Hay canciones que nacen para perdurar hasta la eternidad. Unas lo consiguen diez, veinte o treinta años después de ser compuestas por sus creadores y escuchadas por el público por vez primera. Otras casi de inmediato, pasados dos o tres años, quizá, desde que la aguja del tocadiscos las desvistió. Otras sólo son inmortales porque tú lo quieres y así lo sientes. Por la razón que sea... Alive, de Pearl Jam, ya tiene casi quince años de edad, y a mí, como a varios de mis amigos y allegados, nos parece tan brutal, desgarradora y imperecedera como cuando entró por primera vez en nuestros oídos.
Hace unos meses dedicaba un post de admiración a Pearl Jam. El grunge (así lo llamaron) ha muerto, decía, y Pearl Jam han dejado de ser los jóvenes agitados que se lanzaban al público de las primeras filas desde las torres de iluminación para sentarse en taburetes y olvidar toda concesión a la improvisación. Pero cuando oigo Alive, cuando la oímos mientras se consumen sin darte cuenta las horas de la madrugada en el Tribeca, todos nos quitamos varios años de encima y queremos estar ahí adelante para amortiguar con nuestra emoción el cuerpo sudado de Eddie Vedder.
La ambigüedad que sacuden las palabras de Alive coincide con la desazón y desesperanza que surge de todo el álbum Ten (1991). Vedder corta las frases y deja que fluya la intuición. Alude a la familia desintegrada, a las soluciones últimas y desconsoladas y a la necesidad de sobrevivir como sea y en las circunstancias más adversas. Cada estribillo hace crecer la desolación hasta desembocar en el llanto crecido de Vedder que rompe en el solo de Mike McCready, y el guitarrista lleva la canción hasta una cima casi inalcanzable de desesperación y éxtasis. Vuelve entonces Vedder (ah ah ah ah aaah, ah ah ah ah aaah... yeah yeah yeyeyeeeee) y Alive concluye cuando ya has llevado la adrenalina hasta el límite. Y sigues vivo.
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2 comentarios:
suscribo cada una de tus palabras.
Me alegra que coincidamos tantos. Saludos.
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