Sin
AM, no habría ahora expectación. Antes de AM nunca la hubo. Han
pasado cinco años desde el
disco AM,
su tiempo más largo entre álbumes, un tiempo adecuado seguramente
para plantearse a fondo en qué consiste la identidad, para alzar una
torre desde la que ver con claridad quiénes éramos y quiénes
seremos.
He
dejado pasar unos días para comprobar si lo que pienso del último
disco de Arctic Monkeys coincide con lo que medios y webs vierten en
reseñas y comentarios. En la mayor parte sí, hay coincidencias.
Como en que es más probable que la crítica dé su aprobación y los
fans el rechazo (los fans, ¿qué fans?, ¿siguen saltando hoy con la
música de la banda en los bares y en conciertos los mismos que lo
hicieron hace doce años, ¡12 años!); yo no soy ni crítico ni fan,
sino un oyente al que le gusta la música y que escribe sobre música.
Coincido también en la evidencia de lo que advierte uno al escuchar
Tranquility Base Hotel & Casino (Domino, 2018), que las guitarras
se jubilan y los teclados predominan, que el grupo entiende la
madurez como un salto convencido a otra
dimensión,
con el riesgo y la chulería de prescindir de canciones con poder de
single sin
temblor alguno, confiados en su nombre, quizá en su imagen, en la
marca Arctic Monkeys.
Hay
en el disco unidad
y clima,
seguridad
en la propuesta, una densidad cautivadora (“si este disco lo
hubiera grabado otra grupo pasaría desapercibido”, someone dixit),
pero
no me gusta. Me descoloca
y me aburre. Después de AM, Tranquility… es una lastimosa
decepción. Añoro
las guitarras.
Nota:
4/10
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