Estas reflexiones completan las que hace poco y hace algo más de tiempo expuse sobre el regreso a los estudios y a los escenarios de bandas que llevaban largo tiempo inactivas y que (realmente, la verdad) no eran añoradas. El rock sobrevive a las mareas con sus esquemas vacilantes, azotado a veces por periodos de mediocridad o aburrimiento hasta que asoman de nuevo a la superficie atisbos de frescura y brillantez. Muchas genialidades están aún por descubrir. Queen, en cambio, dejaron de ser geniales hace mucho tiempo, si es que alguna vez lo fueron. Marcaron unos cuantos años de una década, quizá dos, con su brutal despegue (desde el 73 al 76) y una consolidada madurez (del 84 al 86). Freddy Mercury traspasó las fronteras del liderato escénico para convertirse en un incansable y divertido ‘showman’ y un póstumo icono sexual. Irremplazable él tras su muerte en 1991, el grupo vivió de reediciones y recopilaciones hasta que, descabalgado el bajista, John Deacon, decidió unir a un excelente vocalista como Paul Rodgers, torrencial cabecilla de Free y Bad Company pero sin el carisma de Mercury. Grabaron un directo y ahora acaban de publicar un disco de estudio con material nuevo, The Cosmos rocks (Hollywood, 2008).
Queen, para mí, se agotaron fulminantemente, envejecieron enseguida y perdieron una chispa que los volúmenes históricos del rock, en cambio, van a dejar siempre encendida. Ahora, con canciones originales, no es más que un grupo de oficio incapaz de entusiasmar. Su blando rock duro actual lo sitúa en ninguna parte, sin que parezca Queen un viejo grupo que se adapta a los nuevos tiempos ni tampoco una vieja banda fiel a los primitivos patrones. Doy un bocado y sus espirales guitarrísticas, su entramado rítmico o su refuerzo vocal no me saben a nada.
Punto final a este asunto.