-La
verdad del universo está esperando.
-Que
es…
-Que
es que todo va a desaparecer, en la oscuridad, en el vacío. Y nadie
está a cargo. Y te quedas con nada.
-Nada.
-Nada.
Es todo lo que hay.
-¿Y
qué haces con eso? ¿Qué hacemos con eso?
-Sonreír.
Al
final de todo, de la vida, vale la pena sonreír. Según la mirada
que le has dedicado a la vida. Eso hace Lucky, sonreír en el hastío
de sus últimos días, en un agujero perdido del desierto que cruzan
las tortugas sin ninguna preocupación, un pueblo de mala muerte
donde nada hay que hacer salvo dejar pasar las
horas
y beber bloody mary en el bar. Ahí vive Lucky a sus 90 años, solo,
como un toro al que la gimnasia de cada mañana no le ha llevado aún
a la tumba y que en el alcohol, el tabaco, los crucigramas y los
concursos de la tele tiene sus vicios.
Harry
Dean Stanton es Lucky. El actor falleció en septiembre del año
pasado a los 91 años, un año después de haber rodado esta
película, Lucky (2016), en Piru, un auténtico agujero muerto
del
desierto californiano. Harry Dean trabajó en más de 200 películas
y series de televisión desde mediados de los años cincuenta, casi
siempre como secundario, aunque para mí forma parte de las páginas
doradas del cine por haber protagonizado la obra maestra de Wim
Wenders Paris, Texas. En Lucky, la única película dirigida por el
actor John Carroll Lynch, Harry Dean transmite la tierna fragilidad
que aún perdura en
la memoria de
los abuelos que se nos fueron y deja un par o tres secuencias
antológicas
para su despedida: una charla con el personaje al que da vida Tom
Skerritt (con quien había trabajado hace 40 años en Alien) sobre
los recuerdos de la guerra, una ranchera cantada en un cumpleaños y
una sonrisa demoledora que dibuja a los seres con quienes comparte
sus horas finales en un bar. Lucky, suerte de película.
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