Oh,
cuánto me gustaban The Doors. Y me gustan. La piel de su música
incomparable parece conservar aún una capa que la protege del óxido
de lo antiguo. Incluso con las imperfecciones que el paso de las
escuchas revela, las canciones de The Doors gozan aún de una energía
prodigiosa. Hoy me dio por regresar al 67, más bien al 90 o el 91,
aquellos años de fiebre Doors y borrachera Morrison & Co.,
cuando pinchaba seguidos aquellos seis vinilos de Elektra que me
había comprado en series de tres empaquetados. Las imágenes de
Strange days me daban miedo: ese callejón sin salida donde un grupo
de personajes salidos de una atracción de monstruos de feria (los
enanos, el forzudo, el trompetista, el mimo y los contorsionistas)
mendiga unas limosnas a una mujer cubierta por un colorido vestido
hippie. Era octubre de 1967, el segundo álbum del grupo: algo más
luminoso que el anterior, con píldoras de pop brumoso y enigmático,
con Jim Morrison fantasmal y hechizante como siempre, rompedor en ese
culmen extraordinario que es When the music's over. La música de los
Doors nunca termina.
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