Las marcas que lo definieron le hacen justicia: Mr. Dynamite, Soul Brother Nº1, Godfather of Soul, Minister of New Super Heavy Funk. La que sea vale para acompañar hasta la eternidad a un artista excepcional. Lo veo o escucho cantar, gritar, caerse abierto de piernas o girarse entrelazando los tobillos, fingir un desfallecimiento o bañarse en sudor marrón, moverse como un orangután o simplemente abrir su apabullante sonrisa y alcanzo a comprender la magnitud de su obra. Su vida fue un revoltijo y recordar sus problemas con el fisco, sus estancias en la cárcel o su grotesco envejecimiento causa tristeza. Por eso prefiero recordarlo a ciegas.
Su tránsito del soul al funk me parece brutal, no por la contundencia del salto, sino más bien por la compenetración perfecta que se produce entre ambos estilos hasta que los ritmos más repetitivos e incendiarios del funk acaban ganando la partida. Creo que en ese paso adelante que dio a comienzos de los setenta está el germen de cuantas corrientes bebieron después de su música, de esos ritmos: la música disco, el rap y el hip hop. James Brown era una fiera que estallaba, un diablo en llamas que convertía su pasión en el irrepetible espectáculo de un genio poseído por la música.
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