“Eres un hijo de puta, ¿lo sabías?”, le espeta a Dios el mismísimo presidente de los EEUU en el interior de una catedral, él solo, recogido tras el funeral por el fallecimiento de alguien muy cercano y cuya desaparición va a marcar el devenir de sus actos, de la propia serie en definitiva. “Al infierno con tus castigos, al infierno contigo”, le vuelve a reprochar a Dios, y en latín, antes de encender un cigarrillo en el templo, darle una calada y apagarlo en el suelo con el zapato con desafiante desprecio. (Con dos (o más) cojones. Vamos a votar por este tío…) Unos minutos después el presidente se lleva las manos a los bolsillos y ante la población mundial se dispone a comunicar quizá la decisión más importante de su vida mientras Dire Straits hacen sonar de fondo Brothers in arms.
Los finales de temporada (o finales finales) de algunas series de televisión norteamericanas llegan a cotas sensacionales de brillantez y emoción. El de la segunda etapa de El ala Oeste de la Casa Blanca es sublime. El carisma de Martin Sheen como presidente Bartlett cubre todo argumento, empapa toda relación humana que le incumbe y convierte esta serie no solo en un entrañable estudio de las relaciones humanas sino en una proeza admirable. No sólo él. Me asombro una vez más, tras otra entrega de 22 episodios, con la destreza narrativa de The West Wing. Quienes detrás diseñan con precisa caligrafía cada episodio y quienes con sus interpretaciones delante te acercan a las presiones y tensiones de los trabajos que representan son responsables de una obra magistral.
Me
encantan las series en las que siento que llevo toda la vida viviendo o
trabajando con sus personajes, con Leo, Josh, Sam, Donna, CJ, Charlie, Toby y
el presidente de los Estados Unidos de América.
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