Tina y su marido Ike Turner, un buen pez, sumaron éxitos uno tras otro en los años sesenta, entre ellos los incluidos en la sobrevalorada producción de Phil Spector River deep mountain high (1969), el natal Nutbush city limits o Proud Mary, una nerviosa versión del clásico de la Creedence. Él era un tirano celoso y egoísta, ella una lozana cantante de irresistible atractivo animal a la magullaba de vez en cuando. Cuando Tina se quitó las cadenas de su esposo a comienzos de los setenta inició un camino en solitario con escaso éxito en el terreno del soul y el funk. Parecía que la chica no llegaría lejos sin el amparo de su descubridor, un desgraciado con el que alcanzó añoradas cimas de éxito y popularidad. Pero en la década de los ochenta, cuando el pop empezó a contagiar con sus vicios estridentes a numerosos artistas de otros géneros como el rhythm & blues, el soul y el rock, Tina Turner encontró su momento ideal. Private dancer (1984) y Break every rule (1986) derrochan sofisticado pop de esencia soul y trasmiten coherencia a la carrera de una dama que no desesperó por hallar su punto perfecto.
En los ochenta y en los noventa yo escuchaba con frecuencia por la radio aquellos hits de Tina Turner. Ahora que recupero éstos y otros éxitos anteriores (The best, Steamy windows, What love got to do with it, The acid queen) o los saboreo en el fervor de una actuación en directo (Addicted to love, Let’s stay together), percibo la exquisitez de su factura o la elegancia de su ‘in crescendo’. Tina cantará siempre como una leona en celo, una fiera del escenario con la falda abierta y el muslo salvaje al descubierto, cabalgando como la mejor.
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