Sufrir o reír, revolverme de angustia o desarmarme a carcajadas en el asiento. Así me gusta digerir una serie de televisión, así se ganan mi fidelidad. Con Ozark lo paso muy bien con lo mal que lo pasan sus protagonistas principales y con el ritmo asfixiante con que la intriga avanza. Poco margen para la bondad y la decencia hay en esta serie de Netflix en la que los aparentemente buenos tratan de salvar el pellejo por las fechorías que han cometido y los descaradamente malos explotan salvajemente, sin piedad, su brutalidad.
Sur de Missouri.
La meseta laberíntica de los Ozark, con sus lagos, montes y desfiladeros,
parece el lugar ideal para huir de la vorágine de la ciudad y evadirse solo o
con la familia. Según. Allí, con su mujer adúltera y sus hijos, se esconde
Marty Byrde, un asesor financiero de Chicago que tendrá que blanquear millones de
dólares de un sanguinario cartel mexicano de la droga en tres meses si quiere
seguir con vida. Lo que en principio cree un refugio tranquilo, pronto se revela
como un lugar siniestro poblado de ambiciosos y patéticos garrulos y controlado
por una desalmada familia de criminales. La vida de Marty, perseguido o presionado
por los narcos, los paletos y un obsesivo agente del FBI, pende de un fino hilo
al comienzo de la serie; con cada episodio, pese a salir con habilidad o por los pelos
de los peores apuros, parece caer más hacia el abismo.
Ozark brilla
en su detallista guión y en el solvente reparto, con un comedido Jason Bateman
a la cabeza, firmante además de cuatro (los dos primeros y los dos últimos) de
los diez episodios, y un sorprendente Peter Mullan que transforme su oxidado acento
escocés en la terrorífica habla del profundo y sórdido USA. Cuán bajo cae la
humanidad.
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