Lunes, seis
de la tarde. Día del espectador. Yo, la única persona en una sala de 400
butacas donde proyectan la última película de Steven Spielberg. Madrugada del
sábado al domingo. Yo, el único espectador en una sala de 300 butacas que
proyecta, un día después de su estreno, el último film de Roman Polanski. Ya no
hay tirón. O no hay interés ni ganas. Hace unos años, y unas décadas también,
hacíamos cola para entrar a ver una película de Spielberg, y el bar del cine
calentaba palomitas continuamente y servía bebidas; no llegábamos a tanto por la
de Polanski, pero la sala tenía una aceptable entrada y te veías con asiduos al
cine o conocidos y escuchábamos opiniones y nos sumábamos a alguna charla para compartir
críticas. No nos sentíamos unos tipos raros por pasar unas horas encerrados en una sala oscura iluminada por una pantalla; ahora somos el único asiento ocupado de la misma sala.
Los contrastes entre el antes y el ahora a veces llenan la nostalgia de pesar y nos distancian de un tiempo que hoy ha dejado de tener encanto. Las salas de cine son un lugar en el que tengo estas sensaciones. No solo cambiamos nosotros: nosotros cambiamos porque las costumbres y usos dejan de ser los que eran o se pierden. Y causa tristeza que asumamos algunos cambios como inevitables.
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