viernes, julio 13, 2018

SOUNDTRACK 213: MITOS ROTOS


Hoy voy a romper a Marlene Dietrich. Una presencia atrayente e intimidante más que una buena actriz. Nada es intocable. La razón, una estúpida e imposible película de Josef von Sternberg de 1931: Fatalidad.

Tiempo atrás veía mucho cine, incluido cine antiguo, o clásico, como se quiera llamar. Con los años lo fui dejando a un lado, atraído por otras cinematografías y autores y argumentos. A veces vuelvo al cine clásico con motivo de algún film no visto que creo que merece tenerse presente. Y alguna de esas veces me equivoco en la elección. No sé el motivo exacto, pero ese cine lejano, viejo y hoy inconcebible (por sus planteamientos y su narración, más que por cualquier otro aspecto) me parece hoy ridículo e insultante. Fatalidad es un ejemplo.

Sternberg hizo de Dietrich una poderosa estrella con trazos de mito. Ella, además, tenía fuerza en los rodajes y daba órdenes a los operadores para iluminarla de la manera más atractiva, desprendiendo ese poder de seducción que cautivaba tanto a hombres como a mujeres. En su día me gustaron otras obras de Sternberg como Marruecos y El ángel azul, pero Fatalidad es una vergüenza de película.

Voy a spoilear para que os déis cuenta (y no perdáis tiempo viendo este film). Ella es una bella prostituta reclutada como espía por el servicio secreto austríaco para obtener información de los rusos, así que consigue enloquecer a unos cargos pardillos de los que obtiene información y a la vez siente debilidad por uno de ellos. Su actuación se basa en caminar, fumar y posar con orgullo y chulería, abriendo mucho los ojos, bajando la mirada o moviéndola a los lados sin mucha expresividad. Al final del film es ejecutada en una escena bochornosa: en su celda está impecablemente vestida, peinada y maquillada y pasa las últimas horas tocando un piano que le permiten tener dentro; la llevan al patíbulo como si fuera a una boda, un soldado se niega a fusilarla y mientras hace un alegato contra la pena de muerte a ella le da tiempo a retocarse el carmín de los labios y a ajustarse una media, justo antes de que los demás le disparen varias veces, sin que, por supuesto, se vea una gota de sangre. Delirante.

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