Joan Crawford, por ejemplo. Todo un animal de la escena y de las alcobas, con una vida traumática a cuestas y una carrera titánica de casi cien películas desde el cine mudo. Sus rudas líneas faciales la encasillaban en papeles de mujeres peligrosas y desalmadas, sus ojos enormes y el gesto asqueado de sus labios causaban terror, aunque también supo transmitir compasión y una impropia fragilidad. Me guardo sus papeles en Susan y Dios (George Cukor, 1940), Alma en suplicio (Michael Curtiz, 1945) y por supuesto ¿Qué fue de Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962).
Barbara Stanwyck. Otra mujer que asustaba cuando torcía su labio superior. Fea pero ardiente como mujer fatal, un torbellino en las comedias y ambigua en los dramas. En un mismo film la amabas y la odiabas. Cuando el cine empezaba a hablar le sirvió a Frank Capra como musa y con él y con otros grandes filmó obras sublimes como Stella Dallas (King Vidor, 1937), Bola de fuego (Howard Hawks, 1941) y, cómo no, Perdición (Billy Wilder, 1944).
Claudette Colbert también vale, con su cabeza de patata y el cursi rostro de algodón. Fue la actriz mejor pagada de los treinta y se retiró en los albores de los sesenta tras un equilibrado legado de risas y lágrimas. Vivaracha e incontrolable en deliciosas comedias como Sucedió una noche (Frank Capra, 1934) o Medianoche (Mitchell Leisen, 1939) y conmovedora en dramas magníficos como Desde que te fuiste (John Cromwell, 1944) o Regresaron tres (Jean Negulesco, 1950).
Ninguna de estas tres actrices del dorado y perdido Hollywood era guapa (no como Rita Hayworth, Gene Tierney o Ava Gardner). Aquellos peinados que ahora vemos ridículos y el pomposo maquillaje que aligeraba el blanco y negro no las favorecían mucho. Pero las tres (con Kate Hepburn y Bette Davis aparte) me parecen actrices como la copa de un pino.
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