martes, febrero 28, 2006

VOLUME TWO 13: NINA SIMONE

Su voz te mece hasta dormirte. También te despierta hasta sobresaltarte. Se extiende esa voz en una dócil nana al calor de una chimenea encendida. Y abriga otras veces una rabia inconformista y guerrera en un canto de blues. Parece el timbre de un hombre aplacado de sensibilidad cohibida tanto como la vibración colgante de una mujer con la virilidad bien puesta. Se va callando hasta que de su enorme boca brota un susurro apenas audible entre las notas de su piano y luego se inyecta de rebeldía para proferir un grito enojado y pasional de los que congelan la piel y erizan el vello.

No hacen falta razones para darse una vuelta con Nina Simone. Ahora canta para ayudar a anunciar mejor un automóvil o acompañar el avance de un programa televisivo, hace unos años prestaba sus canciones a la historia de una película, era la música preferida de una mujer de carácter de hierro que venía de sufrir demasiado. Como ella misma, gran Nina, sacerdotisa del soul como la definieron. No es justo.

No, porque Nina Simone fue una pantera negra que habló y protestó a través de sus creaciones y versiones blues, jazz, soul, folk y pop con enorme seguridad y arrebatadora personalidad. Vino a la vida en Carolina del Norte en 1933 y nos dejó 70 años después en el sur de Francia, el último de sus hogares desde que abandonara su país a finales de los sesenta. Tuvo su nombre, Eunice Waymon, hasta que comenzó a cantar en Atlantic City a mediados de los cincuenta. Le gustaba ser niña (Nina) y una actriz francesa, (Simone) Signoret. Sabía tocar el piano desde los cuatro años y completó su formación en la escuela Jilliard de Música de Nueva York gracias a la ayuda esforzada de su humilde familia. Grabó discos en una decena de sellos hasta el canto final de su voz única e inconfundible. Compuso temas propios de una belleza sin igual, consignas contra la discriminación y el maltrato que sufren los negros en la tierra de la libertad, susurró un sinfín de baladas estremecedoras ella sola al frente de su piano, con las varillas de unas tímidas baquetas si cabe, e hizo propias de su cosecha piezas ajenas que en su voz tuvieron un descanso formidable: Here comes the sun, Just like a woman, My way, The house of the rising sun, To love somebody, My sweet Lord...

Su legado es enorme y no tiene precio. Buena parte de sus discos es difícil de recuperar, pero para cualquiera que desee tener su primer romance con Nina Simone que no dude en comprar cualquier recopilación que además de alguna de esas versiones no falten Mr. Bojangles, I want a little sugar in my bowl, I love you Porgy, Ain’t got no, I got life, Save me y My baby just cares of me.

jueves, febrero 23, 2006

VOLUME ONE 14: WET YOUR WHISTLE (SIXTY NINE MILLION INCHES)

La portada fue suficiente. Y convincente. Los trazos finos de un dibujo que enseña la cara de una chica pecosa con un sombrero vaquero y el rojizo carmín corrido de sus labios. Detrás se esconde música desértica, trompetas y silbidos de Ennio Morricone, acústicas afiladas, eléctricas detalladas y los alumnos más aplicados de Calexico. No son de Arizona, sino de Barcelona, San Sebastián y Andalucía, con asentamiento en Madrid. Cinco chicos. España también es terreno para el placentero folk-rock.

Tres veces en tres días. Así he digerido mi primer contacto con Wet your whistle (Junk Records), el álbum inicial de Sixty Nine Million Inches, cocinado recién terminada la edición de 2005 de Proyecto Demo, donde fueron semifinalistas. Parece Calexico su fuente principal de inspiración, pero por las solitarias carreteras y el calor seco que sugiere su música transita también Neil Young en compañía de Crosby, Stills y Nash, Giant Sand, Jesse Sykes o Jim White.

Es fácil y justo ponerle a Sixty Nine Million Inches la pegatina de 'Americana', aunque la prensa tienda con reciente frecuencia a ser peyorativa y poco condescendiente con los grupos a cuya sombra descansan. Los españoles escapan también del desierto y pintan algunas pinceladas de pop más luminoso entre los surcos de su material. Su debut es claro y esmerado, relajante y resplandeciente, y, sobre todo, muy prometedor. Hermosas canciones como la inicial Sparkling grace, Hazard warning lights o 50 cents woman no son creación pasajera de una bnnda cualquiera.
Nota: 7/10

miércoles, febrero 22, 2006

SOUNDTRACK 11: MOVIE SCORES

El regreso esperado de Yojimbo después de un par de meses de trabajo en el entorno audiovisual en Madrid ha devuelto a nuestras conversaciones a ese grupo de admirables profesionales del cine que tan buenos momentos nos hacen pasar mientras vemos una película o cuando pensamos en ella: los compositores de bandas sonoras. Se acercan los Oscars además, y ello nos ha servido para prestar atención a los scores nominados y a aquellos que también merecían estar en la lista de finalistas. Y unas cuantas cosas más.

En esencia, hay dos formas de escuchar un score y a la postre valorarlo. Primero, el inmediato, en cuanto te entra en la cabeza unido a las imágenes que ilustra, viste o impregna; segundo, cuando lo escuchas en casa o en el coche aislado de la película. Es entonces cuando te planteas si por sí solo, sin el celuloide como segundo soporte, el trabajo es igualmente admirable o se resiente de ese complemento necesario para el que fue creado, la película. Recuerdo memorables scores asociados a un film, como el que compuso Neil Young, por ejemplo, para Dead Man, singular película de Jim Jarmusch. Por el contrario, maravillosas músicas como la creada por Yann Tiersen para Amelie conserva su condiciones emotivas dentro y fuera de la películas.

Yojimbo suele devorar scores y su opinión al respecto me parece más que fiable. Así, hemos coincidido, junto a otros conocidos y bloggeros en que James Horner, grande en su tiempo (Braveheart), ha perdido la inspiración casi por completo y en sus últimos trabajos se limita a plagiarse a sí mismo (El nuevo mundo) o a ser terriblemente aburrido (Flightplan). Que John Williams, uno de los más grandes, demuestra que lo sigue siendo; su sello tan íntimo como grandilocuente está presente en cualquier trabajo que haga, pero aún conserva la habilidad para adaptarse con frescura e inventiva a cualquier terreno (Memorias de una geisha) y extraer pasajes arrebatadores de cualquier áspero y difícil paisaje (Munich). Por cierto, ambas bandas sonoras son candidatas al Oscar, merecidas desde luego, aunque no compartimos la tendencia de la Academia a nominar a John Williams un año sí y otro también haga lo que haga y dejar así fuera de la disputa final a otros estupendos trabajos.

Solemos coincidir también Yojimbo y yo en admirar la versatilidad prodigiosa de un siempre inspirado Hans Zimmer, capaz de combinar estilos y aromas sin resultar empalagoso en scores como los de El hombre del tiempo o Los impostores. En elogiar los arrebatos electrónicos a veces y melódicos otras de Harry Gregson-Williams (aunque para mí sus trabajos resisten peor su audición en disco). En aplaudir el estilo directo y elegante de Thomas Newman (Cinderella Man) o el casi siempre alegre universo de Danny Elfman (Charlie y la fábrica de chocolate).

Son estos algunos de los compositores de cine actuales de referencia. En los últimos días hemos prestado atención además a otros tres músicos que competirán merecidamente por el Oscar. Gustavo Santaolalla dibuja muy bien con sus notas el mundo campestre y vaquero que describe Brokeback Mountain; Dario Marianelli acaba de entrar con fuerza en el cine norteamericano y sus melodías para Orgullo y prejuicio contienen delicados y elocuentes pianos y una hermosa festividad contenida; y el español Alberto Iglesias aporta inquietud, sobresalto y emoción al mestizaje musical que presenta El jardinero fiel.

Por mi parte, añado otros creadores actuales que me vienen gustando desde hace tiempo, así como sus trabajos más recientes: el joven pero ya veterano James Newton Howard (El bosque, King Kong), el también brillante polifacético Mark Isham (The Cooler, Crash), el aventajado alumno de Zimmer, John Powell (Yo soy Sam, The Bourne Supremacy), el apasionado Patrick Doyle (Gosford Park, Las chicas del calendario), otro músico versátil, Edward Shearmur (K-Pax, Cosas que diría con sólo mirarla), Carter Burwell, Rolfe Kent o Terrence Blanchard.

Si queréis conocer más sobre el mundo de las bandas sonoras, consultar www.mundobso.com (en castellano) y www.soundtrack.net (en inglés).

sábado, febrero 18, 2006

SOUNDTRACK 10: MOVIE ROCK STARS

El cine y la música popular han formado una llevadera sociedad de interrelación a lo largo de las seis últimas décadas. Atento al impacto que la música pop y rock han provocado en el devenir de las generaciones que crecieron con la irrupción de Elvis Presley, la televisión y otros medios de comunicación, la guerra o las nuevas tecnologías, el séptimo arte ha ido creciendo a la par que la música rock ha ido evolucionando y creando estilos y tendencias, de manera que las manifestaciones diversas que una y otra modalidad artística y cultural han ido deparando en estos años han estado muy a menudo armonizadas, han progresado unidas de la mano.

Las imágenes nacidas del cine han ido conformando ideas y modas, así como servido de inspiración y germen de muchas bandas de rock. Y la música y canciones de rock se han ido haciendo un hueco cada vez más grande y asiduo en la banda sonora de las películas. Después el cine ha ‘robado’ vidas de rock, pop, jazz o country para darlas a conocer a un público más amplio a través de biopics. Y además, estrellas de rock, o simplemente músicos menos exitosos, se han atrevido (o les han convencido y seducido) para convertirse en esporádicos actores o actrices de cine, aunque con más bien poca frecuencia.

Vayamos con un pequeño repaso a las más importantes visitas rockeras a la gran pantalla, eso sí, siempre que cada músico o grupo musical no se ha interpretado a sí mismo sino a personajes ficticios, y sin considerar tampoco los documentales, conciertos o programas televisivos:

Puedes seguir leyendo en http://www.analogo.net/articulos.html

VOLUME ONE 13: COSECHA DE 2005

A la espera de que el año vaya llenándose de interesantes nuevos discos he estado recuperando en estos primeros compases de 2006 algunos trabajos que gozaron de las mejores críticas en 2005 desde distintos ámbitos y en las páginas de diferentes revistas. Una parte de ellos los llegué a escuchar antes de entrar el nuevo año, pero otros van cayendo ahora, llegan a través de recopilaciones que reúnen lo más selecto del año anterior o lo más exitoso de ciertos sellos discográficos. Me quedan más por escuchar, aunque también es verdad que la poca parte de lo que he escuchado de otros no me anima en absoluto a dedicarle mis atentos oídos durante una hora. Vayamos con unos ejemplos... decepcionantes, animados, prometedores, bárbaros y adictivos.

M.I.A. es Maya Arulprasagam, de la etnia tamil, crecida entre Sri Lanka y Londres, de piel tostada y melena rizada, muy guapa. Sus letras, las que escupe en Arular, esconden actitudes combativas, arengas de revolución y furioso desprecio hacia los machos. Esa proclama guerrillera la viste M.I.A. con gruesos velos electrónicos que insisten en la motonomía rítmica, en los berridos hablados acompañados de sonidos y percusiones caribeñas. Suena a Public Enemy unplugged bañado de reggaeton, ¡sí!. Pero ha caído bien, gusta, es 'cool', una chica mona distinta sin cohorte de bailarines detrás ni embutida en jeans o camisetas mojadas. Nota: 1 sobre 5.

Bloc Party no son nada de otro planeta y quizá no duren más que hasta la hora en que llegue el ocaso de los líderes de su sonido y su moda, los sobrevalorados Franz Ferdinand. Vienen también de las islas británicas y descargan pop de guitarras machaconas con acento punk y maquillaje moderno. Pero esa fórmula de nuevo rock sexy que triunfa y multiplica a bandas casi clónicas como Maximo Park, por ejemplo, presenta en su disco Silent Alarm una naturalidad que les descubre menos sombríos y más vivaces y divertidos que los Ferdinand, Y lidera el grupo de jovencitos aún imberbes y con pantalones desgastados Kele Okereke, negro gritón menos mediático y posturitas que Alex Kapranos. Nota: 2 sobre 5.

Los canadienses Arcade Fire, con aspecto a veces de bichejos raros de una comunidad calvinista, chicos y chicas incomprendidos, casi han unificado posturas y merecido calificativos harto generosos. Lo consiguen con su álbum Funeral, experimento tan caótico como fascinante, por igual tenebroso en sus ideas y resplandeciente en su sonido, una obra compleja y catárquica que para nada deja indiferente. En difícil catalogarlos o definirlos porque combinan rock y punk, pop y electrónica; aceleran y retrasan los ritmos y las canciones. Pero nada de eso suena caprichoso, sino calculado e inteligente. Hablan de una renacida 'new wave' (y algo recuerdan a Talking Heads), pero ¿qué viene a cubrir esta ola nueva que hace décadas mandó al punk al olvido y recuperó la alegría del pop? 'Indie-rock', le llaman. No siempre asusta. Nota: 4 sobre 5.

Mother Superior también parieron en 2005 a su séptimo vástago, al que llamaron Moanin’. La banda angelina que durante una década acompañó en las giras y grabó discos con Henry Rollins y trabajó con Wayne Kramer recupera la energía que dilató en su anterior 13 violets para hacerla más compacta y vigorosa en su nuevo disco. Moanin’ no escatima hard rock ni heavy, los combina con un soul garagero intenso y genuino que convierte enormes canciones como la inicial That song reminds me on you, Hole, Devil wind o Jack The Ripper en impresionantes ejemplos de su cosecha para convertirse en clásicos brutales. Nota: 4 sobre 5.

Y Madonna también cayó. Su single Hung up me atrapó desde la primera escucha y lo que le sucede en el disco es un repertorio de música disco envolvente y excitante que se te mete en el cuerpo como una droga durante una hora entera sin descanso. Confessions on a dance floor es un juguete del que quedarse colgado. Mejor en una pista de baile. Nota: 4 sobre 5.

lunes, febrero 13, 2006

GREATEST HITS 7: ALIVE (PEARL JAM)

Hay canciones que nacen para perdurar hasta la eternidad. Unas lo consiguen diez, veinte o treinta años después de ser compuestas por sus creadores y escuchadas por el público por vez primera. Otras casi de inmediato, pasados dos o tres años, quizá, desde que la aguja del tocadiscos las desvistió. Otras sólo son inmortales porque tú lo quieres y así lo sientes. Por la razón que sea... Alive, de Pearl Jam, ya tiene casi quince años de edad, y a mí, como a varios de mis amigos y allegados, nos parece tan brutal, desgarradora y imperecedera como cuando entró por primera vez en nuestros oídos.

Hace unos meses dedicaba un post de admiración a Pearl Jam. El grunge (así lo llamaron) ha muerto, decía, y Pearl Jam han dejado de ser los jóvenes agitados que se lanzaban al público de las primeras filas desde las torres de iluminación para sentarse en taburetes y olvidar toda concesión a la improvisación. Pero cuando oigo Alive, cuando la oímos mientras se consumen sin darte cuenta las horas de la madrugada en el Tribeca, todos nos quitamos varios años de encima y queremos estar ahí adelante para amortiguar con nuestra emoción el cuerpo sudado de Eddie Vedder.

La ambigüedad que sacuden las palabras de Alive coincide con la desazón y desesperanza que surge de todo el álbum Ten (1991). Vedder corta las frases y deja que fluya la intuición. Alude a la familia desintegrada, a las soluciones últimas y desconsoladas y a la necesidad de sobrevivir como sea y en las circunstancias más adversas. Cada estribillo hace crecer la desolación hasta desembocar en el llanto crecido de Vedder que rompe en el solo de Mike McCready, y el guitarrista lleva la canción hasta una cima casi inalcanzable de desesperación y éxtasis. Vuelve entonces Vedder (ah ah ah ah aaah, ah ah ah ah aaah... yeah yeah yeyeyeeeee) y Alive concluye cuando ya has llevado la adrenalina hasta el límite. Y sigues vivo.

viernes, febrero 10, 2006

VOLUME TWO 12: WILCO

Tardan en engancharme. No tienen por qué hacerlo aunque a un vasto sector de la prensa musical lleven tiempo entusiasmando. Si te gusta el rock americano de raíces, el country rock, entonces tienes que amar a Wilco; y se te gusta además que añadidos aires de psicodelia y florituras sonoras acompañen al sello ‘americana’ de sus discos, entonces casi tienes que venerar a Wilco. Así resumen revistas varias el impacto del aclamado grupo de Chicago a su paso por giras y festivales internacionales y tras cada álbum que publican.

No es para tanto, entiendo. Pero en los últimos meses ha ido cambiando mi opinión de Wilco. A duras penas soporté Yankee Hotel Foxtrot (2002), disco tan celebrado como difícil y conflictivo en el devenir de la banda; acogí con reservas pero mejores oídos A Ghost is born (2004); y en un retroceso en su discografía me dejé convencer por la belleza confusa y decorada de su segundo álbum, Being there (1996), donde los teclados y ligera música viento transforman los sonidos de country rock en canciones más ambiciosas y llenas de matices y delicias. Ahora repasan su carrera en directo desde su ciudad en Kicking Television, un más que aceptable directo.

Su historia en conocida, forma parte de las páginas que definen ciertos periodos musicales y pasajes de tendencias en boga. Uncle Tupelo encontró su fin y Jay Farrar creó a los sosos Son Volt mientras Jeff Tweedy convirtió al resto de la banda en Wilco. El grupo ha tenido entradas y salidas desde 1995, ha sido cuarteto y quinteto, y sus miembros han conducido otros proyectos (Courtesy Move), compuesto bandas sonoras (Tweedy la del film Chelsea Walls) y participado en agradecidas colaboraciones: con el cantautor Billy Bragg en los dos conmovedores volúmenes Mermaid Avenue, que convierten en música viejos temas nunca cantados por Woody Guthrie.

Aprecio en Wilco, en las invenciones musicales de su líder (reestablecido de sus dependencias con las drogas y sus viajes depresivos), el talento heredado de los artistas que caminan firmes por terrenos antes explorados y se calzan con zapatos adaptables a muchas superficies, por lo que son proclives a los tropiezos. Su rock melancólico y tantas veces angustiado, tan mordaz como permanente, sitúa a Wilco en el escalón de los grupos de evolución tranquila aunque vacilante y que ahora son una referencia.

VOLUME ONE 12: HAPPENSTANCE (RACHAEL YAMAGATA)

Una música te lleva a otra y en ese encadenamiento de bandas o solistas que entran en tu colección de discos se estrechan los vínculos con ese grupo de artistas que deseas conocer o que nunca imaginabas que ibas a encontrar. Discos escuchados hace poco, conversaciones, gustos parejos y ese vicio curioso por contactar con lo exótico desconocido me han guiado hasta Rachael Yamagata y a su disco de debut, Happenstance (RCA, 2004).

Nada que ver con la cultura nipona, no hay danzas de geishas ni contenidas voces chillonas en ninguno de los 13 temas que han sucedido a su Ep de presentación en 2002. A Yamagata la criaron por turnos un padre japonés, una madre italo-germana y el piano ante el que se sentó desde los dos años. Un poco de educación universitaria y años de rodaje artístico en grupos teatrales y una banda funk llamada Bumpus fueron moldeando sus inquietudes musicales e interpretativas. Y ahora que firma ella sola su música extiende un Happenstance un repertorio de sutilezas pop tapizado de ricas instrumentaciones y expresivas voces seductoras.

El piano doliente de Rachael y el tono cohibido y enojado de su voz en algunos temas la empareja con Fiona Apple, de alma presente en Letter read e Even so. Pero no todo es añoranza y furia contenida en este atractivo álbum. Yamagata sirve raciones de vodevil festivo (I want you), baladas redentoras (Reason why) y postres exquisitos crecientes en intensidad cubiertos de capas de slide guitar (Paper doll) y dobro (Meet me in the water) que convierten el menú en una comida al menos justa en calorías, un poco cansada en su camino hacia el final pero digna de repetirse.

(Se deja oir una canción suya entre los temas que suenan en la película recién estrenada Secretos compartidos, con Uma Thurman y Meryl Streep).
Nota: 7/10

miércoles, febrero 08, 2006

SOUNDTRACK 9: BIOROCKS

Johnny Cash ya camina firme y erguido sobre la línea que enlaza al cine con la música popular. Con el estreno de Walk the line (En la cuerda floja), el género de los biopics (películas biográficas) añade un exponente más en su división dedicada a las estrellas musicales del siglo XX. Algunas de ellas han visto su biografía convertida en telefilm o producción larga destinada sólo a la televisión, como el caso de Elvis Presley de la mano de John Carpenter a finales de los setenta, o Diana Ross y Dolly Parton años más tarde, aunque en la gran pantalla han gozado de un mayor grado de espectacularidad y rigor artístico las vivencias creativas y personales de mitos y estrellas del rock, el pop o el soul.

Este tipo de biopic musical no sigue un esquema fijo para cada retrato. Existe la fórmula centrada en repasar la vida de un músico casi paso a paso, desde su nacimiento hasta su muerte o hasta la fecha si aún está con vida. Ocurre con La Bamba (1987), homenaje al malogrado Richie Valens con los rasgos de Lou Diamond Phillips, o Tina (1993), en la que la actriz Angela Bassett entra en la piel de Tina Turner; otro ejemplo es Quiero ser libre (1980), prematuro perfil sobre uno de los iconos aún vivos y esporádicamente activos del country, Loretta Lynn, a la que dio otra vida Sissy Spacek.

La cumbre de esta fórmula es The Doors (1991), quizá el biopic musical definitivo, sino el mejor (a la espera de que Dylan, Elvis, Beatles y Rolling Stones merezcan su obra maestra en esta modalidad), por obra y gracia de Oliver Stone, cronista mordaz y vehemente de los años y sucesos más incómodos de la reciente historia americana. Su biografía en imágenes de Jim Morrison entra con bisturí en la agitada segunda mitad de los sesenta para convertir al líder de los Doors en el mesías y mártir de una generación lisérgica y desatada. Stone desnuda a Morrison con cariño y frivolidad, excesivo y seductor, gurú y mito, y convierte cada concierto en un campo de batalla poético. La elección de Val Kilmer como Morrison no admite discusión y la puesta en escena fascinante de Stone traslada perfectamente al espectador a aquellos años convulsos y le hace partícipe de cada actuación musical.

Otros cineastas han optado por extraer un periodo temporal concreto de la vida de los músicos de rock para presentar una aproximación a su figura y su persona. Ahí está reciente Walk the line (2005), que detiene a Johnny Cash a finales de los sesenta, más de treinta años antes de su muerte, o Ray (2004), repaso cronológico a las penas y alegrías de Ray Charles que también se para antes de entrar en los setenta y omite aspectos tanto o más atractivos y morbosos que los que la película ofrece. El mayor mérito de estos trabajos lo aporta el show actoral de Joaquim Phoenix y Jamie Foxx, así como el modo en como las canciones y recitales transmiten la pasión interna de la música y externa de sus audiencias en cada actuación. Más deficientes fueron tiempo atrás los recuerdos tormentosos que unieron a Sid Vicious y a su pareja en el frío film Sid & Nancy (1986), con un joven Gary Oldman como mito punk, y Diario de un rebelde (1995), crónica de los años previos a su creación musical del artista maldito Jim Carroll convertido en un eficiente y entonces prometedor Leonardo DiCaprio. También parcial es Stoned (2005), producción de muy próximo estreno que rescata el entorno de los Rolling Stones aunque se centra en la figura de su fallecido guitarrista Brian Jones.

Cabe recordar que no deja de ser biopic en formato documental No direction home (2005) de Martin Scorsese, centrado en los primeros años de producción musical de Bob Dylan, que sin duda merece una o dos continuaciones similares a cargo del genial director de El último vals (1978), monumental homenaje de despedida a la maravillosa The Band.

Una variante más de biopic de rock es lo que podría llamarse pseudobiopic o falso biopic. Consiste en la recreación mediante nombres ficticios de trayectorias musicales sospechosamente parecidas al modelo que le sirve de inspiración. Así, detrás de Velvet Goldmine (1998) y las andanzas de un tal Brian Slade parece esconderse el David Bowie que termina en la muerte de Ziggy Stardust y al que ayudan las facciones andróginas de Jonathan Rhys Meyers. La acción en el film de Todd Haynes es conducida por la investigación de un periodista que retrata a testigos y personajes variopintos, entre los que aparece un Ewan McGregor convertido en un nada disimulado Iggy Pop. Algunas similitudes con esta película tiene un extraño producto independiente titulado Hedwig and the Angry Inch (2001), obra teatral adaptada e interpretada en el cine por su propio autor, John Cameron Mitchell, convertido en un travestido y traumático freak rock de la era glam.

En 1979 se estrenó La rosa, protagonizada por la actriz y cantante Bette Midler, quien interpretaba a una problemática estrella de rock en decadencia cuyas andanzas recuerdan en algunos aspectos a Janis Joplin, aunque no tomaba su nombre. Por cierto, Renee Zellweger será la gran Janis en su correspondiente biopic de próximo estreno, así como Keira Knightley pondrá imagen a Karen Carpenter. Y quizá también Jennifer Jason Leigh se inspiró en alguna estrella musical desequilibrada para componer el desolador retrato de la que interpreta en el irregular film Georgia (1995). Peor resultado ofreció el cada vez más perdido Gus van Sant en Last days (2004), absurda, patética y anticinematográfica evocación de las horas previas al suicido de Kurt Cobain con la cara y la pose de Michael Pitt. En cambio, otra inspiración más lúcida y generosa es la que tuvieron Woody Allen y Sean Penn para dirigir el primero la película Acordes y desacuerdos (1999) e interpretar en ella el segundo de manera magistral a un desalmado pero sensacional guitarrista de los años 30 que viene a ser un híbrido de varios artistas de la época, aunque con el referente de Django Reinhardt como modelo fundamental.

Por último, prueba de la buena relación que mantienen el cine y el rock and roll (siempre activa con la inclusión de temas musicales entre el score de los films), merecen un pequeño recuerdo películas como Casi famosos, Los Commitments o The Wonders, cariñosos acercamientos a la vida de inventadas bandas de rock a cargo de Cameron Crowe, Alan Parker y Tom Hanks respectivamente. Más paródica y menos creíble es Escuela de Rock (2003), de Richard Linklater, donde Jack Black se convierte en el portavoz de una idea tan maravillosa y imperecedera para tantos de nosotros como que el rock es la banda sonora de nuestras vidas.