Este año me niego a hacer un top 10. No sabría dar con la razón exacta, quizá es que han sido demasiados discos de pop-rock-blues-funk-soul-folk… y sus fusiones con copyright de 2007 los que han entrado en mis oídos en los últimos doce meses. Más de un centenar largo seguro, de los cuales la mitad he comentado en este blog desde el pasado 1 de enero; pasado el tiempo desde la escucha de ellos, ahora no sabría ser categórico a la hora de meter un buen disco entre los diez mejores y dejar otro tan bueno fuera del grupo. Así que para no complicarme, no hay lista.
Como cada año, ha habido de todo: decepciones mal recibidas, sorpresas bien acogidas, chavales viejos, jóvenes carcas, algunos manjares y más sinsabores… Podría decir que lo que más me ha entusiasmado ha sido la caja de tres directos de Pearl Jam y el banda sonora de canciones del film I’m not there, incluso las versiones de Tesla, pero me voy a quedar también con un artista único cuyo último trabajo me ha gustado por encima de todos los demás que también me han gustado. The Shepherd’s Dog (Sub Pop, 2007), de Iron and Wine, es mi disco favorito de este año que termina.
Este álbum hechizante, fantasmagórico y de enredada fragilidad convierte al profesor Sam Beam en doctor honoris causa. En el desarrollo de su tesis se ha acompañado de sus amigos de Calexico, y desde la publicación del Ep compartido In the reins (2005) hasta la fecha Beam/Iron and Wine ha pulido y embellecido su folk minimalista de tiernas estrofas y brisas melódicas. Su música se desnuda moldeada por arrebatadores juegos sonoros, pequeños laberintos trazados con variados efectos de cuerda, sutiles artificios que acaban creando intrincadas canciones en las que dejarse perder y desconectar de todo. Una obra maestra, desde ya.
“Whoo- ee! Llévame hasta arriba, mañana será el día en que venga mi prometida. Oh oh! Vamos a volar hasta caer en el sillón”
Me quedo con los placeres sencillos, los que más se añoran cuando no se tienen. Un libro sencillo, una película sencilla, una comida sencilla, una persona sencilla… una canción sencilla, que entra en ti durante una temporada y la llevas encima sin dejar de cantarla con los labios cerrados. Una vez, dos veces, tres… y esa canción es tuya. Algo sencillo para lo que no hacen falta más palabras.
Reconozco que las imágenes se disfrutan mejor entre las manos, a pocos centímetros de la vista y en el espacio de 30 por 30 centímetros, el de una cubierta que protege el vinilo. Es la versión reducida de un cuadro, es también arte que cubre y envuelve arte y espectáculo, negocio y sentimiento. Puede abarcar una cara o extenderse en la contraportada, completarse con otras caras desplegables o enriquecerse con un libreto interior. Pero la imagen es lo que impacta, lo que nos anima a veces a comprar su contenido desconocido o a someter su fachada al examen calmado de nuestros ojos detectivescos. Desde hace tiempo me fijo en los responsables del diseño creativo de un disco o en los autores de las fotografías. Siempre me ha impactado el trabajo de Hipgnosis, la firma que ha inmortalizado muchas imágenes del rock de los años setenta, de Pink Floyd, Led Zeppelin, Black Sabbath, Peter Gabriel, Bad Company…
Detrás de Hipgnosis se halla un grupo británico de estudiantes de arte que a finales de los sesenta formaronStorm Thorgerson y Aubrey Powell. El éxito que tuvieron sus primeros diseños para portadas y el despegue de prestigio que le supuso la imaginería creada para el disco Dark side of the moon, de Pink Floyd, en 1973, le convirtieron en una firma de referencia escogida por relevantes bandas de la década. Quienes lo contrataban confiaban sin duda en el estilo provocativo y teatral de sus composiciones, elaboradas con técnicas y tratamientos visuales novedosos para la época; en el diseño llamativo de sus logos; o en la selección de elementos presentes en las letras de las canciones, lo que provocaba un efecto desconcertante al comparar las imágenes con la música que ilustraban.
La mayoría de bandas que recurrieron a Hipgnosis no necesitaron salir en la cubierta de ninguno de los discos diseñados por el grupo artístico, que escogía a actores o modelos para posar en situaciones insólitas o grotescas, pero que acabaron acompañando a esos músicos como imágenes registradas a lo largo de los años. Ahí están, por ejemplo, los niños sobre las rocas de Houses of the holy (Led Zeppelin), las camas en la playa de A momentary lapse of reason (Pink Floyd), las máscaras apocalípticas de Never say die! (Black Sabbath) o el coche mojado de lluvia en el primer disco de Peter Gabriel. Hipgnosis se deshizo en 1983, pero Thorgerson continuó imponiendo el estilo Hipgnosis en trabajos posteriores de Phish, Cranberries o Audioslave, entre muchos.
Recuerdo haberme puesto de muy mal humor cuando escuché por primera vez este disco por allegada recomendación primero e insistencia después. Creo incluso haber proclamado tras aquella escucha que nunca más le daría una oportunidad a Bunbury, fuera cual fuera su siguiente propuesta. Me engañé, porque al músico lo he vuelto a seguir a distancia, aunque admito que con el temor de encontrarme con algo turbio e irritante (como así ha sido), y a aquel disco, Flamingos (2002) le he vuelto a dar utilidad por culpa de ese libro del que hablé hace poco sobre la obra del autor aragonés, Lo demás es silencio. Después de rescatar el único disco que intuí que el tiempo dañaría menos de los Héroes del silencio, ahora me decidí por este otro álbum, el tercero de estudio de Bunbury en solitario.
Confesé también hace días que el autor me va cayendo mejor ahora que he podido acercarme más a sus inquietudes y ansias de investigación y a ciertos detalles de su itinerario musical. Podría decir lo mismo de este Flamingos menos visceral que El viaje a ninguna parte y más rico e interesante que el sobrevalorado Pequeño. Pese a sus momentos de brío (El club de los imposibles, Sácame de aquí, Lady Blue), este trabajo sigue presentando los peores vicios de la obra de Bunbury, los que convierten sus canciones en boticas de sonidos y estilos, giros y piruetas empalagosas e psicodélicas, casi todas innecesarias. Flamingos contiene buenos instantes, borrados del recuerdo general de un conjunto de temas que, como las aspirinas efervescentes, empieza con chispa y termina sin fuerza.
Ciertas canciones me fascinan inesperadamente, sin que sus autores logren hacerme fiel a ellos, incluso provocándome la más absoluta indiferencia. Es lo que siento con Fleetwood Mac en su cruce de vertientes radicales, con el perfil bluesero o el popero, con el desaseo de Peter Green y Mick Fleetwood o el refinamiento lacado de Stevie Nicks y Cristine McVie. Pero algo tienen que me siguen seduciendo canciones como Dreams, Sara y Gypsy, hermanas mellizas de discos diferentes entre finales de los setenta y los primeros ochenta, que cada vez que las escucho en la radio no cambio de dial y me dejo acunar por sus bases rítmicas relajadas y, sobre todo, por la voz sensual y insinuante, descaradamente irrepetible, de la atractiva Stevie Nicks.
Gypsy, por ejemplo, del más bien insípido disco Mirage, de 1982. Debilidades que tenemos.
Sintonicé en el coche los últimos minutos de una entrevista que en Radio 3 le hacía Carlos Pina, conductor y director del programa Bienvenido al Paraíso, a dos componentes del grupo Barón Rojo. Respondían éstos a una cuestión referida al retorno a un escenario de Led Zeppelin estos días, y las distintas ideas con las que contestaron a este y a otros regresos recientes me parecieron acertadas y me dieron que pensar. Destaco que dijeron: “no es el motivo principal, pero nadie de los que regresa ahora puede negar que es por la pasta”; y “losZeppelin ya se ganaron el sentimiento del público hace años, ahora no lo necesitan, no sería lo mismo”.
Vamos por partes. La pasta. Parece ser que Johnny Rotten admitió hace poco sin ningún tipo de rodeo ni retórica que ha accedido a resucitar a los Sex Pistols “por la pasta”. Cojonudo, así de claro, no me trago del todo eso de que los retornos, por breves o duraderos que sean, se deben a homenajes especiales, expos o eventos benéficos o a "las ganas de volver a estar juntos en un escenario después de tanto tiempo", porque a todo eso le acompaña una gira corta o larga, publicidad bien pagada (en color y en página impar entera), mercadeo, reedición de discos, grabación de conciertos y distribución en dvd, derechos de imagen, etc. De toda la tajada una gran parte va a parar a los propios músicos que regresan, que tienen mucha pasta pero que no van a despreciar un poco o mucho más. Por un lado, prefiero que no aludan a otras razones para ocultar la razón monetaria los que vuelven a lo grande, sean Springsteen con la E Street Band, Led Zeppelin, unos bien recibidos Police o pongamos por ejemplo el mismísimo Dylancon cualquier histórica formación. Por otro lado, tampoco me gusta que una gran parte del aficionado a la música censure a estos autores o a otros que toman decisiones parecidas porque se dejan llevar por el olor del dólar, el mismo por el que ellos mismos u otros músicos de menos fama y éxito a los que defienden más se dejarían guiar de estar en el mismo lugar.
El sentimiento. Comentamos hace poco que volvieron los Eagles con un soporífero disco de nuevas canciones bajo el brazo, casi tan deficiente como el novedoso de The Who el año pasado. Como también dijimos, han vuelto los Héroes del Silencio, Police y Zeppelin a actuar juntos pero sin presentar nuevas canciones. Yo no los he visto, sólo he leído alguna crónica y tengo la impresión (que no la seguridad) de que si estuviera allí, en primera fila o en una grada, esas bandas no me transmitirían las mismas sensaciones primitivas e imborrables que sí tuve hace años con los Héroes en vivo, que escuché en discos de Police y que vi en conciertos grabados de Zeppelin por muy grandiosos que ahora volvieran a estar sobre un escenario y ante un público al que probablemente ya no serían capaces de sorprender como antes. Un detalle que narraba una crónica: decía que Page, Plant y Jones vestían ahora de negro y que Plant ya no enseñaba el pecho bajo pequeñas camisas vaqueras abiertas; a mí me habría gustado verlo así, pero imagino también lo patético que sería si repite con sesenta años encima aquello que hizo a los treinta. Cada cosa en su tiempo.
Salto sin pudor de Tom Petty a Kylie Minogue. Después de unos días de repaso por algunos discos setenteros y ochenteros del jefe de los rompecorazones me decanté por un poco de evasión más festiva y colorida, por un palpitar menos intenso de las emociones a flor de piel. Será quizá porque no he sido el único en asombrarme pinchando una y otra vez el último single de la menuda cantante australiana, 2 hearts, la magnífica canción rockera que abre el disco X (Parlophone, 2007), con el que ha vuelto a sonreír la atractiva ratoncita del dance pop después de someterse a un tratamiento de cáncer de mama. Nos alegramos por su recuperación.
No soy admirador de la pequeña Kylie, pero sí siento simpatía por ella, quizá por la vulnerabilidad de su voz y su imagen o porque nunca ha querido ser la más guay del grupo inagotable de muñecas de discoteca que las grandes compañías explotan cada poco tiempo. Cuando en 2002 se destapó con el álbum Fever y el fascinante tema Can’t get you out of my head (con sólo oír sus versos y ritmos en cualquier lado me viene la imagen de Kylie y sus rizos bailando en vestido corto en la azotea del videoclip), de algún modo la chica capturó un poco mi atención, y escucharla de vez en cuando no supone ninguna temeridad.
La primera impresión que ahora uno recibe al escuchar X es una decepción. Se debe a que ningún otro tema alcanza el clima glam del soberbio single de apertura. El rumbo que toma la selección de cortes posteriores fulmina cualquier otro ramalazo rock para tomar rutas más discotequeras muy bien elaboradas, pero carentes del gancho que tenían otros temas de sus dos discos anteriores. Al disco le falta la intensidad irrefrenable de una Madonna en la pista de baile, aunque unas pocas piezas más como Like a drug, The one y, sobre todo, Stars, tendrán seguro un destino sudoroso bajo las bolas de espejos. La segunda impresión (que la he querido tener) es algo mejor digerida. Nota: 5/10
No tenía tanta prisa como otros djs por tenerlo entre mis posesiones, pero al poco de que Javier me llamase para avisarme de que le acababa de llegar a su tienda, ya estaba sacando dinero de la cuenta corriente para invertirlo en un tesoro. Un documental de cuatro horas, un concierto de dos y nueve canciones nunca antes publicadas es lo que contiene Runnin’ down a dream en tres dvds y un cd. Con todos ustedes, con todos nosotros, por favor, en pie… Tom Petty & The Heartbreakers. El rock and roll nos da aire para vivir.
El documental lo firma Peter Bogdanovich, ese niño prodigio de los setenta con esa obra maestra del cine como arrebatadora cima que es The last picture show(1971), ese cinéfilo gigante entre cinéfilos de toda categoría, por desgracia algo desorientado desde hace bastantes años. Ahora como documentalista, Bogdanovich se aventura a penetrar con exhaustivo rigor en los pasos de la carrera musical de Tom Petty antes de formar The Heartbreakers, durante su larga asociación con la banda y en solitario o con otras ilustres compañías hasta nuestros días.Runnin’ down a dream se puede comparar con No direction home, otra obra similar que Martin Scorsese rodó hace dos años para condensar en tres horas los primeros seis años de vivencias musicales de Bob Dylan. Runnin’… evita la contextualización para entretenerse sin importarle la duración con el crecimiento del músico, sus relaciones con los colegas de grupo, productores y familia; repasa de forma cronológica la gestación de discos y el origen de las colaboraciones; recoge numerosos testimonios además de los del propio Petty; y no se deja prácticamente nada en el tintero mientras cierra buena parte de sus episodios con una actuación en directo. Parece que Bogdanovich se siente como un miembro más del grupo, que podría tirarse otras cuatro horas hablando con ellos y seleccionando canciones. No importa en absoluto que al documental en sí le falte la personalidad que tenía el de Scorsese si lo que le sobra es cariño y familiaridad con un artista, sí, inmenso, MAYÚSCULO.
Pensaba escuchar el disco y ver también el concierto grabado en la ciudad natal de Petty, Gainesville, Florida, en 2006 para celebrar el 30 aniversario de la banda (lo haré pronto, desde luego), pero no he podido contenerme… y necesito descargar aquí en estas líneas que la música de Tom Petty, con o sin sus Heartbreakers, es, parafraseando a Woody Allen al final de Manhattan, una de esas cosas por las que la vida vale la pena o que la hacen maravillosa. Necesito decir por muy exagerado que parezca que, a veces, cuando oigo The last DJ, Crawling back to you, Runnin’ down a dream, Refugee, I won’t back down, Room at the top, Honey bee, Southern accents, Learning to fly…, sí, vuelo ausente de cualquier otra realidad que no sea el rock and roll. Y me gusta perderme ahí.
Para cuando tengáis tiempo delante de vuestro ordenador, disfrutad:
Estoy inmerso en la lectura de un libro recién publicado que repasa la carrera musical de Enrique Bunbury, Bunbury. Lo demás es silencio (Plaza & Janés), firmado por el periodista musical Pep Blay. No contaba yo con bucear por los caminos del éxito y del exceso que recorrieron los Héroes del Silencio y su carismático líder. De Bunbury ya dejé constancia hace tiempo de mi rechazo, la antipatía que me provoca y la poca fiabilidadque me transmiten sus viajes musicales, por suerte, apartados del acomodado y mediocre pop rock nacional y siempre con tendencia a la exploración, eso hay que reconocérselo con moderado agrado. Ha sido la construcción ágil e inteligente del libro, a modo a veces de montaje cinematográfico, y la sencillez con que el autor narra unos hechos y comparte unos testimonios lo que me mantiene atrapado a las páginas de su libro y al curso aún inagotado de la trayectoria vital y musical que sigue el músico y cantante aragonés. Si no es porque tengo ahora el libro entre manos no hubiera vuelto a escuchar en mucho tiempo el último disco de estudio de los Héroes, Avalancha (EMI, 1995), antes de su gira final y su adiós (de momento me olvido de su lucrativo reencuentro).
Tengo la impresión de que Bunbury ha castigado la música de los Héroes. Me explico. El curso que tomó el autor tras la ruptura del grupo navegó por el tecno rock primero y luego zigzagueó por corrientes revueltas de folclore y mestizaje donde cabía el pop, el tango, la ranchera, el soul, el cabaret y el rock, claro. Toda esa experimentación un tanto circense que entusiasmó a mareas de aficionados en Latinoamérica y levantó otras tantas olas de admiración (¡incluso devoción!) entre los seguidores de España acabó por hundir bajo tierra con el peso del paso del tiempo la música, más bien el sonido, de los Héroes del Silencio. Y aunque el grupo zaragozana vio nacer a miles de fieles en España, Europa y Sudamérica en el transcurso de su propia evolución, lo que queda de ellos se antoja ahora caduco, desfasado, y por qué no decirlo, algo viejo. A mí por lo menos me lo parece.
Avalancha es un buen disco en líneas generales. Su sonido y la producción de un experimentado técnico como Bob Ezrin (Pink Floyd, Alice Cooper, Jane’s Addiction) es la que mejor resiste el daño del tiempo. Sus fuentes hard rockeras construyen riffs contagiosos y todavía perdurables en el recuerdo (Días de borrasca, Iberia sumergida, Avalancha) y cuando se toma un respiro puede llegar a ser conmovedor (Opio, Morír todavía, La chispa adecuada). En el lado negativo hay que apuntar que la grandilocuencia casi mística con la que Bunbury se expresa mediante su voz y sus letras resulta excesiva, incluso ridícula. Su teatralidad siempre ha llegado a ser cargante y a ella ayudan también en este disco unos cuantos desvaríos guitarreros y los sombríos coros que la acompañan.
PD: Que conste que el Bunbury autor sigue sin gustarme, pero la persona me va cayendo mejor.
Celebro que las bandas sonoras sigan presentándome nuevos músicos, o viejos a los que hasta ahora no conocía. O de los que simplemente había oído hablar. Lejos quedan los días en que descubrí a Crosby, Stills & Nash, a la Creedence o a Bob Seger gracias a las películas. Ahora, el último artista escondido que se me descubre es John Doe. Su nombre es el que en Estados Unidos se le asigna a una persona sin identidad, que no tiene identificación, y es el que escogió John Nommensen Duchac para formar en los años ochenta una banda punk rock de Los Angeles llamada X. Antes de su disolución inició una travesía por su cuenta y desde 1990 hasta ahora ha grabado siete discos con su nombre, John Doe. El último, A year in the wilderness (Yep Roc, 2007), es el que me ha permitido conocer un poco mejor a este músico a raíz de su inclusión en la larga nómina de invitados que aportan una canción al soundtrack del film I’m not there.
Los USA están plagados de músicos brillantes que se expresan cómodamente en la sombra. Joe Henry, Todd Thibaud, Chris Knight, Kathleen Edwards, Anne McCue, Neko Case, Jim White… son unos pocos ejemplos de autores y autoras alejados de los grandes sellos, de la industria y del éxito masivo. En su música también se acercan más a Tom Petty y a Mellencamp que a Springsteen. A John Doe lo podemos añadir a esta categoría si nos fiamos del rock más bien urbano y de sólida construcción que contiene A year in the wilderness.
Tras un breve y sutil prólogo, el disco arranca de una forma arrolladora con los temas Hotel Ghost y The golden state, dos cortes que elevan la marca mínima que el resto de canciones debe superar. Como era de esperar, ninguna más llega a su altura, pero no desmerecen en el conjunto. El trabajo de John Doe en este séptimo disco de su producción es directo y seguro y lo demuestra con temas eficaces, firmes estructuras de rock y blues y la honrada actitud de esos cientos de autores de una segunda división de muy alta estima.
(Un post, este en concreto, es un espacio mísero para referirse a este disco. Pero su autor, sin más intención que la de recordar y emocionarse un poquito, aprovecha estas pocas líneas para volver al pasado, ahora que los aniversarios en números redondos sirven para explotar productos viejos con un lavado de cara y contenido adicional en los nuevos mercados.)
Recordemos The Joshua Tree. Nada más. The Joshua Tree (Island, 1987), ni la modestia que le precedió ni el exceso que le sucedió; ni las libras ahorradas para grabar el primer single ni el derroche de dólares después de los discos de oro; ni las causas nobles, las buenas acciones, el ego en una imagen y las fortunas en casa y el extranjero; las palabras dignas y las acciones dudosas; ni la ciega legión de talibanes ni U2 hasta en la sopa, ni… El Árbol de Joshua, nada más.
Todos tenemos un disco que nos transforma, con el que saltamos del sueño a la vigilia o de la infancia a la adolescencia. Hubo un antes para nosotros yluego llegó un después más rico y abierto. El impulso que a mí me ayudó a crecer fue The Joshua Tree, mi Disco entre los discos. El blanco y negro de Anton Corbijn, cuatro tíos tan serios, aquel videoclip en un programa del sábado por la tarde, with or without you (al oído), el desierto, el árbol de Joshua, los posters, las camisetas, las revistas, los discos, los maxis, los bootlegs, los viajes, los conciertos… la música, me quedo con la música, que es lo que importa, y después un sinfín de música diferente más.
Allá donde las calles no tengan nombre seguiré buscando lo que todavía no he encontrado, contigo o sin ti.
De Mingus, Charles Mingus, lo primero que me atrajo fue su nombre, la sonoridad de su apellido, poderoso pese a sus vocales débiles. Mingus. Nacido en Nogales y finado en Cuernavaca 56 años después. Pronto Fer me dio unos apuntes de este músico de jazz, después Carlos V. M. aportó más información. Y a un par de recopilaciones le sucedieron otro par de compras, varios préstamos y una autobiografía muy sui generis, Menos que un perro, fascinante en su arranque, monótona y cansina en cuanto alcanza su mitad y con un regusto intrascendente en cuanto se guarda en el cajón, con más obstinación por resaltar los conflictos (a veces extremistas) de raza y las proezas sexuales que por subrayar la mella que la música hizo en un personaje cuya obra suele descansar en los altares del jazz.
Hay algo turbio e inquietante en la música de Mingus y a mí me sobrecoge de algún modo. Atroz y sereno al mismo tiempo, este grueso contrabajista se codeó con los grandes del género hasta rozar (sino tocar) su altura y compuso un nutrido enjambre de piezas salpicadas de nerviosismo contagioso y voraz experimentalismo. Me falta bastante aún por penetrar en la compleja y no siempre fácil personalidad musical de Mingus pero me queda tiempo, tiempo aún para imaginar que en la esquina apagada de cualquier tugurio un huraño músico abraza su contrabajo y pinta un mural de sonidos sobrecogedores.
El cine me presentó a Cate Blanchett como reina Isabel I de Inglaterra hace casi diez años. Nada sabía yo hasta entonces de aquella actriz nominada al Oscar por el correcto film Elizabeth (Shekhar Kapur, 1998) ni la había visto a ella en sus cinco películas anteriores y unas cuantas series y miniseries de televisión de Australia, el país donde nació cuatro años y dos días antes que yo. Tras aquel trabajo que la catapultó de inmediato al cine británico y al norteamericano ha participado en 26 largometrajes en casi una década, ha ganado un Oscar y varios premios internacionales y ha sido dirigida por cineastas de la talla de Martin Scorsese, Joel Schumacher, Tom Tykwer, Steven Soderberg, Alejandro González Iñárritu y Todd Haynes (en sus dos próximas películas la veremos a las órdenes de Steven Spielberg y David Fincher, vaya lujo).
Me gusta, me encanta Cate Blanchett por varios motivos. Quizá sea el morbo animal de su físico el atributo que vence a todos los demás y lo que me anima a estar atento a los pasos de su carrera. Su rostro de elegante perfil y ondulado trazado y su espigada figura propagan la virilidad de las mujeres seguras, el carácter férreo de las hembras incorruptibles. Esos claros ojos azules y profundos, la nariz huesuda, la boca amplia y apetitosa, la sonrisa transparente y el mentón de rictus aristocrático pertenecen a una mujer que desprende una fragancia irresistible.
Y me parece una excelente actriz, además: vencedora en repartos masculinos como los de El talento de Mr. Ripley (1999) o Bandits (2001); poderosa como cabeza de cartel en Veronica Guerin (2003) o en amistosos duelos interpretativos como el que mantiene con Judi Dench en Diario de un escándalo (2006); espectacular como secundaria histórica en El aviador (2004) o peso pesado en obras menores pero atractivas como Heaven (2002) o Little fish (2005). Muchos, muchos, contenemos las ganas de verla y oírla en I’m not there. Cuanto antes, mejor.
Creo que todos somos hijos suyos aunque la sangre fluya por ríos distintos. Los que llevamos la música dentro y no somos capaces de expulsarla si no es con palabras y ojos cerrados con el grito al cielo, y los que la sienten crecer por su cuerpo y transpiran sudor guardado en notas y entonaciones. Padre nuestro que estás en nosotros…
Estés o no estés ahí, no importa, siempre habrá alguien que se atreva a ocupar tu lugar: Million Dollar Bashers y Calexico(s), Jim James y Eddie Vedder, Willie Nelson y Ramblin’ Jack Elliott, Cat Power y Charlotte Gainsbourg, Glen Hansard y John Doe, Yo La Tengo y Sonic Youth, Antony y Verlaine, Lanegan y Iron & Wine… Gracias.
Tú a lo tuyo y nosotros a lo nuestro, recordarte cada poco tiempo sobre el asfalto de una carretera, en el descanso de los guerreros, en el rostro de un quimera, en deseos imposibles. Ahí estás tú, con tus dedos de nicotina y el caos en tu cabello, el bigote marchito y los huesos débiles… Detrás tu aurora, delante un templo. Nadie reza si no es en las oraciones de tus versos.
Vives más allá de la muerte. Allá nos veremos, estancados en Mobile, envueltos en abrigos negros, tus ojos frente a los nuestros aunque nunca se hayan cruzado. Hombre delgado, cuántas verdades de las que no damos aprendido. Nos vemos.