Muchas
veces me pregunto si la música es sencilla o complicada, si hacer
música es tan fácil o tan difícil como (según
cuándo)
parece. No lo sé. Los músicos que de verdad me llenan (los que me
revuelven y me poseen, los que hacen que siga escuchando música
todos los días en busca de emociones nuevas) son aquellos a los que
llamamos inclasificables, a los que cambiamos el apellido de
un disco para otro o no
logramos
saber cuál le corresponde. Me
encanta esa indefinición.
De
esto hablamos anoche tras la actuación de Bill Callahan en el
Auditorio de Ferrol. Luis, Moro y Dufresne estaban a mi lado.
Disfrutamos mucho, envueltos todos como estábamos en una
bruma de sonidos que
parecía fluir de la naturaleza,
en atmósferas de ensueño que sentíamos
irreales. Más allá de
los géneros, palpables
unos y resbaladizos
otros, obra
de ARTISTAS en sí
mismos.
Siento
las canciones de Bill Callahan alumbradas en la orilla de un río o
en la cúspide de una montaña, o escondidas en la frondosidad de un
bosque, bajo las estrellas, sin frío ni brisa. Bill recurre a la
naturaleza en sus letras, y de su música reciente (Apocalypse, Dream
river, aunque han pasado ya unos años) vuelan los aromas y las
sensaciones de esos escenarios, con solo una guitarra acústica y los
acordes y efectos de sonido que los pedales y las manos extraen de
una cálida Gibson del cuello de Matt Kinsey, con una armónica ocasional y la voz grave de
Bill que parece recitar un verso hablado de reveladora hondura.
Su
actuación de anoche fue extraordinaria, de convulsión íntima,
escalofrío. De esos dos discos sonaron sublimes Spring, Ride my
arrow, America! y Riding for the feeling. La música fácil, o
difícil, apasionante, arrebatadoramente hermosa.