Más
de 40 años de carrera visten a John Mellencamp. Una fila por detrás
de autores mayúsculos como Springsteen o Petty (se aceptan sanas
discrepancias), Mellencamp es otro de esos músicos puramente
americanos de los que se puede uno fiar, sin apenas manchas en su
historial, firmante de canciones poderosas y álbumes compactos. Uno
mira en sus archivos y encuentra bien alineados en el estante un buen
lote de discos de los más de veinte que suma John Cougar Mellencamp
de los que echar mano de vez en cuando (Scarecrow, The lonesome
jubilee o Human wheels hasta los primeros noventa; Freedom's Road o
Life death love and freedom en el siglo presente). Podría aumentar
el grupo de obras en la estantería, quizá, si le damos entrada a
Sad clowns & hillbillies (2017), un álbum en colaboración con
Carlene Carter, el primero producido por el músico, que sin
devolverlo a sus etapas más brillantes, en su distinguida veteranía
se disfruta reposadamente.
Volvemos
atrás un momento a las marcas sobre el asfalto que ha dejado
Mellencamp, ambicioso veinteañero con mala suerte cuando peleaba por
hacerse un nombre entre tantos músicos de perfil castizo y
combativo; un tipo a tener en cuenta nada más saborear el éxito
(hablamos de American fool en 1982) y hacer brillar las letras de su
nombre en los carteles de los conciertos. Un disco tras otro,
Mellencamp (ya sin Cougar en el apellido) ha lucido un cómodo
estatus entre los rockeros norteamericanos de raíz. Le ha faltado
quizá el riesgo al que se han atrevido generaciones mayores (y,
desde luego, menores), desapegarse un poco de su esencia hogareña
para demostrar que por pastar en otros prados no iba a sentirse
desplazado e iba a salir airoso. Sad clowns… añade a su bagaje
otro digno capítulo.
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