Este texto es un pequeño tributo a uno de los músicos solistas más singulares y misteriosos que he conocido, una especie de trovador maldito al que la vida no sólo concedió pocos minutos a él, sino además a su hijo, un heredero tan hechizante y prodigioso como su padre. A los 28 años Tim Buckley se autodestruyó; con 31, el río Mississippi se tragó a Jeff 22 años después. Su música, la de ambos, nos dura para siempre como un legado asombrosamente personal.
Con Tim Buckley había entablado contacto hace unos años a través de sus primeros dos discos y una grabación oficial en directo. Hace muy poco conseguí uno de sus discos postreros, una cumbre titulada Greetings from L.A., del año 1972, y recientemente acabo de escucharme casi todos sus trabajos, casi una decena.
Tim fue descubierto a mediados de los 60 por el manager de Frank Zappa. Con 19 años publicó su primer disco y uno después su muy elogiada continuación, Goodbye and Hello. Su música le situaba en la escena folk rock de la Costa Oeste americana, bañada por sonidos refrescantes (The Byrds) y grupos y cantautores más o menos experimentadores (Buffalo Springfield, Jackson Browne). Buckley no tardó en experimentar también y sus notas pasaron de cubrir canciones folk a componer más extensos temas cercanos al jazz para acabar derivando en el funk acústico y el pop rock. No es fácil dejarse atrapar por su obra, salpicada de ensayos fallidos como Lorca o Starsailor, ambos de 1970, pero a lo largo de toda su creación brilla de manera inquietante y sorprendente su peculiar voz de tenor, un instrumento más que se retuerce, gime, chirria, llora, seduce, se pierde y enloquece según la canción que acompañe. Jeff Buckley conservó décadas después esta extraña cualidad vocal. Pocos, muy pocos artistas de rock se involucran tanto en una canción como los Buckley, respiran con ella de forma atormentada hasta hacerla sobrecogedora.
Greetings from L.A. aparece en la carrera de Tim a caballo entre sus proyectos decepcionantes y sus últimas propuestas fracasadas, las que le hundieron moralmente y desembocaron en una sobredosis de drogas mortal en junio de 1975. Sus letras sexuales y lascivas son el pretexto ideal para que el autor convierta sus gritos en cabreos, sus insinuaciones en carcajadas y su música en un cargamento de cálido y atrevido rhythm blues cubierto de funk. Es su mejor disco, un trabajo que justifica perfectamente una de sus sentencias: "No necesito el mundo del rock para sentirme persona, músico o cantante o para tocar para los demás. Lo único que tengo que hacer es subirme a un escenario y tocar".
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