Volver hoy a
Trainspotting (un film que no creo que hubiera rescatado si Danny Boyle no
hubiera contado las vidas de los personajes de Irvine Welsh veinte años después
de llevarlas a la pantalla) ha conseguido que me atraiga saber con interés qué incierto
destino le esperaba a sus yonquis y sus amigos. Hace veinte años, si estabas
puesto en cine (como yo estaba, bastante más que ahora), leías que todo el mundo
hablaba de aquella película: heroinómanos en Edimburgo sin futuro ni esperanza,
chutes, sordidez, colocones, violencia… una pasada. Me gustó, me reí, me
agobié. Nada más. Y ahí quedó Trainspotting, con recuerdos vagos sobre
brutalidad y escatología: Begbie (Robert Carlyle) lanzando una jarra de cerveza
desde arriba sobre los clientes de un pub, Renton (Ewan McGregor) huyendo de
los policías por Princess Street, Spud (Ewen Bremmer) y su mierda sobre los
rostros de la familia de su novia a la hora del desayuno, el peor retrete de Escocia.
Ver hoy
Trainspotting ya no me hizo tanta gracia. Pero quizá la juzgo como mejor película
de lo que entonces creí que era (sin compararla en ningún momento con una
novela que no he leído). En el fondo, bajo la agilidad de su puesta en escena y
la eficaz dirección de Boyle al mostrar los delirios que la heroína crea en sus
adictos y las horribles consecuencias que puede llegar a provocar, el film
ofrece, entre cuelgues y sexo y su feo acento escocés, una pesimista visión sobre la inadaptación. Su
final, con Renton traicionando a sus amigos y dirigiéndose hacia la cámara
hasta desenfocarse, convierte al personaje principal en el único que en verdad quiere
huir de las cadenas de la droga y la delincuencia para adaptarse a una triste vida
convencional de hipotecas, barbacoas y televisión en el salón de la que reniega
desde el primer minuto, cuando encuentra en la droga el consuelo a su nihilismo.
Sí, quiero
ver qué ha pasado veinte años después.
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