Volví la memoria a aquellas
lecturas que me habían conmovido, que me impulsaron a cerrar el libro y
apretarlo contra el pecho para seguir nadando por sus páginas los días
siguientes. El palacio de la luna y Chesil Beach, recordé. Auster y McEwan. Hay más. La más
reciente, Mentiras de verano, siete relatos de Bernhard Schlink, cuya novela El
lector también cubrí de calor hace unos años entre mis brazos.
Siete páginas veraniegas y un
puñado de vidas escogidas al azar: hombres encarcelados en su incapacidad de diferenciar
el engaño de la sinceridad, madres mayores que pierden la capacidad de amar,
padres enclaustrados en su hermetismo permanente e hijos que anhelan diálogo, viajeros
solitarios, parejas descompensadas. Unos y otros transitan por las historias y
preguntas con las que el elegante escritor alemán trata de descifrar el
organismo vulnerable de las personas y la insignificancia de sus vidas. Siempre
en verano, cuando abrimos paréntesis y nos preguntamos si los que se toman un
descanso somos nosotros, de hueso y carne, o nuestros espíritus.
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