A Bowie lo retrató un objetivo indiscreto hace pocas semanas en una calle cualquiera de Nueva York. Llevaba años escondido, apenas había noticias de él. No actuaba, no creaba. Se rumoreaba que padecía una grave enfermedad, que estaba en las últimas. En la foto parece un tipo normal, oculto bajo una gorra y detrás de unas gafas oscuras, en sudadera y con una cartera al hombro, pálido, un señor mayor vestido como un tipo más joven que sale de casa a comprar una barra de pan o el periódico. ¿Qué ha hecho estos últimos años?
Quizá sea
por el tiempo que corre o el reloj que llevamos dentro, me atrae más ahora la
cara B de esos nombres sagrados o actores secundarios del rock, lo que pasa más
allá de entre bastidores. En ese backstage quiero encontrar a personas normales
lejos de la purpurina, los discos y las canciones. Quiero saber cómo pasan el
tiempo o se divierten en sus partidas de caza, cómo cabalgan las olas en bañadores
de neopreno, cómo escriben poesía o un cuento o dibujan en el estudio de una
casa apartada en medio del bosque, cómo llevan a sus hijos al colegio, cómo
compran armas o espadas para sus colecciones privadas, cómo van al supermercado
o conducen un coche antiguo para ir a pescar a la orilla de un río, cómo
aparecen en algún episodio de una serie de televisión. Hombres.
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