Knopfler es pesado, Emmylou es ligera. Es el balbuceo de él lo que extiende sus canciones, por mucha duración standard a las que se ajusten, hasta un punto en el que pides "basta". Incluso su guitarra limpia tiende a repetir giros y esquemas, eso sí, no tan alarmantes ni presuntuosos como los del agotador Santana de la última década. En cambio, la caricia angelical que ella regala con su voz inmaculada pide más minutos y estrofas a sus temas. Se han juntado en estudio (y en breve gira) Mark Knopfler y Emmylou Harris para presentar All the roadrunning, el primer disco en común, resultado de siete años de amistad y ensayos entre el espléndido guitarrista británico y la divina reina estadounidense del country rock.Ella es venerada por leyendas y novatos y con gusto presta voces de fondo tanto a Willie Nelson como a Ryan Adams o Tracy Chapman; se arrima a los autores de su generación o se convierte en referencia espiritual de nuevos y no tan noveles compositores en busca de prestigio. Desde el soberbio Wrecking ball de 1995 cada uno de sus álbumes ha sido una muestra medicinal de su envidiable evolución del country más puro hacia el pop rock más elegante y envolvente. Ahora une fuerzas con Knopfler en un trabajo más próximo a la música del ex líder de Dire Straits que a la de la dama vaquera. Y así, All the roadrunning (Mercury Records) reúne una docena de bonitas canciones de caduco deleite, piezas que parecen temer la grandeza y se conforman con la efectividad, con un encanto resultón pero frío.
Como ocurría con Sailing to Philadelphia o The ragpicker's dream, trabajos anteriores de Mark Knopfler más propensos al rápido olvido que al saboreo duradero, hay ahora temas de agrado como la canción titular, Right on o This is us. Manda él en el conjunto y Harris cumple obediente, aunque sin dejar de imponer su sello con su par de creaciones más tradicionales (Love and happiness y Belle Starr). Sabe a poco. Ocurre a veces cuando dos pesos pesados no incluyen juntos lo mejor de sí en el equipaje.Nota: 6/10






















Porque tienes un rock que no es rock y un pop que no es pop, la pureza plena les limita o les aburre y de ambos ingredientes extraen los chicos un caldo con tanto delicioso sabor a carne como a verdura. Las guitarras no suenan como todas las guitarras, las acústicas parecen más ligeras y las eléctricas más fogosas; variadas percusiones se convierten en decoraciones que oscilan entre la tibieza y la estridencia; soplan brisas de viento inesperadas y relajantes, otras veces rompedoras y estrepitosas; se deslizan juegos sonoros y todo un arsenal de ruiditos caprichosos ensamblados con los instrumentos más convencionales con rigurosa precisión y sin capricho alguno en una lujosa producción; ah, y un par de voces de mando gobiernan más que las colectivas sutilizadas que convierten las canciones en palabras cercanas. Esa agradecida indefinición musical, que entronca con las inquietudes naturales del rock progresivo, queda también expuesta por la alternancia de voces, la más suave (e inglesa, digamos) de Ian Ball y la más sombría pero irresistible (y americana) de Ben Ottewell.