Cada cierto tiempo y de manera imprevista, como cuando sin avisar vuelves a cruzarte con una chica que te gusta tanto pero sabes que no está a tu alcance y te conformas con mirarla o tenerla cerca, me reencuentro con Tori Amos, la sensual y sexual Tori y su confesional piano. No tengo prisa por empacharme de toda su música cruda y sin reservas, y eso que me encanta la simpleza seductora de las portadas de sus discos (sobre todo aquella en la que uno podía escoger entre doce primeros planos suyos con diferente maquillaje), lo que anima a escucharlos; pero sólo inspecciono dentro de ellos cuando por casualidad, como digo, me tropiezo de nuevo con ella.
Si a comienzos de año disfruté del variado relax estiloso de su último disco, The beekeeper, ahora a mediados de 2006 ha caído en mis manos su primer álbum, el que en enero de 1992 reveló a la prometedora pianista y autora que durante el año anterior había dado tanto que hablar, Little earthquakes. Tori Amos me fascina de un modo extraño, como si me invitase al interior de una habitación a pasar una noche en ella y me pidiese que no dejara de mirarla con las manos atadas. Las teclas dominan su música y consiguen ‘hiperdramatizar’ sus letras y los vaivenes de su voz convierten un lamento en un tormento o un susurro en un orgasmo (inolvidable es su ‘copulación’ musical con Robert Plant en el tema de Led Zeppelin Down by the seaside). Su primer disco nació más desaliñado que los que sucedieron al siguiente, el también sombrío Under the pink (1994), y carece del ropaje instrumental con que presentó sus siguientes experimentos, tan arriesgados unos como más accesibles otros.
Los ‘pequeños terremotos’ de la pelirroja Tori Amos confiesan traumas sexuales y dilemas morales, son relatos desnudos de una artista nada convencional con formación clásica y alma rockera. Descarnada es la narración que de la violación que sufrió hace en Me and a gun, por eso la canta sin instrumento alguno. De una dureza delicada son las iniciales Crucify y Girl. Y el masaje melódico que el piano proporciona a China, Mother o Winter acaban por convertir el debut de Tori Amos en el suspiro pacífico de una escandalosa bestia hipnotizada.
lunes, julio 31, 2006
jueves, julio 27, 2006
SOUNDTRACK 16: DIRECTED BY TONY SCOTT
A uno le alivia descargar su aprecio defendiendo a quienes pocos defienden. Puede que sea yo tan ignorante o poco entendido como aquellos que se hacen llamar "entendidos" o pertenecen a alguno de los a menudo arrogantes gremios de la "prensa especializada". Desmarcándome de cualquier ámbito periodístico y desde mi devoción de años y años de cinefilia y con un puñado de miles de películas a la espalda, voy a alabar y proteger a ese cineasta con demasiada frecuencia menospreciado que es Tony Scott.
Tengo muy fresca su última película estrenada en España, Domino, con Keira Knightley y Mickey Rourke al frente del reparto. No me parece su mejor trabajo, pero me lo esperaba peor. Su descontrolada puesta en escena, su asfixiante estética, un ritmo agotador y su caótica y estridente selección musical pueden resultar tan irritantes para unos como fascinantes para otros. Yo me inclino hacia la fascinación, aunque reprochando el vicio del exceso sin motivo que suele excitar al director inglés y le aleja por completo de cualquier suspiro de contención. Es su sello, una marca de fábrica que enfatiza las características naturales de sus películas anteriores (Amor a quemarropa, Enemigo público o Spy game entre las mejores).
Cuando se ataca a Tony Scott se le censura por la velocidad de su montaje, el preciosismo de una fotografía de contrastes muy presente en la publicidad (terreno del que procede y en el que ha sido un maestro) y el vídeo clip. Tras sus dos últimos films, El fuego de la venganza y Domino, además se le critica la radicalidad de su inventiva visual. Yo defiendo todas esas cualidades, pero no por razones tan gratuitas como las que a veces el director expone, sino porque esas armas cinematográficas son tan ideales recursos para la puesta en imágenes de los vertiginosos argumentos de sus películas, como elementos que introducen al espectador en plena acción.
De ese modo, con planos cortos y muy acercados a la piel de los personajes o con la sucesión frenética de escenas, uno puede respirar casi como ellos y sentir sus emociones. Así duelen las palizas (como la que sufre Patricia Arquette en Amor a quemarropa) y entra en nuestras carnes la angustia (como la que mantiene al filo de la paranoia a Will Smith en Enemigo público o a Denzel Washington en El fuego de la venganza). Así a uno le salpica la saliva de Denzel o de Gene Hackman en cada una de sus broncas en Marea roja, se acojona con la mirada delirante de Robert de Niro en la enfermiza Fanático o se moja de lluvia y sudor deportivo en el arranque y el clímax de El último boy scout.
Pero no creáis que Tony Scott se salva de mis críticas. Es imposible defender trabajos tan mediocres (malos, si cabe) como Top Gun, Revenge y Días de trueno. Y no parece ser un tipo cabal cuando se desmadra en las irregulares El fuego de la venganza y Domino. Las producciones de Simpson y Bruckheimer en el comienzo de su carrera han convertido al hermano (sólo) algo menos listo de Ridley Scott, pegado a su desgastada gorra roja, en un artesano moderno y espectacular del cine de acción. Bruckheimer volverá a financiar su próximo film, Deja Vu, de nuevo con Washington. Dicen que será menos adrenalítico.
Tengo muy fresca su última película estrenada en España, Domino, con Keira Knightley y Mickey Rourke al frente del reparto. No me parece su mejor trabajo, pero me lo esperaba peor. Su descontrolada puesta en escena, su asfixiante estética, un ritmo agotador y su caótica y estridente selección musical pueden resultar tan irritantes para unos como fascinantes para otros. Yo me inclino hacia la fascinación, aunque reprochando el vicio del exceso sin motivo que suele excitar al director inglés y le aleja por completo de cualquier suspiro de contención. Es su sello, una marca de fábrica que enfatiza las características naturales de sus películas anteriores (Amor a quemarropa, Enemigo público o Spy game entre las mejores).
Cuando se ataca a Tony Scott se le censura por la velocidad de su montaje, el preciosismo de una fotografía de contrastes muy presente en la publicidad (terreno del que procede y en el que ha sido un maestro) y el vídeo clip. Tras sus dos últimos films, El fuego de la venganza y Domino, además se le critica la radicalidad de su inventiva visual. Yo defiendo todas esas cualidades, pero no por razones tan gratuitas como las que a veces el director expone, sino porque esas armas cinematográficas son tan ideales recursos para la puesta en imágenes de los vertiginosos argumentos de sus películas, como elementos que introducen al espectador en plena acción.
De ese modo, con planos cortos y muy acercados a la piel de los personajes o con la sucesión frenética de escenas, uno puede respirar casi como ellos y sentir sus emociones. Así duelen las palizas (como la que sufre Patricia Arquette en Amor a quemarropa) y entra en nuestras carnes la angustia (como la que mantiene al filo de la paranoia a Will Smith en Enemigo público o a Denzel Washington en El fuego de la venganza). Así a uno le salpica la saliva de Denzel o de Gene Hackman en cada una de sus broncas en Marea roja, se acojona con la mirada delirante de Robert de Niro en la enfermiza Fanático o se moja de lluvia y sudor deportivo en el arranque y el clímax de El último boy scout.
Pero no creáis que Tony Scott se salva de mis críticas. Es imposible defender trabajos tan mediocres (malos, si cabe) como Top Gun, Revenge y Días de trueno. Y no parece ser un tipo cabal cuando se desmadra en las irregulares El fuego de la venganza y Domino. Las producciones de Simpson y Bruckheimer en el comienzo de su carrera han convertido al hermano (sólo) algo menos listo de Ridley Scott, pegado a su desgastada gorra roja, en un artesano moderno y espectacular del cine de acción. Bruckheimer volverá a financiar su próximo film, Deja Vu, de nuevo con Washington. Dicen que será menos adrenalítico.
viernes, julio 21, 2006
BONUS TRACK 9: LIVE AT SIN-É (JEFF BUCKLEY)
A los treinta y tantos podemos descubrir todavía uno de esos ‘discos de nuestras vidas’, una de esas obras musicales que nos acompañarán hasta la muerte.
Hace años Red Stovall y yo conocimos a un tipo bastante impresentable que decía que el Grace de Jeff Buckley era "el disco más grande de la historia". Yo tenía ese disco y me gustaba mucho, cierto, pero ni antes ni ahora otorgaba a este álbum esa condición suprema. El trágico destino de Jeff Buckley ha ayudado a convertir Grace en una piedra musical no sólo extraordinaria, sino legendaria. Poco tiempo después conseguimos un EP del autor que contenía cuatro temas en directo grabados en el café Sin-é de Manhattan meses antes de la aparición de Grace, el primer y único LP publicado por Buckley en vida. Años más tarde Columbia editó un doble disco con aquella actuación completa de Jeff en una noche de agosto de 1993 y fragmentos de otras en el mismo local.
Hace bien poco que he conseguido esa edición extendida del directo en el Sin-é y ha supuesto para mí una experiencia... cómo diría... estremecedora, inmaculada, única e incomparable. Siempre he pensado que la muerte de Jeff Buckley fue una de las mayores desgracias que la historia del rock and roll se reserva. Hubo estrellas que fallecieron también demasiado jóvenes y con el tiempo suficiente para convertirse en mitos, algunos con una escasa producción musical y otros con otra más voluminosa. Pero Buckley no perdió la vida en un accidente de avión ni se autodestruyó con drogas, sólo escogió un mal momento para nadar en el Wolf River de Memphis, el día en que su banda había llegado a la ciudad para iniciar la grabación del que hubiera sido su segundo disco. Ocurrió el 29 de mayo de 1997. Tenía 30 años. Los directos publicados después y las tomas oficiales ensayadas de las canciones que hubieran sucedido a las de Grace confirman la magnitud de su pérdida.
Escuchar durante casi tres horas Live at Sin-é es algo así como un paréntesis en nuestras vidas para sumergirnos en el éxtasis de un autor en íntimo contacto con su música y el privilegiado público que llegó a escucharle y disfrutarle en el café irlandés del Greenwich Village neoyorkino. Es la música en su estado de pureza máxima. Jeff prefería sus actuaciones individuales a los conciertos con banda: quería desnudarse ante los desconocidos con el único soporte de su guitarra eléctrica, equivocarse y corregir, hablar e improvisar, alcanzar un cénit musical personal e irrepetible aunque nadie llegase con él hasta tan arriba. Pero yo creo que aquel público llegaba muy arriba.
El doble álbum Live at Sin-é salpica con breves monólogos –alguno muy divertido– una selección inmejorable de canciones propias y mágicas versiones. Sólo cinco cortes que aparecerían luego en Grace se dejan oír en el primero de los discos. Éste y el segundo incluyen minutos de catársis conquistados por las revisitaciones de The way young lovers do y Sweet thing (Van Morrison), Je N’en Connais pas la fin (Edith Piaf), Just like a woman (Bob Dylan) y, por supuesto Hallelujah (Leonard Cohen), tema que casi cayó en poder de Jeff Buckley con la doliente versión definitiva que después aportó a su único disco de estudio. Sólo Jeff y su Telecaster inseparable, un dúo tan simple y tan perfecto, convierten este disco en una obra inaudita y jodidamente MAESTRA.
Cuesta creer que Jeff Buckley sólo compartiera con su padre Tim un día en la vida, dos meses antes de la muerte de éste en 1975. Con los años ambos confluyen en la lujosa autopista que la música reserva a sus mejores autores, a especímenes insólitos dotados de un talento y un corazón desgarradores. Provistos de aulladoras voces tan prodigiosas como vacilantes y de una sensibilidad auténtica, sin trampas, a la hora de transmitir su estado emocional, padre e hijo ocupan un peldaño dorado que nadie más merece pisar en la escalera de los músicos genuinos e inimitables.
Pocas cosas hay tan bellas y purificadoras como llorar con una película. También con el directo íntegro de Jeff Buckley en el café Sin-é. Cabrón, ¿por qué nos dejaste tan pronto? Espéranos en el cielo.
Hace años Red Stovall y yo conocimos a un tipo bastante impresentable que decía que el Grace de Jeff Buckley era "el disco más grande de la historia". Yo tenía ese disco y me gustaba mucho, cierto, pero ni antes ni ahora otorgaba a este álbum esa condición suprema. El trágico destino de Jeff Buckley ha ayudado a convertir Grace en una piedra musical no sólo extraordinaria, sino legendaria. Poco tiempo después conseguimos un EP del autor que contenía cuatro temas en directo grabados en el café Sin-é de Manhattan meses antes de la aparición de Grace, el primer y único LP publicado por Buckley en vida. Años más tarde Columbia editó un doble disco con aquella actuación completa de Jeff en una noche de agosto de 1993 y fragmentos de otras en el mismo local.
Hace bien poco que he conseguido esa edición extendida del directo en el Sin-é y ha supuesto para mí una experiencia... cómo diría... estremecedora, inmaculada, única e incomparable. Siempre he pensado que la muerte de Jeff Buckley fue una de las mayores desgracias que la historia del rock and roll se reserva. Hubo estrellas que fallecieron también demasiado jóvenes y con el tiempo suficiente para convertirse en mitos, algunos con una escasa producción musical y otros con otra más voluminosa. Pero Buckley no perdió la vida en un accidente de avión ni se autodestruyó con drogas, sólo escogió un mal momento para nadar en el Wolf River de Memphis, el día en que su banda había llegado a la ciudad para iniciar la grabación del que hubiera sido su segundo disco. Ocurrió el 29 de mayo de 1997. Tenía 30 años. Los directos publicados después y las tomas oficiales ensayadas de las canciones que hubieran sucedido a las de Grace confirman la magnitud de su pérdida.
Escuchar durante casi tres horas Live at Sin-é es algo así como un paréntesis en nuestras vidas para sumergirnos en el éxtasis de un autor en íntimo contacto con su música y el privilegiado público que llegó a escucharle y disfrutarle en el café irlandés del Greenwich Village neoyorkino. Es la música en su estado de pureza máxima. Jeff prefería sus actuaciones individuales a los conciertos con banda: quería desnudarse ante los desconocidos con el único soporte de su guitarra eléctrica, equivocarse y corregir, hablar e improvisar, alcanzar un cénit musical personal e irrepetible aunque nadie llegase con él hasta tan arriba. Pero yo creo que aquel público llegaba muy arriba.
El doble álbum Live at Sin-é salpica con breves monólogos –alguno muy divertido– una selección inmejorable de canciones propias y mágicas versiones. Sólo cinco cortes que aparecerían luego en Grace se dejan oír en el primero de los discos. Éste y el segundo incluyen minutos de catársis conquistados por las revisitaciones de The way young lovers do y Sweet thing (Van Morrison), Je N’en Connais pas la fin (Edith Piaf), Just like a woman (Bob Dylan) y, por supuesto Hallelujah (Leonard Cohen), tema que casi cayó en poder de Jeff Buckley con la doliente versión definitiva que después aportó a su único disco de estudio. Sólo Jeff y su Telecaster inseparable, un dúo tan simple y tan perfecto, convierten este disco en una obra inaudita y jodidamente MAESTRA.
Cuesta creer que Jeff Buckley sólo compartiera con su padre Tim un día en la vida, dos meses antes de la muerte de éste en 1975. Con los años ambos confluyen en la lujosa autopista que la música reserva a sus mejores autores, a especímenes insólitos dotados de un talento y un corazón desgarradores. Provistos de aulladoras voces tan prodigiosas como vacilantes y de una sensibilidad auténtica, sin trampas, a la hora de transmitir su estado emocional, padre e hijo ocupan un peldaño dorado que nadie más merece pisar en la escalera de los músicos genuinos e inimitables.
Pocas cosas hay tan bellas y purificadoras como llorar con una película. También con el directo íntegro de Jeff Buckley en el café Sin-é. Cabrón, ¿por qué nos dejaste tan pronto? Espéranos en el cielo.
jueves, julio 20, 2006
GREATEST HITS 12: ALL ALONG THE WATCHTOWER (JIMI HENDRIX)
Por unas horas nuestro templo fue el coche y las carreteras del norte, los testigos de nuestro viaje de regreso. En los últimos metros, después de Springsteen, Living Colour, Nick Cave, Tom Waits, Screaming Trees y Frank Zappa, pedí a mi compañero de ruta que escogiera un tema para entrar en la ciudad. El día se tocaba los dedos con el siguiente y el mar de luces allá abajo nos daba la bienvenida, nos abría los brazos hogareños del descanso. Gran acierto el de Pepe Guns, no esperaba menos.
Arrebato rítmico y guitarra feroz. Jimi Hendrix, Mitch Mitchell y Dave Mason reinterpretaban All along the watchtower. La escribió un tal Dylan a finales de 1967, pero Hendrix se la apropió sin armónicas meses después y la incluyó en su 'eléctrica tierra de mujeres'. A su autor original le encantó, faltaría más. Después llegaron cientos y miles de versiones, casi todas espléndidas (es casi imposible destrozar una canción sublime, al alcance del cerebro de los genios). Uno maulla a la par de los rasgueos guitarreros, bucea en el sonido acuoso de las cuerdas maltratadas y cabalga montado en su mástil de aire. Hipnotiza el wah wah, seduce viajera la voz lisérgica.
Bob Dylan labró está canción. Jimi Hendrix la perfeccionó. El coche bajó desde lo alto de la atalaya y pisó tierra firme, segura. Estábamos en casa.
Arrebato rítmico y guitarra feroz. Jimi Hendrix, Mitch Mitchell y Dave Mason reinterpretaban All along the watchtower. La escribió un tal Dylan a finales de 1967, pero Hendrix se la apropió sin armónicas meses después y la incluyó en su 'eléctrica tierra de mujeres'. A su autor original le encantó, faltaría más. Después llegaron cientos y miles de versiones, casi todas espléndidas (es casi imposible destrozar una canción sublime, al alcance del cerebro de los genios). Uno maulla a la par de los rasgueos guitarreros, bucea en el sonido acuoso de las cuerdas maltratadas y cabalga montado en su mástil de aire. Hipnotiza el wah wah, seduce viajera la voz lisérgica.
Bob Dylan labró está canción. Jimi Hendrix la perfeccionó. El coche bajó desde lo alto de la atalaya y pisó tierra firme, segura. Estábamos en casa.
lunes, julio 17, 2006
LIVE IN 24: CARDIGANS, BEN HARPER, THE CULT, FUN LOVIN’ CRIMINALS & GUNS ‘N’ ROSES (BILBAO LIVE FESTIVAL)
En una de las mejores compañías posibles, la del mítico Pepe Guns, invertí dos días de mis vacaciones y de mi estancia en el País Vasco en disfrutar de la música en vivo. Los buenos de Quiroga, Xusto y Moncho también fueron testigos de algunas de las actuaciones que en Bilbao reunió el Bilbao Live Festival en el paraje de Kobetamendi. Cinco conciertos, sobre todo, despertaron nuestro interés. Pop, rock, fusión, artistas, estrellas y mucho sudor, en gran manera inolvidables.
A las nueve en punto del primer día del festival pisó el escenario el grupo sueco The Cardigans. Al frente, con la sencillez de tres ajustadas prendas negras y el reposo de sus movimientos, Nina Persson presidió la agradable postal. Hombros descubiertos y cabello en coleta... la preciosa vocalista cantó los temas más reconocibles de su producción: no faltó la enigmática Erase and rewind, la seductora For what is worth, la bailable Lovefool del film Romeo and Juliet y la viajera y morbosa My favourite game para clausurar el set list. Poco más de una hora de pop sutil (y algo de mariposeo en la audiencia) por momentos asomado al patio del rock. Pudieron estar mejor, pero quizá no se les pedía más.
Cambio de escenario para tomar posición adelantada frente a la tropa criminal de Ben Harper. Con semejante escolta, la de los Innocent Criminals, es imposible decepcionar. El músico de Los Angeles interpreta con devoción completa y entrega al cien por cien, tiene a su espalda la confianza de una banda fabulosa. En su actuación escogió las mejores piezas de su último gran disco, Both sides of the gun, con cuyo tema titular arrancó. Aunque tachó de su repertorio algunas maravillas como Glory & Consequence y Excuse me, Mr. compensó estas ausencias con una inesperada versión de Heart of gold, de Neil Young al cuarto de hora, y una posterior inclusión de Exodus de Marley entre las estrofas de una de esas extendidas y crecientes composiciones suyas que entrelazan el reagge con el rock. Amen Omen y With my own two hands fueron sus cúspides emocionales. Pese a recargar demasiado la fiereza de su guitarra weissenborn en el penúltimo tema, el concierto elevó para mí a Ben Harper al podio de los nuevos gigantes. En octubre vuelve a España.
La serie de conciertos del primer día concluye con una descarga de alto voltaje, la que emana de la guitarra de Billy Duffy, el golpeo sólido y prodigioso del baterista Joey Tempest y los gritos todavía jóvenes de Ian Astbury. The Cult no tiene material nuevo en el mercado ni presenta grandes éxitos, pero apenas falta uno en la selección de canciones con que recorre Europa estos meses. Lil devil, Wildflower, la adictiva Fire woman, Sweet soul sister y She sells sanctuary engrandecieron su intensa actuación, confirmaron su buena forma, despertaron las ganas de repasar su discografía y animaron a que dentro de poco tengan nuevas canciones sin freno ni respiro.
El mismo escenario nos reunió el segundo día para asistir primero a una ventisca y después a un huracán. Los gamberretes Fun Lovin’ Criminals comenzaron atronadores antes de exhibir su rockero funk elegante. Tres tipos bastan para meter más ruido y mejor que una banda de garage: un grueso capo de la mafia en la batería, un carismático matón al micro y con guitarra y un conquistador de impecable traje coordinando los demás instrumentos. Un par de escupitajos punk más salpicaron el divertido recital de los FLC, una actuación que se hizo corta y que nos trasladó durante algo más de una hora a las calles de Nueva York para hacernos sentir reyes y supervivientes por una noche.
Y al menos ya podré decir que he visto a los Guns ‘N’ Roses. Vale, a los de ahora, a las cenizas de una de las mejores bandas de rock de la historia, pese a quien a le duela, a Axl y a sus nuevos amigos, pero a unos estupendos Guns ‘N’ Roses al fin y al cabo. Si Adler, Duff, Slash y demás hubieran estado en Bilbao nadie habría rechistado, nadie protestaría una sola nota de las dos horas y media de show con letras y música mayúsculas. No fue un concierto perfecto, no me voy a cegar: hubo caídas de ritmo, algún solo guitarrero alargado así como alguna canción, y no todos los guitarristas ni la presencia de sus instrumentos rindieron al mismo nivel. Pero Welcome to the jungle, Sweet child O’Mine y Paradise City sonaron como el primer día, soberbias. Y Axl premió al público con la invitación especial de un inesperado Izzy Stradlin, cuya cuarta guitarra agigantó temazos como Nighttrain y Paradise, por supuesto. No importa el divismo caprichoso de Axl Rose si luego justifica su estatus de estrella del rock como en los mejores años de la banda. Sí, no está delgado pero tampoco está gordo y corre de principio a fin de un lado a otro del escenario con el mismo entusiasmo que Mick Jagger, salvo cuando le da minutos en solitario a sus músicos y reconvierte November rain en una obra maestra sentado en el piano. Ah, y grita histérico al final de las canciones como cuando juntaba su espalda con la de Slash. Magníficas armas, enormes rosas, sí señor. Su rock en vivo sigue siendo el antídoto ideal para combatir a los enteradillos intransigentes que aún creen que los Guns están muertos.
A las nueve en punto del primer día del festival pisó el escenario el grupo sueco The Cardigans. Al frente, con la sencillez de tres ajustadas prendas negras y el reposo de sus movimientos, Nina Persson presidió la agradable postal. Hombros descubiertos y cabello en coleta... la preciosa vocalista cantó los temas más reconocibles de su producción: no faltó la enigmática Erase and rewind, la seductora For what is worth, la bailable Lovefool del film Romeo and Juliet y la viajera y morbosa My favourite game para clausurar el set list. Poco más de una hora de pop sutil (y algo de mariposeo en la audiencia) por momentos asomado al patio del rock. Pudieron estar mejor, pero quizá no se les pedía más.
Cambio de escenario para tomar posición adelantada frente a la tropa criminal de Ben Harper. Con semejante escolta, la de los Innocent Criminals, es imposible decepcionar. El músico de Los Angeles interpreta con devoción completa y entrega al cien por cien, tiene a su espalda la confianza de una banda fabulosa. En su actuación escogió las mejores piezas de su último gran disco, Both sides of the gun, con cuyo tema titular arrancó. Aunque tachó de su repertorio algunas maravillas como Glory & Consequence y Excuse me, Mr. compensó estas ausencias con una inesperada versión de Heart of gold, de Neil Young al cuarto de hora, y una posterior inclusión de Exodus de Marley entre las estrofas de una de esas extendidas y crecientes composiciones suyas que entrelazan el reagge con el rock. Amen Omen y With my own two hands fueron sus cúspides emocionales. Pese a recargar demasiado la fiereza de su guitarra weissenborn en el penúltimo tema, el concierto elevó para mí a Ben Harper al podio de los nuevos gigantes. En octubre vuelve a España.
La serie de conciertos del primer día concluye con una descarga de alto voltaje, la que emana de la guitarra de Billy Duffy, el golpeo sólido y prodigioso del baterista Joey Tempest y los gritos todavía jóvenes de Ian Astbury. The Cult no tiene material nuevo en el mercado ni presenta grandes éxitos, pero apenas falta uno en la selección de canciones con que recorre Europa estos meses. Lil devil, Wildflower, la adictiva Fire woman, Sweet soul sister y She sells sanctuary engrandecieron su intensa actuación, confirmaron su buena forma, despertaron las ganas de repasar su discografía y animaron a que dentro de poco tengan nuevas canciones sin freno ni respiro.
El mismo escenario nos reunió el segundo día para asistir primero a una ventisca y después a un huracán. Los gamberretes Fun Lovin’ Criminals comenzaron atronadores antes de exhibir su rockero funk elegante. Tres tipos bastan para meter más ruido y mejor que una banda de garage: un grueso capo de la mafia en la batería, un carismático matón al micro y con guitarra y un conquistador de impecable traje coordinando los demás instrumentos. Un par de escupitajos punk más salpicaron el divertido recital de los FLC, una actuación que se hizo corta y que nos trasladó durante algo más de una hora a las calles de Nueva York para hacernos sentir reyes y supervivientes por una noche.
Y al menos ya podré decir que he visto a los Guns ‘N’ Roses. Vale, a los de ahora, a las cenizas de una de las mejores bandas de rock de la historia, pese a quien a le duela, a Axl y a sus nuevos amigos, pero a unos estupendos Guns ‘N’ Roses al fin y al cabo. Si Adler, Duff, Slash y demás hubieran estado en Bilbao nadie habría rechistado, nadie protestaría una sola nota de las dos horas y media de show con letras y música mayúsculas. No fue un concierto perfecto, no me voy a cegar: hubo caídas de ritmo, algún solo guitarrero alargado así como alguna canción, y no todos los guitarristas ni la presencia de sus instrumentos rindieron al mismo nivel. Pero Welcome to the jungle, Sweet child O’Mine y Paradise City sonaron como el primer día, soberbias. Y Axl premió al público con la invitación especial de un inesperado Izzy Stradlin, cuya cuarta guitarra agigantó temazos como Nighttrain y Paradise, por supuesto. No importa el divismo caprichoso de Axl Rose si luego justifica su estatus de estrella del rock como en los mejores años de la banda. Sí, no está delgado pero tampoco está gordo y corre de principio a fin de un lado a otro del escenario con el mismo entusiasmo que Mick Jagger, salvo cuando le da minutos en solitario a sus músicos y reconvierte November rain en una obra maestra sentado en el piano. Ah, y grita histérico al final de las canciones como cuando juntaba su espalda con la de Slash. Magníficas armas, enormes rosas, sí señor. Su rock en vivo sigue siendo el antídoto ideal para combatir a los enteradillos intransigentes que aún creen que los Guns están muertos.
miércoles, julio 12, 2006
LIVE IN 23: BOB DYLAN (VALLADOLID, DONOSTI)
Post especial desde Bilbao:
Intuimos sus fans que vivirá de su propia leyenda. ¿Cómo vive en realidad?, nos preguntamos. ¿Siempre en la carretera?, ¿en uno de los camiones de viaje o en una lujosa caravana? ¿Dejará alguna vez de girar y girar en su ruta interminable de conciertos por los cinco continentes? ¿Se comunica por teléfono móvil o internet con los miembros cercanos de su familia (si es que mantiene contacto)? ¿Planea volver a alguna de sus casas y descansar, perdido en el campo o en la montaña? ¿Morirá en escena o sobre el asfalto? Todo lo que rodea a Bob Dylan es misterio, es eso, una leyenda.
Llega, canta y se marcha. Un simple gracias y un detalle hacia su banda, la presenta justo antes de la última canción. Los músicos le rodean cuando se descuelgan los instrumentos, entonces levanta con timidez una o las dos manos y deja el escenario. "Bueno, esto... gracias por venir. Estos somos nosotros. Este soy yo, Bob Dylan". Piensa, pero no habla. Poco necesita para encandilar (si le adoras, claro). Si le pides más, no te lo va a dar.
Dylan ha vuelto a España dos veranos después. Tribecasessions ha estado en las dos últimas fechas: Polideportivo Pisuerga de Valladolid (9 de julio) y Playa de Zurriola en San Sebastián (día 11). Lo disfruté más en León en 2004, he de reconocer. Habían pasado más años desde el último concierto suyo que había visto y la banda que le acompañaba entonces tenía más presencia, más fuerza. Él se escondía tras los teclados, como ahora, de los que extrae un alegre sonido de feria que en ocasiones desluce un poco las versiones. Se echa de menos al guitarrista Larry Campbell, quizá ahora Dylan prefiere tener a músicos más secundarios y menos vigorosos y por eso ha renovado a casi toda su banda de gira de los últimos años, salvo al bajista Tony Garnier. Le funcionó mejor la voz en Valladolid, porque en Donosti la arrastró, le costó acabar las frases con el mismo timbre con el que las empezaba. Compensó su debilitada garganta con la expresividad que escupió el sonido de su armónica, tierna y nostálgica en baladas como Don't think twice, it's all right o Girl of the North Country. De un concierto para otro, cambió tres canciones, repartió cuatro clásicos (Forever young y I'll be your baby tonight, entre ellos), convirtió en casi irreconocibles Mr. Tambourine y The times they are a-changin' y reforzó la musculatura rítmica de It's alright Ma y Highway 61 revisited. El cierre, como era de esperar, fue espléndido: Like a rolling stone y All along the watchtower. Pero el muy... no agarró la guitarra.
El día 28 de agosto publica un nuevo disco con temas inéditos, Modern times. Aunque no cabalgues al ritmo de nuestros días, no dejes de trotar.
Intuimos sus fans que vivirá de su propia leyenda. ¿Cómo vive en realidad?, nos preguntamos. ¿Siempre en la carretera?, ¿en uno de los camiones de viaje o en una lujosa caravana? ¿Dejará alguna vez de girar y girar en su ruta interminable de conciertos por los cinco continentes? ¿Se comunica por teléfono móvil o internet con los miembros cercanos de su familia (si es que mantiene contacto)? ¿Planea volver a alguna de sus casas y descansar, perdido en el campo o en la montaña? ¿Morirá en escena o sobre el asfalto? Todo lo que rodea a Bob Dylan es misterio, es eso, una leyenda.
Llega, canta y se marcha. Un simple gracias y un detalle hacia su banda, la presenta justo antes de la última canción. Los músicos le rodean cuando se descuelgan los instrumentos, entonces levanta con timidez una o las dos manos y deja el escenario. "Bueno, esto... gracias por venir. Estos somos nosotros. Este soy yo, Bob Dylan". Piensa, pero no habla. Poco necesita para encandilar (si le adoras, claro). Si le pides más, no te lo va a dar.
Dylan ha vuelto a España dos veranos después. Tribecasessions ha estado en las dos últimas fechas: Polideportivo Pisuerga de Valladolid (9 de julio) y Playa de Zurriola en San Sebastián (día 11). Lo disfruté más en León en 2004, he de reconocer. Habían pasado más años desde el último concierto suyo que había visto y la banda que le acompañaba entonces tenía más presencia, más fuerza. Él se escondía tras los teclados, como ahora, de los que extrae un alegre sonido de feria que en ocasiones desluce un poco las versiones. Se echa de menos al guitarrista Larry Campbell, quizá ahora Dylan prefiere tener a músicos más secundarios y menos vigorosos y por eso ha renovado a casi toda su banda de gira de los últimos años, salvo al bajista Tony Garnier. Le funcionó mejor la voz en Valladolid, porque en Donosti la arrastró, le costó acabar las frases con el mismo timbre con el que las empezaba. Compensó su debilitada garganta con la expresividad que escupió el sonido de su armónica, tierna y nostálgica en baladas como Don't think twice, it's all right o Girl of the North Country. De un concierto para otro, cambió tres canciones, repartió cuatro clásicos (Forever young y I'll be your baby tonight, entre ellos), convirtió en casi irreconocibles Mr. Tambourine y The times they are a-changin' y reforzó la musculatura rítmica de It's alright Ma y Highway 61 revisited. El cierre, como era de esperar, fue espléndido: Like a rolling stone y All along the watchtower. Pero el muy... no agarró la guitarra.
El día 28 de agosto publica un nuevo disco con temas inéditos, Modern times. Aunque no cabalgues al ritmo de nuestros días, no dejes de trotar.
jueves, julio 06, 2006
GREATEST HITS 11: THE WHOLE OF THE MOON (THE WATERBOYS)
Disfruto más las canciones cuando me introducen de lleno en un paisaje o un ambiente, cuando se convierten en una experiencia sensorial y me transformo por unos minutos en un protagonista más de la breve historia a la que el grupo o el artista dan forma y sonido. Aunque apenas escuchada en el templo Tribeca, The whole of the moon, pictórica y preciosa canción de los Waterboys, me dio cobijo e instantes de emoción hace poco en la basílica que el amigo Red Stovall tiene en el Maeloc.
Hace unos veranos pisó Mike Scott nuestra playa de Riazor para dar un concierto gratuito. De noche ya, en el límite con el día siguiente, lució jovial su voz soleada para gritar a las estrellas y buscar la plenitud de la luna. No recuerdo en qué fase estaba entonces en el cielo apagado, pero sí haber viajado, como cada vez que escucho esta canción, a los acantilados de Irlanda, a los valles de Escocia o a las llanuras inglesas aunque nunca hubiera estado allí.
Es la magia interior con la que cada uno se funde en ciertas canciones. The whole of the moon trata sobre el conocimiento, confiesa el propio Scott. Para mí trata sobre el viento de la montaña, la brisa de la playa, cañones al alba y trompetas al anochecer, palacios y torres, muelles y barcos, viento y banderas... sueños. Incluida en el tercer álbum de la banda británica, This is the sea (1985), el tema fue su primer gran éxito, una joya que precede a su trabajo más folky y rural, el también estupendo Fisherman’s Blues (1988), cierre del periodo más luminoso de una banda alegre y familiar, pintores de emociones en la orilla del mar o dentro del océano.
Hace unos veranos pisó Mike Scott nuestra playa de Riazor para dar un concierto gratuito. De noche ya, en el límite con el día siguiente, lució jovial su voz soleada para gritar a las estrellas y buscar la plenitud de la luna. No recuerdo en qué fase estaba entonces en el cielo apagado, pero sí haber viajado, como cada vez que escucho esta canción, a los acantilados de Irlanda, a los valles de Escocia o a las llanuras inglesas aunque nunca hubiera estado allí.
Es la magia interior con la que cada uno se funde en ciertas canciones. The whole of the moon trata sobre el conocimiento, confiesa el propio Scott. Para mí trata sobre el viento de la montaña, la brisa de la playa, cañones al alba y trompetas al anochecer, palacios y torres, muelles y barcos, viento y banderas... sueños. Incluida en el tercer álbum de la banda británica, This is the sea (1985), el tema fue su primer gran éxito, una joya que precede a su trabajo más folky y rural, el también estupendo Fisherman’s Blues (1988), cierre del periodo más luminoso de una banda alegre y familiar, pintores de emociones en la orilla del mar o dentro del océano.
martes, julio 04, 2006
SOUNDTRACK 15: EL AMOR DE ESTE AÑO
Danny es tatuador, impulsivo y aficionado del Arsenal.
Hannah es diseñadora de ropa, inconsistente y sin ganas de compromiso.
Cameron es pintor vanguardista, juerguista pordiosero abocado al fracaso.
Mary es limpiadora, insatisfecha y de buen corazón.
Liam es un tímido adolescente, acomplejado e inmaduro.
Sophie es una madre soltera en busca de estabilidad, neurótica y triste.
Son ingredientes para una historia coral, variante que el cine utiliza a menudo y que balancea hacia la comedia o hacia el drama o sitúa en el punto intermedio. Unas películas triunfan, otras no llegan a nada; unas se enriquecen de un reparto popular, otras necesitan rostros populares; unas extraen trozos de vidas sin más propósito que hacerlos cotidianos y reconocibles, otras convierten las rutinas en el canal de transmisión de ideas e inquietudes trascendentales; pero casi todas presentan al hombre interrelacionado con su entorno de amistades, familiares y vecinos y expuesto (a veces desnudo) a las complejidades de la vida diaria.
Muchos consideran Vidas cruzadas, de Robert Altman, la cumbre del cine coral, una de las principales y también cargas de casi toda la obra del autor. Yo prefiero Grand Canyon, de Lawrence Kasdan. Fresca está en la mente la premiada Crash. Otros ejemplos de estimable cine coral son Reencuentro, también de Kasdan, Cosas que diría con sólo mirarla o la española En la ciudad. Por el contrario poco merecen Nashville, del peor Altman, o Amigos y vecinos.
No sólo en el guión está la clave del éxito muchas veces, de la sintonía con el público. Hace falta también un elenco de actores entregados y eficientes, un ámbito atractivo y motivos o preocupaciones argumentales cercanos en los que nos podamos ver más o menos reflejados. Si orquesta todo ello con habilidad y estilo el director, mejor. Una gran parte de ello aparece en El amor de este año, un film británico de 1998, del cual una de sus escenas vista hace poco me ha vuelto a despertar el buen recuerdo que tengo de ella.
Sin revelar más detalles que los del inicio del post para no restarle encanto ni interés a quienes no hayan visto la película, añadiré que el director escocés David Kane ubica en el entrañable barrio londinense de Camdem las relaciones cruzadas de tres hombres y tres mujeres en el periodo de tres años. Con hondo cariño hacia los personajes, el film descubre algún momento hilarante entre un tapiz más bien melodramático y desconsolado. En cada uno de los seis intérpretes –el simpático Douglas Henshall, la irresistible Catherine McCormack, el vacilante Dougray Scott, la natural Kathy Burke, el errante Ian Hart y la enigmática Jennifer Ehle- uno puede hallar retazos de sí mismo o de nuestros seres más próximos. Y además El amor de este año se beneficia del apoyo musical de canciones de Stereophonics, Morcheeba, Travis, Garbage y especialmente David Gray, interpretándose a sí mismo como cantante y cediendo su tema más redondo, Shine, a Kathy Burke en el momento más conmovedor del film.
Hannah es diseñadora de ropa, inconsistente y sin ganas de compromiso.
Cameron es pintor vanguardista, juerguista pordiosero abocado al fracaso.
Mary es limpiadora, insatisfecha y de buen corazón.
Liam es un tímido adolescente, acomplejado e inmaduro.
Sophie es una madre soltera en busca de estabilidad, neurótica y triste.
Son ingredientes para una historia coral, variante que el cine utiliza a menudo y que balancea hacia la comedia o hacia el drama o sitúa en el punto intermedio. Unas películas triunfan, otras no llegan a nada; unas se enriquecen de un reparto popular, otras necesitan rostros populares; unas extraen trozos de vidas sin más propósito que hacerlos cotidianos y reconocibles, otras convierten las rutinas en el canal de transmisión de ideas e inquietudes trascendentales; pero casi todas presentan al hombre interrelacionado con su entorno de amistades, familiares y vecinos y expuesto (a veces desnudo) a las complejidades de la vida diaria.
Muchos consideran Vidas cruzadas, de Robert Altman, la cumbre del cine coral, una de las principales y también cargas de casi toda la obra del autor. Yo prefiero Grand Canyon, de Lawrence Kasdan. Fresca está en la mente la premiada Crash. Otros ejemplos de estimable cine coral son Reencuentro, también de Kasdan, Cosas que diría con sólo mirarla o la española En la ciudad. Por el contrario poco merecen Nashville, del peor Altman, o Amigos y vecinos.
No sólo en el guión está la clave del éxito muchas veces, de la sintonía con el público. Hace falta también un elenco de actores entregados y eficientes, un ámbito atractivo y motivos o preocupaciones argumentales cercanos en los que nos podamos ver más o menos reflejados. Si orquesta todo ello con habilidad y estilo el director, mejor. Una gran parte de ello aparece en El amor de este año, un film británico de 1998, del cual una de sus escenas vista hace poco me ha vuelto a despertar el buen recuerdo que tengo de ella.
Sin revelar más detalles que los del inicio del post para no restarle encanto ni interés a quienes no hayan visto la película, añadiré que el director escocés David Kane ubica en el entrañable barrio londinense de Camdem las relaciones cruzadas de tres hombres y tres mujeres en el periodo de tres años. Con hondo cariño hacia los personajes, el film descubre algún momento hilarante entre un tapiz más bien melodramático y desconsolado. En cada uno de los seis intérpretes –el simpático Douglas Henshall, la irresistible Catherine McCormack, el vacilante Dougray Scott, la natural Kathy Burke, el errante Ian Hart y la enigmática Jennifer Ehle- uno puede hallar retazos de sí mismo o de nuestros seres más próximos. Y además El amor de este año se beneficia del apoyo musical de canciones de Stereophonics, Morcheeba, Travis, Garbage y especialmente David Gray, interpretándose a sí mismo como cantante y cediendo su tema más redondo, Shine, a Kathy Burke en el momento más conmovedor del film.
lunes, julio 03, 2006
BONUS TRACK 8: HARD NOSE THE HIGHWAY (VAN MORRISON)
Ocurre que a veces, lo quieras o no, te encuentras perdido, sea por razones materiales o espirituales, por asuntos de la cabeza o del corazón. Entonces te evades un poco más escapándote unas horas, aunque sea a pocos kilómetros de casa por carreteras estrechas y solitarias que nunca habías antes recorrido. Sólo te acompaña la música y el sonido pacífico del paisaje que atraviesas en el coche. Quizá al final de la ruta te sientas igual de perdido pero al menos te quitas un pequeño peso de encima con la ayuda de Van Morrison.
Tengo muchos de sus discos y aún me faltan unos cuantos para completar su obra. No tengo urgencia por algunos pero no descarto acabar reuniendo todos. De los extraordinarios discos que encadenó entre 1968 y 1974 me faltaba uno, que me compré justo el pasado fin de semana. En el año de mi nacimiento, 1973, Morrison dio vida a otra preciosa criatura musical, Hard nose the highway.
Peor recibido en su día que otros álbumes cercanos como el cariñoso St. Dominic’s Preview o el acaramelado His band and the Street Choir, Highway marca pequeños avances en el trayecto musical del entonces ya arrogante Van sin desmerecer en nada con respecto a esos discos previos o al posterior y cenital Veedon Fleece (1974), su última gran obra maestra. Así, brochazos de jazz y la voz de Jackie DeShannon con un aire psicodélico y respaldada por una ayuda orquestal sinfónica salpican el tema inicial, Snow in San Anselmo. Ambientes similares se respiran en Hard nose the highway o en Autumn song, uno de esos descriptivos cánticos suyos que va alargando hasta caer dormido más allá de los diez minutos. Otras dos canciones elevan la contenida emoción de este disco leve y reivindicable: la combativa The great deception, cuyo texto censura la hipócrita actitud de artistas como John Lennon y Sly Stone ("¿Oíste hablar de los cantantes de rock con tres o cuatro cadillacs pidiendo poder para el pueblo y baile para la música?"); y la más céltica Purple Heather, que Morrison adapta de una tradicional balada folk para cerrar el álbum con ese reconfortante sentimiento de tener siempre a mano una canción de las suyas para que lave un poco tus heridas.
Quizá tardes en salir de ese laberinto en que te hallas perdido. Siempre habrá una salida. Y creas o no, agradeces a Dios que exista Van Morrison.
Tengo muchos de sus discos y aún me faltan unos cuantos para completar su obra. No tengo urgencia por algunos pero no descarto acabar reuniendo todos. De los extraordinarios discos que encadenó entre 1968 y 1974 me faltaba uno, que me compré justo el pasado fin de semana. En el año de mi nacimiento, 1973, Morrison dio vida a otra preciosa criatura musical, Hard nose the highway.
Peor recibido en su día que otros álbumes cercanos como el cariñoso St. Dominic’s Preview o el acaramelado His band and the Street Choir, Highway marca pequeños avances en el trayecto musical del entonces ya arrogante Van sin desmerecer en nada con respecto a esos discos previos o al posterior y cenital Veedon Fleece (1974), su última gran obra maestra. Así, brochazos de jazz y la voz de Jackie DeShannon con un aire psicodélico y respaldada por una ayuda orquestal sinfónica salpican el tema inicial, Snow in San Anselmo. Ambientes similares se respiran en Hard nose the highway o en Autumn song, uno de esos descriptivos cánticos suyos que va alargando hasta caer dormido más allá de los diez minutos. Otras dos canciones elevan la contenida emoción de este disco leve y reivindicable: la combativa The great deception, cuyo texto censura la hipócrita actitud de artistas como John Lennon y Sly Stone ("¿Oíste hablar de los cantantes de rock con tres o cuatro cadillacs pidiendo poder para el pueblo y baile para la música?"); y la más céltica Purple Heather, que Morrison adapta de una tradicional balada folk para cerrar el álbum con ese reconfortante sentimiento de tener siempre a mano una canción de las suyas para que lave un poco tus heridas.
Quizá tardes en salir de ese laberinto en que te hallas perdido. Siempre habrá una salida. Y creas o no, agradeces a Dios que exista Van Morrison.
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