Bob
Dylan. Ese señor mayor debajo de un sombrero, planchado en un traje
oscuro apoyado en el pie del micrófono sin saber muy bien cómo moverse en los pasos que separan el
piano ante el que se sienta del centro del escenario. Ese hombre gris
y distante que rumia sabias palabras y moldea los versos de distintas
maneras para exprimir emoción de sus canciones. Esa presencia mítica
y mística que esculpe a su estilo irrepetible una entidad de otro
mundo, de otra dimensión.
Ocho mil personas en el Oslo Spektrum de la capital noruega. El concierto fue la excusa para el viaje, celebrada pausa vacacional, medicina en la mejor de las compañías y primeriza ante la música en vivo del autor. Tercer concierto de la primera gira después del Nobel y tras la doble cita inicial en Estocolmo. Excelente. Notable alto.
Piensas que ya no, que ya no es como antes, que los standards del cancionero americano te alejan de Dylan, pero no. Cuando los encaja y los abraza con su voz cansada entre su repertorio y los alterna con los fantásticos temazos recientes (Duquesne Whistle, Early Roman Kings, Beyond here lies nothin') y las reconstrucciones que embellece con sus manos sobre las teclas (Desolation Row, Tangled up in blue, Ballad of a thin man), se te encoge de nuevo el corazón y dar gracias por la fe que le profesas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario