El
titular que mejor refleja lo que te encuentras en el regreso de las
vidas de aquella escoria de Edimburgo en T2 Trainspotting es
“Sobredosis de nostalgia”, que encabeza este artículo en La
Opinión de A Coruña. No puedo estar más de acuerdo. Dos horas y un
intervalo de veinte años provocan esa añoranza revoltosa que empapa
los recuerdos que combustionan bajo la losa inevitable del tiempo.
Danny Boyle y su equipo juegan y ganan.
Es una nostalgia de ambiguas
sensaciones la que fluye como una montaña rusa por el organismo de
esta película. Sus ‘héroes’ añoran una juventud insana y
frenética agitada por la heroína y la violencia después de haber
pasado por una madurez de amargura, fracaso y frustración. Cualquier
estímulo de un pasado condenado a la perdición fue siempre mejor
que un presente de emociones frías y efímeras, un tiempo que mira a
un futuro nublado donde pueda asomar aún una tabla de salvación.
Renton vuelve a casa al romperse la estabilidad física y emocional
de su exilio. Spud se acerca al precipicio al no ser capaz de
desengancharse. Sick Boy maltrata un negocio a pique y organiza
chantajes de poca monta. Y Begbie, bueno, este animal antisocial,
fugitivo de las rejas y hambriento de venganza, no está hecho para
el trato humano.
Tres momentos, tres detalles
hermosos en mi opinión, reflejan de manera distinta esa nostalgia
innata a los mortales. Renton y su padre sentados en la mesa de la
cocina con su madre ausente, pero con su sombra en la pared; Spud en
la calle en donde 20 años antes él y Renton huían a la carrera de
dos policías; Renton poniendo el vinilo de Iggy Pop cuya canción
Lust for life suena al comienzo del film de 1996 y retirando la aguja
al instante de sonar la música… un viaje fugaz al pasado del que
el personaje no está convencido de hacer.
Mientras
dura todo, se trata de elegir. De elegir vida y todo lo demás, si es
posible la que mejor convenga.
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