El hijo le cuenta al padre cuándo escuchó por primera vez
Desolation Row, qué le hizo sentir esa canción tan larga, esos versos
indescifrables. Es de las pocas cosas que la memoria le deja reconstruir. Fue
en casa, mientras la madre terminaba de preparar la cena y el olor de la comida
penetraba en todas las habitaciones. El padre no sabe lo que es Desolation row
y apenas conoce al cantante, tiene la funda del disco en sus manos y lo observa
extrañado, se pregunta qué tiene de especial esa música. Pero mira feliz a su
hijo, que da vueltas sobre sí mismo muy despacio en su viaje al pasado, como si
flotara en el cuarto, mientras esa canción abre una pequeña brecha en su mente
para que regresen los recuerdos. Y una lágrima se desliza lentamente por las
mejillas del padre hasta sus labios sonrientes mientras no deja de sonar
Desolation row.
Esta es una escena, para mí la más conmovedora, de The music
never stopped, una preciosa película de 2011 dirigida por Jim Kohlberg que
adapta el ensayo El último hippie, del doctor Oliver Sacks, basado a su vez en
unos hechos reales.
Estamos en 1986. Los padres llevan casi veinte años sin
saber de su hijo, se marchó de casa tras una fuerte discusión con el padre, un
conflicto generacional. Ni rastro han tenido de con quién ha estado, a dónde ha
ido, cómo se ha ganado la vida. Hasta que reciben una llamada del hospital: su
hijo tiene un tumor cerebral, se lo van a extirpar pero va a sufrir graves
pérdidas de memoria. Sus padres quieren recuperar el tiempo perdido y junto a
una doctora especialista utilizan la música como terapia para revivir los
recuerdos y volver a conocer a su hijo. La del padre es Bing Crosby y Count
Basie, la del hijo es Buffalo Springfield y sobre todo Grateful Dead. Ahí sigue
todavía, dos décadas más atrás, como si las drogas que ha consumido lo
mantuvieran en otra dimensión. La vida no es la misma, los viejos amigos se han
marchado y el chico, el hombre aún joven, no tiene a nadie más que sus padres. Y
él, un maravilloso J. K. Simmons, no se viene abajo, sino que escucha la música
que adora su hijo para no perderlo una vez más.
Y la música de entonces, cierto, nunca deja de sonar, nunca
muere. Si queremos, si lo sentimos de verdad, descubriremos que aquellas
canciones nos pueden curar, nos puede salvar. El plato que gira y la aguja que
descansa sobre sus surcos son la medicina contra el olvido. La música… es la
vida.