Con feliz nostalgia atiendo a estas imágenes.
Por los viejos tiempos... que se pierden pero no se olvidan. Por Jose y sus pistolas… que se vuelven a disparar.
Con feliz nostalgia atiendo a estas imágenes.
Por los viejos tiempos... que se pierden pero no se olvidan. Por Jose y sus pistolas… que se vuelven a disparar.
Se trata quizá del trabajo del cineasta neoyorquino con la huella más profunda del cine de Ingmar Bergman que tanto admira. A ello contribuye su primera colaboración con el maestro Sven Nykvist, el director de fotografía habitual del autor sueco, quien confiere a la imagen del film un tono desnudo y gélido al colorido marrón y tostado que cubre casi toda la filmografía de Allen. Otra mujer es un film introspectivo, el breve viaje de una mujer madura dentro de sí misma a través de sus frustraciones, su soledad, su falta de pasión y su conformismo a raíz de la fortuita escucha de las confesiones desesperadas que una mujer más joven hace a su psiquiatra y que la protagonista escucha por el conducto de ventilación de su piso. Esa relación a distancia destapará los traumas no curados que el personaje aún no ha superado y que tímidamente tratará de olvidar.
Otra mujer tampoco me gusta ahora. Es pedante y distante, deudora del simbolismo más arrogante del cine de Bergman. Pero sí hay un par de cosas que salvo de este film más complejo y esquivo de Allen: la sobria interpretación de Gena Rowlands, una veterana actriz que siempre me gustó; y los últimos tres minutos de película, en los que la protagonista lee el fragmento de una novela cuyo autor, al que interpreta Gene Hackman, creó un personaje inspirado en ella por la pasión imposible que un día en él despertó. Sublime cierre de un trabajo olvidable.
Hubo un tiempo, allá por mediados y finales de los noventa (y seguro que no soy el único al que le ocurrió), en que esperé con distinta (y contenida) impaciencia la aparición del anunciado Chinese Democracy. Los Guns N’ Roses planeaban un nuevo disco, pero el grupo no parecía muy dispuesto a parecerse a un grupo. Axl Rose ya no se trataba con nadie y los demás no querían verlo ni en pintura. Así, los Guns se fueron partiendo y cada componente se buscó las judías en cualquier otro lado, lejos de Axl mejor. Éste empezó a reclutar a otros músicos, a hacer nuevos amigos, a grabar canciones que fue guardando y regrabando, variando o descartando, a gastarse en 15 años casi otros tantos millones de dólares en contratar a músicos, técnicos y productores y solicitar caprichosas costumbres que ayudaron a alimentar una leyenda con aspecto de maldición. Rumores y más rumores, noticias y más noticias, bulos, mentiras, pero el disco no aparecía por ninguna parte, tan sólo algunas canciones se escuchaban en los conciertos de las giras donde Axl era el único superviviente de aquella gran banda de Los Angeles que fueron los Guns N Roses.
Bueno, Chinese Democracy (Geffen, 2008) es el disco de Axl Rose y sus amigos, no el de Guns N’ Roses. Me resisto a pensar que los autores de Appetite for destruction y los Use your illussion son los mismos responsables de este disco en cuestión. Y no lo ataco, no, aunque encuentro motivos para no estar satisfecho con el resultado final del disco. Sin embargo, pesan un poquito más los buenos momentos que me hacen discrepar con todos aquellos que llevarán esta obra a la hoguera.
No me gusta el acento industrial que aporta el ex Nine Inch Nails Robin Finck en fragmentos de algunos temas. No me gustan incluso fragmentos absurdos dentro de canciones aceptables, introducciones o pasajes poperos y electrónicos que no son más que frivolidades sin sentido. No me gusta el exceso de grandilocuencia que alcanzan algunos cortes con onanismo guitarrero y despelote orquestal. No me gustan tonterías como Street of dreams o This I love, empachadas de piano. No me gusta que no contenga ninguna canción para la historia, ningún himno inmortal.
Me gusta que Axl Rose vuelva a gritar (aunque sin la frescura jovial del pasado). Me gusta dejarme tragar por remolinos de rock duro apabullante. Me gusta escuchar una caña que echaba de menos. Me gusta Sorry, I.R.S., Madagascar, Prostitute o If the World y There was a time, dos piezas que encajarían perfectamente en películas de James Bond. Me gusta que GNR (o Axl & Co.) no hayan malgastado el tiempo en una basura pese a ser incapaces de resucitar el pasado.
Nota: 7/10
(PD: Mientras Axl vuelve al mundo de los vivos, Scott Weiland, el líder al que acompañan Slash y Duff en Velvet Revolver, se dedicar a vagar como un cadáver perpetrando soberanas mierdas como Happy in galoshes, el primer 0/10 rotundo del año)
En varias publicaciones, webs y blogs he leído elogios a este disco espiritual y atemporal, a las armonías delicadas que remiten a unos Beach Boys campestres y a la construcción lujosa de sus melodías. Fleet Foxes respira cierta psicodelia bucólica que nace de la voz difusa de su cantante (componente que acerca al grupo a Band of horses o a My Morning Jacket) y fluye por los diversos canales de su música serena, una especie de folk pastoral que invita al descanso sobre la hierba. Es un trabajo sorprendentemente maduro para un grupo tan nuevo y arriesgadamente diferente, un rara avis sin fecha ni referencia que choca contra cualquier tendencia musical del momento. Pero no, no me convence, no me entra después de más de un par de escuchas. Y me llego a preguntar si en realidad me ocurre algo extraño que me convierte a mí, en este caso, también en un rara avis.
Lo mejor de este disco es, sin duda, su portada, una pintura del autor flamenco Pieter Bruegel titulada Proverbios Neerlandeses inspirada en la obra magistral de El Bosco, una imagen donde entretenerse buscando detalles e imaginando historias.
Nota: 4/10
Y yo me paro un rato en Gordon Willis, a quien Woody Allen considera un mago de la luz que convierte sus iluminaciones en sublimes obras de arte. He recordado entonces algunas películas fotografiadas por Gordon Willis, las de Woody Allen y las de Coppola o Alan J. Pakula. Además he vuelto a ver Interiores (1978), el primero de los dramas y la primera de las películas bergmanianas de Allen, donde explota su admiración confesa por el cine introspectivo de Ingmar Bergman y a la que la luz envuelta en niebla o camuflada en la penumbra de Willis convierte en un espectáculo para la vista. Interiores defrauda en la adolescencia y conmueve en la madurez. Es dura y fría, pedante y soberbia, sus personajes son aborrecibles y su trama, irritante. Sigue sin gustarme. Pero la luz de Willis es mágica, anima al espectador a tocar la pantalla y acariciarla: esos contraluces a través de las grandes ventanas, esos rostros en la sombra, esas lámparas tenues en los extremos de una habitación, ese amanecer tenebroso y el mar mostrando sus fauces.
Gordon Willis lleva diez años sin fotografiar películas, desde La sombra del diablo, el film póstumo de Pakula. Como los grandes artistas de su especialidad, no se preocupaba por buscar la luz más bonita, sino la luz ideal para cada escena y para lo que el guión exigía. Era impetuoso en el trabajo, cuenta Woody Allen, se enfadaba con frecuencia, estallaba de los nervios, pero encontraba la imagen perfecta para cada situación. Basta recordar unos pocos momentos, unos pocos fotogramas de las obras de Allen y Coppola para rendirnos a la elegancia naturalista del ojo de Gordon Willis: los banquetes de la saga de El Padrino, la matanza en la escalera y la huida por las azoteas, el despacho de claroscuros sepia de Don Vito Corleone, la arenosa Sicilia; los rostros de Allen y Diane Keaton rodeados de estrellas en el planetario de Manhattan, la postal del banco bajo el puente, el calor resplandeciente del verano, las dos dimensiones de La Rosa Púrpura del Cairo, las calles de Nueva York en color y blanco y negro…
Es Ani, así que entrar en su mundo a través de sus discos supone siempre caminar a ciegas. Su intimismo no se refugia ahora ni en el jazz caprichoso, ni en la electrónica invernal, ni en el acelerado folk desnudo, sino en una especie de pop más otoñal sin ningún tipo de gesto deprimente. Si a la ligera uno acaba de escuchar Red letter year puede pensar que el álbum lo ha firmado cualquier figura emergente o casual más de ese extenso género de pop vocal femenino a las que el tiempo olvida enseguida. Pero canta y compone Ani Difranco, ojo, una tía que sabe cambiar de traje sin que ninguno le siente realmente mal, y elabora un estilizado y cálido pop con brotes de jazz y funk en una trompeta afligida, una animosa sección de viento de Nueva Orleans, una debilitada pedal guitar o una amistosa caja de ritmos.
Apuesto a que seguirá grabando con la misma frecuencia (puede que incluso se tome algún descanso más largo en la próxima década), a que seguirá creando y cambiando con el mismo placer personal con el que comparte la música que recorre su cuerpo y las emociones de sus entrañas. Nunca ha buscado la gloria ni la ha necesitado, y la historia, dentro de muchos años, no tendrá cuentas pendientes con ella. Pero seguirá sentada en un pequeño gran trono.
Nota: 8/10
No me hace falta en este caso dedicar esa paciencia atenta al sonido caleidoscópico de Traffic en este trabajo. Enseguida se dispara animado y zigzagueante al oído con Glad y Freedom rider, sintonías nebulosas de club londinense para mods y bohemios fumados. Stranger to himself y Every mother’s son le siguen la corriente como hermanas de sangre, canciones seguras sin los amagos de confusión ni los delirios sensoriales de otros temas de esta banda
Los miembros de Traffic eran y son músicos excelentes. Steve Winwood, al frente, es un prodigioso multintrumentista, no muy buen compañero al parecer, en absoluto bendecido con una voz envidiable, más bien forzada, pero sí un teclista y compositor versátil y experimental. Intervino en este álbum entre sus fugaces contribuciones a Blind Faith y Derek and The Dominos, así que algo más que talento tenía el muchacho. Su maña a las teclas empapa todo el álbum, lo envuelve de ese halo ambiental único que perdura en unas cuantas obras irrepetibles a caballo entre una y otra década.
Tina y su marido Ike Turner, un buen pez, sumaron éxitos uno tras otro en los años sesenta, entre ellos los incluidos en la sobrevalorada producción de Phil Spector River deep mountain high (1969), el natal Nutbush city limits o Proud Mary, una nerviosa versión del clásico de la Creedence. Él era un tirano celoso y egoísta, ella una lozana cantante de irresistible atractivo animal a la magullaba de vez en cuando. Cuando Tina se quitó las cadenas de su esposo a comienzos de los setenta inició un camino en solitario con escaso éxito en el terreno del soul y el funk. Parecía que la chica no llegaría lejos sin el amparo de su descubridor, un desgraciado con el que alcanzó añoradas cimas de éxito y popularidad. Pero en la década de los ochenta, cuando el pop empezó a contagiar con sus vicios estridentes a numerosos artistas de otros géneros como el rhythm & blues, el soul y el rock, Tina Turner encontró su momento ideal. Private dancer (1984) y Break every rule (1986) derrochan sofisticado pop de esencia soul y trasmiten coherencia a la carrera de una dama que no desesperó por hallar su punto perfecto.
En los ochenta y en los noventa yo escuchaba con frecuencia por la radio aquellos hits de Tina Turner. Ahora que recupero éstos y otros éxitos anteriores (The best, Steamy windows, What love got to do with it, The acid queen) o los saboreo en el fervor de una actuación en directo (Addicted to love, Let’s stay together), percibo la exquisitez de su factura o la elegancia de su ‘in crescendo’. Tina cantará siempre como una leona en celo, una fiera del escenario con la falda abierta y el muslo salvaje al descubierto, cabalgando como la mejor.
Este es el sexto disco de este autor norteamericano, ocasional actor (la serie MASH, Big fish, The aviator), esposo caduco de Kate McGarrigle y padre de Rufus y Martha Wainwright. Tiene más de sesenta años y más de una veintena de discos. No lo he seguido demasiado y mis primeros contactos con él no me han atraído demasiado. Pero me he encontrado con este peculiar y variopinto álbum de cubierta descuidada y no sólo he vuelto a aspirar esa brisa inherente que sopla sobre la música de sus compadres, también he disfrutado de una riqueza estilística que salta del folk más íntimo al blues más festivo, del funk ácido al verbeneo melancólico.
Loudon se bastó con su guitarra para comenzar a grabar discos básicos de folk en 1970 y a mediados de la década recorrió campos más rockeros con los que expandir su folk americano sin sobreexcesos, con una moderación que anima a seguir dándole más oportunidades.
Por eso no se me ocurren líneas que redactar, sólo algunas imágenes que se aproximan a un sentimiento supremo que nunca llega a su fin.
“… Así es la vida. Nadie sabe el tiempo que nos queda. Por eso cada día es importante”.
Ahora al cine le cuesta satisfacerme, por eso le presto más tiempo y atención a las series de televisión. No abandono a esa chica, le soy un poco infiel, ella me lo permite, sabe que de vez en cuando sigo volviendo a ella. Me he dejado guiar por las recomendaciones y una de las series que he empezado a alternar con otras es A dos metros bajo tierra (2001-2005). Tiene cinco temporadas y acabo de terminar la primera. Abriré un paréntesis para seguir otras series antes de comenzar con la segunda.
Podría decirse que esta serie de la HBO es “gran televisión”. Yo diría que también es “gran cine” adaptado al formato televisivo. Alan Ball, el guionista de American Beauty, es su creador y dirige algunos episodios. Se nota. Tenemos a una de esas familias inestables con ciertos signos de extravagancia como la que protagonizaba aquella magistral película y de las que el cine ha abusado últimamente. Sus miembros guardan secretos y se dejan atormentar por ellos, los van compartiendo poco a poco a riesgo de perder protección y romper el cristal tras el que se protegen. Son sobre todos, personas inseguras, y ese es uno de los grandes temas de A dos metros bajo tierra, la inseguridad. La muerte, de la que vive esa familia que trabaja en una funeraria de Los Angeles, es el motor permanente, junto al sexo, que hace avanzar las diferentes tramas que envuelven a personajes cuyos pasos pocas veces saben qué dirección tomar.
Esta serie se calienta a fuego lento. Su mecánica funciona con perfección de relojero, con los sobresaltos medidos y repartidos a lo largo de sus episodios. Nate Fisher, el hermano más “normal” (podríamos decir), asiste muchas veces perplejo, tras una temporada alejado de casa, a las rutinas de un negocio al que va a quedar atado y a los problemas emocionales de sus seres allegados. David, su hermano homosexual, carga con las angustias de su conciencia sin saber controlar sus apetitos. Claire, su hermana adolescente, esconde una inocente fragilidad tras sus maneras de chica freak. Y Ruth, la reservada madre, encuentra estrechos caminos de libertad tras la muerte de su marido, con la que arranca la serie. A su alrededor desfilan otros personajes dibujados con extraordinario trazo: Brenda, la inquietante pareja de Nate, morbosa e inoportuna, puñetera y excitante; su hermano Billy, un bipolar mucho más peligroso que inofensivo; Keith, el amigo/amante de David, orgulloso de su sexualidad y generoso con su amigo/amado; Rico, el leal empleado que convierte los cadáveres en obras de arte; y Nathaniel, el patriarca fallecido cuyo espíritu se les aparece a sus familiares cuando se encuentran en una encrucijada.
Para que una serie produzca adicción debe saber acompañar su trama con un reparto de altura y A dos metros bajo tierra lo tiene. No hay más que comprobarlo en los gestos mínimos (un arqueo de cejas, una respiración nerviosa, unos labios inquietos, un abrazo entre hermanos, una ensoñación grotesca en un momento embarazoso…) que desprende la expresividad de ese buen tipo que parece Peter Krause (Nate), del confundido pero honesto Michael C. Hall (David), de la encantadora Lauren Ambrose, la vulnerable Frances Conroy (Ruth), la impredecible Rachel Griffiths (Brenda) o el fantasmal pero casi siempre risueño Richard Jenkins (Nathaniel).
Seguiré pasando más tiempo en esta funeraria.