Hay
un montón de discos de Van Morrison que son ni fu ni fa. La
mayoría se grabaron en las décadas de los ochenta y noventa, en los
que prácticamente se metió en el estudio cada año. Aunque en esos
veinte años sobresale algún álbum notable, son más los flojos,
obras en general desaboridas pese a que contienen algún que otro
buen tema. Pero quienes nos encanta abrir de vez en cuando los
plásticos del norirlandés, hacerlos rodar y perdernos en sus
canciones cristalinas y intemporales le perdonamos sus etapas
mediocres. No le toleramos a otros que se bloqueen en comodidades o
repeticiones, es cierto, y en cambio con Morrison se nos da por
indultarlo. Hymns to the silence (1991), un disco que me ha traído
la venta online porque nunca, nunca, lo he visto en ninguna tienda,
no es de los más desafortunados de ese periodo gris; supera el
aprobado pese a su excesiva extensión, los 75 minutos para un disco
doble en el que el músico de Belfast se pasea por las calles de
su añoranza a ritmo de
pop, blues, jazz,
góspel y música celta.
Elegante, emotivo,
aunque denso, con un tema, Take me back, con el que nos derretimos en
el resuello de nuestro pasado.
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