Su música formó parte de mis primeras lecciones de cine. Fue quizá el primero de los compositores en que me fijé: en aquellos silbidos, coros y crescendos dramáticos del infierno desértico de los westerns de Sergio Leone, con las notas pegadas al rostro sudoroso de vaqueros feos, malos y buenos. Morricone. Imponía su nombre, y la atmósfera intrigante y afilada o de ensueño que creaban sus bandas sonoras, que con el paso de los años fui apreciando mejor, en su variedad para adaptarse a distintos estilos y enfoques cinematográficos. Es imposible abarcar toda su obra, sus 500 trabajos para el cine y la televisión, con partituras magistrales que han trascendido la pantalla y también trabajos igualmente dignos pero olvidables. A mí no se me olvidarán nunca Cinema Paradiso, Los intocables de Eliott Ness, Érase una vez en América, Love affair, La misión ni la épica sucia de los westerns de Leone. Qué placer la música de Morricone sobre la piel de las películas.
Hoy que Ennio calla para siempre, me permito robarle estas palabras que recoge una semblanza para que en mi cabeza aún suene su música y darle las gracias.
"[La banda sonora] Funciona si es buena y ya está. Se puede unir a cualquier realidad, pero
no supone la realidad misma, sino un imaginario aparte. Posee una
función complementaria a cada cinta y puede justificar la obra como un
todo, pero de manera independiente. Representa esa abstracción de lo que
no se dice y no se ve en el filme. Y así debe funcionar".
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