The Patty Duke Syndrome, ofrecía noise de quinceañeros y forma parte de un aventura musical insoportable llamada Pink Hearts), el inquieto e inconformista Ryan Adams viene cargando en cambio desde hace media década –y creo que seguirá- con el título de estandarte o impulsor visible del llamado movimiento musical americana o alternate country . La prensa crea etiquetas para definir estilos que no son muchas veces más que leves variaciones de corrientes ya existentes y a Adams le han visto como un alumno tardío de Gram Parsons o Townes Van Zandt. Muchos otros solistas y grupos (Wilco, Lucinda Williams, Stacey Earle, Jay Farrar, Sheryl Crow, Buddy Miller y un largo etcétera menos conocido) que componen country rock, melódico a veces, más áspero otras, aparecen definidos en los medios especializados con semejante distintivo. El caso es que como ‘rockero americano’ Adams ha creado una carrera prolífica e interesante, inestable pero atractiva.
A mediados de los noventa formó parte de Whiskeytown, banda de raíces y carretera, que, como no podía ser de otro modo, se descompuso en medio del caos entre sus componentes, no sin antes dar forma a tres discos, de los cuales el último, Pneumonia, es el más redondo. En el año 2000, junto a sus amigos Gillian Welch y David Rawlings, presentó su álbum de debut, Heartbreaker, sosegado viajes por caminos polvorientos. Le siguió el inmaculado Gold, perfecta combinación de pop y rock, jugosa cocktelera con sabor a Springsteen, los Stones, Van Morrison, James Taylor, Neil Young... cuyo tema New York New York (que por primera vez para mí sonó en el Tribeca) acabó recordándose como oportuna banda sonora post catástrofe 11-S.
A ritmo de disco por año, Adams rebajó intensidad en el más primitivo Demolition (2002), la recobró en el acelerado Rock N Roll (2003) y recuperó sus mundos más introvertidos y calmados en los excelentes Love is Hell pt 1 y pt 2 (2004). Y tras producir a Jesse Malin (ex D-Generation) y colaborar con gente dispar como Beth Orton o Toots & The Maytals, reunió a una nueva banda este año, The Cardinals, con quien ha grabado el doble Cold roses y el recién estrenado Jacksonville City Nights. Son éstos un par de trabajos casi gemelos de country rock más puro (Parsons y la Emmylou Harris de los años setenta y ochenta están más presentes), con guitarras eléctricas silenciosas, densidad en las melodías y un cierto aroma de decadencia. Me decepcionan y aburren un poco estas últimas manifestaciones de Ryan Adams, de quien no me importa que siga siendo un imbécil siempre que tenga dignas sugerencias musicales que ofrecer.
Sí, tengo que admitirlo, aprecio al músico que es Adams, al compositor, más bien, pese a las reservas que despierta una parte de su apresurada producción. Entiendo que le lluevan críticas por su chulesca y patética actitud sobre un escenario (cuando eran los Sex Pistols o son alguna turbia banda de taberna sureña quien actúa de forma parecida entonces a algunos les resultan cachondos), pero a veces el desprecio que se gana por ello nubla sus cualidades musicales. En realidad, yo no tengo muchas ganas de verle algún día en vivo, pero me conformo con que ofrezca buenos discos, como la mayoría de aquellos en los que ha intervenido. Y no son precisamente los últimos. Dos ha publicado este año y se anuncia otro para diciembre.
Punk por naturaleza (su primera banda, The Patty Duke Syndrome, ofrecía noise de quinceañeros y forma parte de un aventura musical insoportable llamada Pink Hearts), el inquieto e inconformista Ryan Adams viene cargando en cambio desde hace media década –y creo que seguirá- con el título de estandarte o impulsor visible del llamado movimiento musical americana o alternate country . La prensa crea etiquetas para definir estilos que no son muchas veces más que leves variaciones de corrientes ya existentes y a Adams le han visto como un alumno tardío de Gram Parsons o Townes Van Zandt. Muchos otros solistas y grupos (Wilco, Lucinda Williams, Stacey Earle, Jay Farrar, Sheryl Crow, Buddy Miller y un largo etcétera menos conocido) que componen country rock, melódico a veces, más áspero otras, aparecen definidos en los medios especializados con semejante distintivo. El caso es que como ‘rockero americano’ Adams ha creado una carrera prolífica e interesante, inestable pero atractiva.
A mediados de los noventa formó parte de Whiskeytown, banda de raíces y carretera, que, como no podía ser de otro modo, se descompuso en medio del caos entre sus componentes, no sin antes dar forma a tres discos, de los cuales el último, Pneumonia, es el más redondo. En el año 2000, junto a sus amigos Gillian Welch y David Rawlings, presentó su álbum de debut, Heartbreaker, sosegado viajes por caminos polvorientos. Le siguió el inmaculado Gold, perfecta combinación de pop y rock, jugosa cocktelera con sabor a Springsteen, los Stones, Van Morrison, James Taylor, Neil Young... cuyo tema New York New York (que por primera vez para mí sonó en el Tribeca) acabó recordándose como oportuna banda sonora post catástrofe 11-S.
A ritmo de disco por año, Adams rebajó intensidad en el más primitivo Demolition (2002), la recobró en el acelerado Rock N Roll (2003) y recuperó sus mundos más introvertidos y calmados en los excelentes Love is Hell pt 1 y pt 2 (2004). Y tras producir a Jesse Malin (ex D-Generation) y colaborar con gente dispar como Beth Orton o Toots & The Maytals, reunió a una nueva banda este año, The Cardinals, con quien ha grabado el doble Cold roses y el recién estrenado Jacksonville City Nights. Son éstos un par de trabajos casi gemelos de country rock más puro (Parsons y la Emmylou Harris de los años setenta y ochenta están más presentes), con guitarras eléctricas silenciosas, densidad en las melodías y un cierto aroma de decadencia. Me decepcionan y aburren un poco estas últimas manifestaciones de Ryan Adams, de quien no me importa que siga siendo un imbécil siempre que tenga dignas sugerencias musicales que ofrecer.
jueves, octubre 13, 2005
SOUNDTRACK 2: ALMOST FAMOUS (CASI FAMOSOS)
(Veo estos días el anuncio de un estreno español en las salas de cine: Sinfín, una historia juvenil sobre la creación de un grupo de rock en España, con Dani Martín, cantante de El Canto del Loco, El Sevilla, líder de los Mojinos Escozíos, y el actor Nancho Novo, además de unos cuantos freaks del reciente cine nacional, como principales reclamos y protagonistas). Dirigen los jóvenes artífices de La fiesta, una película de muy bajo presupuesto que no hace mucho acabó teniendo una decente distribución comercial pero no tan decentes críticas en el momento de su estreno. La historia de este nuevo intento del cine español por atrapar a un público, en este caso joven, más acostumbrado (y casi siempre acertado) a escapar de sus productos me ha hecho recordar un film americano de parecido argumento, bien recibido por la prensa y el público en su día, una película que enseguida se convirtió en una de mis debilidades).
Aunque blanda por momentos, un pelín idílica e inocente en alguna parte y demasiado para todos los públicos, Almost famous (Casi famosos) posee un encanto directo nacido del corazón y los recuerdos de su director, Cameron Crowe, tipo de envidiable adolescencia y juventud que en su película del año 2000 relató parte de las vivencias de aquella edad. Crowe trabajó para la revista musical americana Rolling Stone con apenas 15 años, conoció a numerosos rockeros en los años setenta, a los que hizo entrevistas y de los que narró reportajes. En Casi famosos pinceló aquel tiempo con nostalgia.
Crowe no es otro que el ingenuo reportero con acné embriagado de rock and roll al que su pasión por la música le anima a escribir sobre lo que tanto le gusta y le convierte en reportero musical de la revista más prestigiosa del momento antes de que le salga pelo en los sobacos. En su primer encargo periodístico tendrá que cubrir las andanzas de una banda a lo largo de una gira, en la que conocerá de cerca a alguno de sus músicos e intimará con una de sus chicas, una groupie llamada Penny Lane.
La cultura y las biografías de rock recogen sexo y drogas, orgías y excesos, pero en Casi famosos nadie se desnuda y los porros sólo marean. Faltan también peleas destructivas entre los miembros de una banda, conflictivas actuaciones o sesiones de grabación. El director es consciente de lo que oculta y prefiere dotar a lo que muestra de esa atmósfera inofensiva, quizá como más gratamente se recuerdan las cosas más imperecederas, las que reposan en un paraíso que nunca se pierde.
Casi famosos guarda algún instante maravilloso, como el tema Tiny Dancer de Elton John cantado por casi todos los personajes en el autobús, y también otro inolvidable, de evocadora belleza para quienes amamos tanto la música: una breve sucesión de imágenes encadenadas que nos transporta a aquellos momentos en que descubrimos a una banda o un músico, cuando quisimos tocar un instrumento o convertirnos en rockeros; ése momento en el que el protagonista, aún un crío, descubre los discos de rock de su hermana debajo de la cama, los pincha en su tocadiscos y el Sparks de los Who traslada la acción a la adolescencia del pequeño héroe entre portadas de vinilos y revistas.
Más corrosión y vicios al descubierto presentará próximamente otra película ambientada en el mundo del rock, Stoned, el debut en la dirección del productor inglés Stephen Woolley, que recoge los primeros años de los Rolling Stones y se centra en el guitarrista Brian Jones hasta su trágica muerte ahogado en una piscina.
Aunque blanda por momentos, un pelín idílica e inocente en alguna parte y demasiado para todos los públicos, Almost famous (Casi famosos) posee un encanto directo nacido del corazón y los recuerdos de su director, Cameron Crowe, tipo de envidiable adolescencia y juventud que en su película del año 2000 relató parte de las vivencias de aquella edad. Crowe trabajó para la revista musical americana Rolling Stone con apenas 15 años, conoció a numerosos rockeros en los años setenta, a los que hizo entrevistas y de los que narró reportajes. En Casi famosos pinceló aquel tiempo con nostalgia.
Crowe no es otro que el ingenuo reportero con acné embriagado de rock and roll al que su pasión por la música le anima a escribir sobre lo que tanto le gusta y le convierte en reportero musical de la revista más prestigiosa del momento antes de que le salga pelo en los sobacos. En su primer encargo periodístico tendrá que cubrir las andanzas de una banda a lo largo de una gira, en la que conocerá de cerca a alguno de sus músicos e intimará con una de sus chicas, una groupie llamada Penny Lane.
La cultura y las biografías de rock recogen sexo y drogas, orgías y excesos, pero en Casi famosos nadie se desnuda y los porros sólo marean. Faltan también peleas destructivas entre los miembros de una banda, conflictivas actuaciones o sesiones de grabación. El director es consciente de lo que oculta y prefiere dotar a lo que muestra de esa atmósfera inofensiva, quizá como más gratamente se recuerdan las cosas más imperecederas, las que reposan en un paraíso que nunca se pierde.
Casi famosos guarda algún instante maravilloso, como el tema Tiny Dancer de Elton John cantado por casi todos los personajes en el autobús, y también otro inolvidable, de evocadora belleza para quienes amamos tanto la música: una breve sucesión de imágenes encadenadas que nos transporta a aquellos momentos en que descubrimos a una banda o un músico, cuando quisimos tocar un instrumento o convertirnos en rockeros; ése momento en el que el protagonista, aún un crío, descubre los discos de rock de su hermana debajo de la cama, los pincha en su tocadiscos y el Sparks de los Who traslada la acción a la adolescencia del pequeño héroe entre portadas de vinilos y revistas.
Más corrosión y vicios al descubierto presentará próximamente otra película ambientada en el mundo del rock, Stoned, el debut en la dirección del productor inglés Stephen Woolley, que recoge los primeros años de los Rolling Stones y se centra en el guitarrista Brian Jones hasta su trágica muerte ahogado en una piscina.
martes, octubre 11, 2005
VOLUME ONE 3: DREAMING WIDE AWAKE (LIZZ WRIGHT)
En una de mis diarias visitas al café pub Dublín, en la entrañable plaza de Panaderas, me llamó la atención oír de fondo una apacible versión del tema Old Man, de Neil Young, en la voz sensual de una mujer. A esta le sucedió otra canción igualmente tranquila, modosa, y me hizo pensar que ambos temas pertenecían a los Cowboy Junkies, quienes tienen unas cuantas versiones de Young en su amplio repertorio. Pero al día siguiente, mientras bebía mi café previo al trabajo, volví a escuchar Old Man y le pregunté a Lito, el propietario y camarero del Dublín, de quién se trataba. Lizz Wright, me dijo. A él se la habían descubierto unos días atrás y el disco que ya tenía le había encantado. Y así la descubrí yo.
Bien que me alegro, porque ahora tengo en mis estanterías Dreaming Wide Awake, el segundo álbum de esta preciosa mujer negra de 25 años, nacida en el corazón de Georgia con relajante soul, plácido jazz vocal y susurrante gospel por sus venas. Su vitalidad musical tiene explicación, porque su sangre pertenece también a un padre con vocación musical, pianista de iglesia en su Georgia natal.
Wright, por ello heredera biográfica de viejas reinas como Tina Turner y Aretha Franklin, se presenta en escena, en cambio, como una hermana negra de Diana Krall o una prima cercana de Norah Jones. No sólo la acústica y sabrosa versión de Old Man se disfruta relajadamente en este disco de sonidos y matices limpios, guitarras exquisitas y ritmos hechizantes. Wright compone poco, pero deleita con sugerentes interpretaciones de temas de Ella Jenkins (Wake up little sparrow) o The Youngbloods (Get together) que parecen propios.
Una delicia para sentir en la noche, abrigado de calor humano y junto al fuego de una chimenea.
Nota: 7/10
Bien que me alegro, porque ahora tengo en mis estanterías Dreaming Wide Awake, el segundo álbum de esta preciosa mujer negra de 25 años, nacida en el corazón de Georgia con relajante soul, plácido jazz vocal y susurrante gospel por sus venas. Su vitalidad musical tiene explicación, porque su sangre pertenece también a un padre con vocación musical, pianista de iglesia en su Georgia natal.
Wright, por ello heredera biográfica de viejas reinas como Tina Turner y Aretha Franklin, se presenta en escena, en cambio, como una hermana negra de Diana Krall o una prima cercana de Norah Jones. No sólo la acústica y sabrosa versión de Old Man se disfruta relajadamente en este disco de sonidos y matices limpios, guitarras exquisitas y ritmos hechizantes. Wright compone poco, pero deleita con sugerentes interpretaciones de temas de Ella Jenkins (Wake up little sparrow) o The Youngbloods (Get together) que parecen propios.
Una delicia para sentir en la noche, abrigado de calor humano y junto al fuego de una chimenea.
Nota: 7/10
lunes, octubre 10, 2005
VOLUME TWO 1: DAVID GRAY
Descubrí a David Gray en una película inglesa, El amor de este año (This year’s love), una muy agradable comedia melodramática en torno a seis personajes interrelacionados en el periodo de tres años. En ella sonaban un par de canciones suyas y una de ellas la interpretaba él mismo en el papel de un músico en un pub, hacia el final de la película y en un momento dramático. Al final, uno de los personajes tocaba también en directo uno de esos temas de manera muy emocionante y a la vez liberadora.
Fueron Sail away y Shine las canciones que me hicieron comprar White ladder, el cuarto álbum de David Gray, con fecha de 1998, un trabajo muy premiado por entonces y a la postre muy vendido en Inglaterra e Irlanda, con el que el músico empezó a oírse en las emisoras y a alcanzar notoriedad y que incluía su gran éxito Babylon, uno de los temas por el que siempre será recordado. Desde entonces seguí los pasos de este artista, nacido en Manchester aunque criado en el País de Gales. Conseguí dos discos posteriores (A new day at midnight y Life in slow motion) y el anterior (Sell, sell, sell), además de una recopilación de singles (The EP’s 92-94) en la que figuran canciones de sus dos primeros discos, que aún no he podido escuchar por separado.
Cuanto ha caído en mis manos del material musical de David Gray no ha hecho sino lograr que mi admiración por él crezca. En su música flota una emoción natural y cristalina y su voz acogedora cobra por momentos fuertes arrebatos que resaltan el dramatismo o el entusiasmo de las canciones. Por ellas se asoman instantes de Nick Drake o de Van Morrison y a Gray se le puede emparentar con un sucesor igualmente emotivo como es Damien Rice.
Multiinstrumentista en cada uno de sus discos, mucho más acústico que eléctrico, ha grabado y producido con un grupo pequeño de músicos cercanos en casi todos ellos, pero en su último trabajo, Life in slow motion, ha añadido colaboradores y se ha dejado guiar por Marius de Vries, productor con Madonna, David Bowie y U2 entre varios, para ganar intensidad (Nos Da Cariad, Hospital food), pasión (Alibi, Slow motion) e incluso recordar en algunos giros, acordes e in crescendos (The one I love) al Bruce Springsteen de canciones recientes como Lonesome day o algo más lejanas como Tunnel of love.
Su último disco me parece sensacional, pero para quien sienta curiosidad por conocer la obra de Gray le aconsejo el imprescindible White Ladder y la recopilación de temas de los primeros años noventa (The EP’s 92-94), donde podrá encontrar y disfrutar de la arrebatadora canción Shine.
Fueron Sail away y Shine las canciones que me hicieron comprar White ladder, el cuarto álbum de David Gray, con fecha de 1998, un trabajo muy premiado por entonces y a la postre muy vendido en Inglaterra e Irlanda, con el que el músico empezó a oírse en las emisoras y a alcanzar notoriedad y que incluía su gran éxito Babylon, uno de los temas por el que siempre será recordado. Desde entonces seguí los pasos de este artista, nacido en Manchester aunque criado en el País de Gales. Conseguí dos discos posteriores (A new day at midnight y Life in slow motion) y el anterior (Sell, sell, sell), además de una recopilación de singles (The EP’s 92-94) en la que figuran canciones de sus dos primeros discos, que aún no he podido escuchar por separado.
Cuanto ha caído en mis manos del material musical de David Gray no ha hecho sino lograr que mi admiración por él crezca. En su música flota una emoción natural y cristalina y su voz acogedora cobra por momentos fuertes arrebatos que resaltan el dramatismo o el entusiasmo de las canciones. Por ellas se asoman instantes de Nick Drake o de Van Morrison y a Gray se le puede emparentar con un sucesor igualmente emotivo como es Damien Rice.
Multiinstrumentista en cada uno de sus discos, mucho más acústico que eléctrico, ha grabado y producido con un grupo pequeño de músicos cercanos en casi todos ellos, pero en su último trabajo, Life in slow motion, ha añadido colaboradores y se ha dejado guiar por Marius de Vries, productor con Madonna, David Bowie y U2 entre varios, para ganar intensidad (Nos Da Cariad, Hospital food), pasión (Alibi, Slow motion) e incluso recordar en algunos giros, acordes e in crescendos (The one I love) al Bruce Springsteen de canciones recientes como Lonesome day o algo más lejanas como Tunnel of love.
Su último disco me parece sensacional, pero para quien sienta curiosidad por conocer la obra de Gray le aconsejo el imprescindible White Ladder y la recopilación de temas de los primeros años noventa (The EP’s 92-94), donde podrá encontrar y disfrutar de la arrebatadora canción Shine.
sábado, octubre 08, 2005
VOLUME ONE 2: PRAIRIE WIND (NEIL YOUNG)
Por soleadas praderas, áridas llanuras, poblaciones familiares, caóticas ciudades... En noches cálidas, mañanas heladas, inviernos despiadados, veranos bochornosos... Por paisajes y momentos de todo color y sentimiento ha transitado en casi cuarenta años de carrera la música y canciones de Neil Young, de forma coherente a veces, caprichosa las más, aunque siempre acorde con las emociones del autor. El ‘caballo loco’ canadiense ha vuelto apaciguado al estudio en 2005 y tras la densa adrenalina que sirvió en Greendale rescata ahora gran parte de la sosegada atmósfera que bañaba Harvest moon (1992) y la extiende en su nuevo álbum, un tercer capítulo de la especie de trilogía campestre iniciada en 1972 con el disco Harvest (aunque tanto Old ways como Silver and gold servirían como capítulos adicionales).
Los diez cortes de este Prairie wind recorren la montaña y el campo con la frescura de un viento solitario, destilan melancolía y añoranza, retoman retazos de otras composiciones de Neil Young (This old guitar) pero también aportan matices enriquecedores (la emotiva utilización de instrumentos de cuerda que tiene It’s a dream) a una carrera musical que poco más va a sorprender (ni necesita) a estas alturas, pero que confirman a Young como ese genio siempre único y aún hábil y creativo capaz de regalar un par de canciones sublimes como la que da título al disco y sirve además de tributo al fallecido padre del autor, y la más vigorosa No wonder.
(Credits:
Una vez más demuestra Neil Young que no hay nada tan satisfactorio para un músico como contar con buenos amigos. Después de haber girado y tocado con Crazy Horse, Booker T & The MG’s, Crosby Stills & Nash, Pearl Jam, Jack Nietzsche, Linda Ronstadt, Jim Keltner y un largo etcétera, para su Prairie Wind recupera al Stray Gator Ben Keith y Spooner Oldham, presentes ambos en Harvest Moon –el primero también en Harvest- y se reencuentra con socios de décadas pasadas (Rick Rosas y Chad Cromwell), además de con la reina y madrina country Emmylou Harris, quien le presta su celestial voz para tres canciones.)
Nota: 8/10
Los diez cortes de este Prairie wind recorren la montaña y el campo con la frescura de un viento solitario, destilan melancolía y añoranza, retoman retazos de otras composiciones de Neil Young (This old guitar) pero también aportan matices enriquecedores (la emotiva utilización de instrumentos de cuerda que tiene It’s a dream) a una carrera musical que poco más va a sorprender (ni necesita) a estas alturas, pero que confirman a Young como ese genio siempre único y aún hábil y creativo capaz de regalar un par de canciones sublimes como la que da título al disco y sirve además de tributo al fallecido padre del autor, y la más vigorosa No wonder.
(Credits:
Una vez más demuestra Neil Young que no hay nada tan satisfactorio para un músico como contar con buenos amigos. Después de haber girado y tocado con Crazy Horse, Booker T & The MG’s, Crosby Stills & Nash, Pearl Jam, Jack Nietzsche, Linda Ronstadt, Jim Keltner y un largo etcétera, para su Prairie Wind recupera al Stray Gator Ben Keith y Spooner Oldham, presentes ambos en Harvest Moon –el primero también en Harvest- y se reencuentra con socios de décadas pasadas (Rick Rosas y Chad Cromwell), además de con la reina y madrina country Emmylou Harris, quien le presta su celestial voz para tres canciones.)
Nota: 8/10
jueves, octubre 06, 2005
GREATEST HITS 1: ALMOST CUT MY HAIR (CPR / DAVID CROSBY)
Si hubiera que reunir en una banda sonora una selección de grandes canciones del Tribeca, clásicos y no tan clásicos que cada semana tienen sus minutos de lucimiento entre las paredes del local, no faltarían infinidad de temas que los habituales del lugar o grupos de amigos y amigas cantan al unísono entre abrazos y escorzos corporales como si atacasen a una invisible guitarra, aunque sólo sepan de memoria unas cuantas frases o acaso el estribillo. Son incontables los instantes de éxtasis musical que los buenos clientes del Tribeca viven de miércoles a sábado al ritmo y sonido de himnos de las bandas y los músicos más inmortales de la historia. Pero también adquieren la categoría de clásicos del Tribeca otro grupo de canciones memorables pero menos recordadas o poco conocidas que en momentos especiales el bueno de José Luis decide rescatar desde su esquina llena de discos.
Como un sensacional tema que David Crosby compuso en 1970 y Crosby, Stills, Nash & Young incluyeron en su conocido álbum Déjà Vu, Almost cut my hair. En el Tribeca, en cambio, es más frecuente, y quizá más emocionante, escuchar la versión en directo que el grupo CPR interpreta como colofón a su disco en directo de 1999 Live at the Wiltern. El propio Crosby es la C de CPR, completada a la guitarra por Jeff Pevar y en los teclados por James Raymond.
Salido de los Byrds y recién entrado en CSNY, Crosby, rebelde, peligroso, autodestructivo pero entrañable, no quiso “cortarse el pelo” sino defender su imagen frente a la corrección preestablecida. Por eso recita en una estrofa que “casi llegó a cortarse el cabello” porque sufría la “paranoia de mirarse al espejo y ver llegar a un coche de policía”.
Vivió Crosby en el filo las décadas siguientes, flirteando con el otro lado de la mano del alcohol y las drogas, pero sigue (a duras penas) en el bando de los vivos. Llegó fresco al Teatro Wiltern de Los Ángeles para cerrar aquella actuación de 1999 con una purificadora versión de Almost cut my hair. En casi siete minutos y medio David el gordinflón y los suyos parecen rebelarse aún contra el paso del tiempo, defender unos ideales frente al ‘establishment’, por eso la canción alcanza un clímax final sublime, una vez concluido el lucimiento guitarrero, con un desgarrado y rabioso grito sostenido del viejo Crosby, una roca bien pesada aún con el cabello largo.
Como un sensacional tema que David Crosby compuso en 1970 y Crosby, Stills, Nash & Young incluyeron en su conocido álbum Déjà Vu, Almost cut my hair. En el Tribeca, en cambio, es más frecuente, y quizá más emocionante, escuchar la versión en directo que el grupo CPR interpreta como colofón a su disco en directo de 1999 Live at the Wiltern. El propio Crosby es la C de CPR, completada a la guitarra por Jeff Pevar y en los teclados por James Raymond.
Salido de los Byrds y recién entrado en CSNY, Crosby, rebelde, peligroso, autodestructivo pero entrañable, no quiso “cortarse el pelo” sino defender su imagen frente a la corrección preestablecida. Por eso recita en una estrofa que “casi llegó a cortarse el cabello” porque sufría la “paranoia de mirarse al espejo y ver llegar a un coche de policía”.
Vivió Crosby en el filo las décadas siguientes, flirteando con el otro lado de la mano del alcohol y las drogas, pero sigue (a duras penas) en el bando de los vivos. Llegó fresco al Teatro Wiltern de Los Ángeles para cerrar aquella actuación de 1999 con una purificadora versión de Almost cut my hair. En casi siete minutos y medio David el gordinflón y los suyos parecen rebelarse aún contra el paso del tiempo, defender unos ideales frente al ‘establishment’, por eso la canción alcanza un clímax final sublime, una vez concluido el lucimiento guitarrero, con un desgarrado y rabioso grito sostenido del viejo Crosby, una roca bien pesada aún con el cabello largo.
miércoles, octubre 05, 2005
VOLUME ONE 1: A BIGGER BANG (THE ROLLING STONES)
La sensación más grata que produce el último ‘gran porrazo’ de los Rolling Stones no es otra que aplaudir, para empezar, que un cuarteto de arrugados rockeros con más de sesenta años encima sigan creando buenas canciones. ¿Que si es A Bigger Bang el mejor disco de los Stones en veinte años?, ¿el mejor desde Exile on Main Street (1972)? Pocos temas originales encuentro desde Dirty Work que estén a la altura de los que reúne su nuevo disco (un par en Voodoo Lounge, otro par en Bridges to Babylon). Bueno, después de Exile, llegaron los gloriosos Goats Head Soup e It’s only rock n roll. ¡Y qué más da!
Más de cuarenta años después de sus primeros álbumes, de sus homenajes iniciales al blues rural, todavía hay blues de campo, de paisajes del Mississippi en su nuevo trabajo (Back of my hand). Y como de un repaso a su carrera se tratara, fluye por la obra más reciente de Jagger, Richards, Wood y Watts un guiño a cada gran disco del pasado: un poco de funk sofisticado (Rain fall down, Infamy), chispazos guitarreros marca de la casa (Rough justice, Dangerous beauty); medios tiempos elegantes tanto del gusto de Jagger (Biggest mistake, Laugh I nearly died)... Todo ello y cuanto más hay, incluso el par de piezas de rigor cantadas por Richards (lo más flojo del conjunto), suena limpio y poderoso al mismo tiempo, despierto como están aún los Rolling Stones tanto tiempo después.
¿Han vuelto a hacer los Stones el disco de siempre? Pregunto yo, ¿podemos pedirles algo nuevo después de cuarenta y tantos años y más de una treintena de discos? No le pido más a Jagger mientras su voz se conserve tan gamberra como seductora, ni a Richards mientras levante su pierna izquierda en directo para pinzar las cuerdas con su mano derecha, agitando a un lado y a otro su cabello indomable y la sonrisa de un diablo.
Nota: 8/10
Más de cuarenta años después de sus primeros álbumes, de sus homenajes iniciales al blues rural, todavía hay blues de campo, de paisajes del Mississippi en su nuevo trabajo (Back of my hand). Y como de un repaso a su carrera se tratara, fluye por la obra más reciente de Jagger, Richards, Wood y Watts un guiño a cada gran disco del pasado: un poco de funk sofisticado (Rain fall down, Infamy), chispazos guitarreros marca de la casa (Rough justice, Dangerous beauty); medios tiempos elegantes tanto del gusto de Jagger (Biggest mistake, Laugh I nearly died)... Todo ello y cuanto más hay, incluso el par de piezas de rigor cantadas por Richards (lo más flojo del conjunto), suena limpio y poderoso al mismo tiempo, despierto como están aún los Rolling Stones tanto tiempo después.
¿Han vuelto a hacer los Stones el disco de siempre? Pregunto yo, ¿podemos pedirles algo nuevo después de cuarenta y tantos años y más de una treintena de discos? No le pido más a Jagger mientras su voz se conserve tan gamberra como seductora, ni a Richards mientras levante su pierna izquierda en directo para pinzar las cuerdas con su mano derecha, agitando a un lado y a otro su cabello indomable y la sonrisa de un diablo.
Nota: 8/10
SOUNDTRACK 1: HIGH FIDELITY (ALTA FIDELIDAD)
Música y cine. Cine y música. Dos hermosas pasiones. Las de tantos... las mías también. Y una historia de amor (como tantas), que el melómano escritor y periodista británico Nick Hornby construyó en las páginas de "Alta fidelidad" y su paisano Stephen Frears trasladó en 2000 a la pantalla. La música de la vida.
“Dime las 10 mejores canciones sobre la muerte”, o “las diez mejores canciones sobre las rupturas de pareja”. En ellas piensan John Cusack y su estrambótica pareja de empleados en Championship Vinyl, la entrañable y generosa tienda de discos donde sus vidas avanzan, a veces hacia ninguna parte, donde la música abriga sus apuros e indecisiones y sirve de banda sonora para sus vivencias. Cusack mira al pasado cuando se le tuerce el presente y su novia le aparta de su vida. Le invade la crisis del fracaso y repasa las relaciones sentimentales más relevantes que ha tenido; con su recuerdo trata de descubrir en qué ha fallado, pretende, sin convicción, recuperar alguna, pero no puede desatarse de la cuerda con que su novia herida y huida le ha atrapado.
En diálogo con la cámara Cusack saca de sus muebles la bien extensa colección de vinilos que guarda y convierte en rito la grabación de una cinta, pero una cinta para ella o para cualquier chica, una selección de canciones con que declararse, regalarle halagos o mismo desnudar su alma. Como todos quienes invertimos una o más largas tardes en darle un orden y un estilo a un cassette grabado para seducir o conquistar a una chica.
Frears cabalga entre las modestas producciones británicas (más frescas y cercanas) y los algo más ambiciosos (y académicos) trabajos en Estados Unidos. Le falta su marca de la casa, matices que definan su curiosa y variada obra, pero integra con soltura al público en la familiaridad irlandesa que se respira en Café irlandés y en la atmósfera capriana que baña toda la divertida Héroe por accidente, trabajos estelares, junto con Alta fidelidad (comedia de la vida, comedia del amor), de su siempre sugerente filmografía.
High Fidelity, la banda sonora, rescata poco soul del que transcurre por buena parte de las páginas de Hornby y toma otros caminos musicales, en los que por fortuna no falta Bob Dylan y su extraordinaria Most of the time (una de tantas joyas del Oh Mercy) o un par de piezas de la Velvet Underground. Se perdona que falte Solomon Burke, tan presente en el libro, y se agradece descubrir en una versión del Let's get it on de Marvin Gaye la cálida voz del sorprendente Jack Black, elegante soulman de celuloide antes de reiterar payasadas dentro o fuera de la banda Tenacious D.
Desciende la aguja y deja hablar al vinilo, mejor en alta fidelidad.
“Dime las 10 mejores canciones sobre la muerte”, o “las diez mejores canciones sobre las rupturas de pareja”. En ellas piensan John Cusack y su estrambótica pareja de empleados en Championship Vinyl, la entrañable y generosa tienda de discos donde sus vidas avanzan, a veces hacia ninguna parte, donde la música abriga sus apuros e indecisiones y sirve de banda sonora para sus vivencias. Cusack mira al pasado cuando se le tuerce el presente y su novia le aparta de su vida. Le invade la crisis del fracaso y repasa las relaciones sentimentales más relevantes que ha tenido; con su recuerdo trata de descubrir en qué ha fallado, pretende, sin convicción, recuperar alguna, pero no puede desatarse de la cuerda con que su novia herida y huida le ha atrapado.
En diálogo con la cámara Cusack saca de sus muebles la bien extensa colección de vinilos que guarda y convierte en rito la grabación de una cinta, pero una cinta para ella o para cualquier chica, una selección de canciones con que declararse, regalarle halagos o mismo desnudar su alma. Como todos quienes invertimos una o más largas tardes en darle un orden y un estilo a un cassette grabado para seducir o conquistar a una chica.
Frears cabalga entre las modestas producciones británicas (más frescas y cercanas) y los algo más ambiciosos (y académicos) trabajos en Estados Unidos. Le falta su marca de la casa, matices que definan su curiosa y variada obra, pero integra con soltura al público en la familiaridad irlandesa que se respira en Café irlandés y en la atmósfera capriana que baña toda la divertida Héroe por accidente, trabajos estelares, junto con Alta fidelidad (comedia de la vida, comedia del amor), de su siempre sugerente filmografía.
High Fidelity, la banda sonora, rescata poco soul del que transcurre por buena parte de las páginas de Hornby y toma otros caminos musicales, en los que por fortuna no falta Bob Dylan y su extraordinaria Most of the time (una de tantas joyas del Oh Mercy) o un par de piezas de la Velvet Underground. Se perdona que falte Solomon Burke, tan presente en el libro, y se agradece descubrir en una versión del Let's get it on de Marvin Gaye la cálida voz del sorprendente Jack Black, elegante soulman de celuloide antes de reiterar payasadas dentro o fuera de la banda Tenacious D.
Desciende la aguja y deja hablar al vinilo, mejor en alta fidelidad.
martes, octubre 04, 2005
TRIBECA. EL ORIGEN
Cuesta recordar a veces cuando fue la primera vez. Mi amigo Red Stovall fue quien primero me habló del Tribeca. Sólo antes sabía que Tribeca es un barrio de Manhattan en el que vive Robert De Niro, quien impulsa un festival de cine allí mismo, en Nueva York. Red me recomendó el lugar y me acerqué unos días más tarde. Me habló de buena música rock y de un camarero y propietario muy agradable, José Luis, con una enorme discografía bien visible en el local y extensos conocimientos musicales.
Supongo que lo primero que le dije fue que me sirviera algo, claro. Sentado ante mi copa y en compañía de un amigo presté atención a la música. Ojalá me acordase de qué amigo fue, de la copa que pedí y de aquella primera canción. Debería recordarlo. Sospecho que fue un tema de Travis, no estoy seguro, cuyo disco The Man Who José Luis acercó a mis manos esa misma noche para que le echara un vistazo. Así me enteré de que había una banda escocesa llamada Travis. Fue aquel uno de tantos y tantos descubrimientos que el Tribeca y José Luis me han regalado (aunque Travis nunca me entusiasmaran).
Fui cayendo más noches por el local, casi siempre los jueves, día en el que las charlas sobre música se convertían en variadas tertulias de conocidos, más tarde amigos, con José Luis siempre como una especie de maestro al que escuchar. El jazz y el blues fueron viajes primerizos; nos ayudaba que hubiera menos clientes el jueves para poder charlar mejor y acabar escuchando las primeras canciones de Tom Waits. Después hubo excursiones sonoras a la música de cine y a medida que las visitas se hicieron más frecuentes saltamos al funk, al soul, al reggae... Cada noche, cada viaje, el rock and roll nunca dejó de acompañarnos, un jueves tranquilo también o el fin de semana agitado, más ruidoso pero igualmente apropiado para buenos amantes del rock que a menudo se acercaban a la esquina para hacer una petición musical.
El Tribeca se fue convirtiendo en algo así como nuestra iglesia a la que acudíamos semanalmente siempre que nuestra agenda nos lo permitía para asistir a las ceremonias musicales. José Luis, desde el púlpito del otro lado de la barra, siempre junto a sus discos amontonados en un rincón, nos dio a descubrir bandas de segunda fila o solistas olvidados, pero siempre hubo tiempo para los clásicos, para las canciones y los artistas de la historia, de nuestra historia; para las películas de ahora y de siempre o para las cosas de nuestras vidas, en definitiva. Hablaba y se recreaba en anécdotas que conocía para servirnos información y hacernos saber sus opiniones. Le escuchábamos atentamente y compartíamos valoraciones entre copa y copa, entre cerveza y cerveza o refresco y refresco. Y muchas veces le pedíamos prestado un disco, si no era él quien nos lo ponía antes en las manos para que nos lo lleváramos unos días a casa.
... seguimos disfrutando de nuestras TRIBECA SESSIONS.
Supongo que lo primero que le dije fue que me sirviera algo, claro. Sentado ante mi copa y en compañía de un amigo presté atención a la música. Ojalá me acordase de qué amigo fue, de la copa que pedí y de aquella primera canción. Debería recordarlo. Sospecho que fue un tema de Travis, no estoy seguro, cuyo disco The Man Who José Luis acercó a mis manos esa misma noche para que le echara un vistazo. Así me enteré de que había una banda escocesa llamada Travis. Fue aquel uno de tantos y tantos descubrimientos que el Tribeca y José Luis me han regalado (aunque Travis nunca me entusiasmaran).
Fui cayendo más noches por el local, casi siempre los jueves, día en el que las charlas sobre música se convertían en variadas tertulias de conocidos, más tarde amigos, con José Luis siempre como una especie de maestro al que escuchar. El jazz y el blues fueron viajes primerizos; nos ayudaba que hubiera menos clientes el jueves para poder charlar mejor y acabar escuchando las primeras canciones de Tom Waits. Después hubo excursiones sonoras a la música de cine y a medida que las visitas se hicieron más frecuentes saltamos al funk, al soul, al reggae... Cada noche, cada viaje, el rock and roll nunca dejó de acompañarnos, un jueves tranquilo también o el fin de semana agitado, más ruidoso pero igualmente apropiado para buenos amantes del rock que a menudo se acercaban a la esquina para hacer una petición musical.
El Tribeca se fue convirtiendo en algo así como nuestra iglesia a la que acudíamos semanalmente siempre que nuestra agenda nos lo permitía para asistir a las ceremonias musicales. José Luis, desde el púlpito del otro lado de la barra, siempre junto a sus discos amontonados en un rincón, nos dio a descubrir bandas de segunda fila o solistas olvidados, pero siempre hubo tiempo para los clásicos, para las canciones y los artistas de la historia, de nuestra historia; para las películas de ahora y de siempre o para las cosas de nuestras vidas, en definitiva. Hablaba y se recreaba en anécdotas que conocía para servirnos información y hacernos saber sus opiniones. Le escuchábamos atentamente y compartíamos valoraciones entre copa y copa, entre cerveza y cerveza o refresco y refresco. Y muchas veces le pedíamos prestado un disco, si no era él quien nos lo ponía antes en las manos para que nos lo lleváramos unos días a casa.
Así hasta ahora durante seis de los siete años que el local lleva en pie...
... seguimos disfrutando de nuestras TRIBECA SESSIONS.
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