Yo no soy del Dépor, el equipo de fútbol de mi ciudad, pero sí soy de esa fiebre pasional, sin límites ni condiciones y muchas veces irracional que el fútbol provoca en los actos y en la conciencia. Para bien o para mal, me fascina cuando la advierto. Más bien tuve esa fiebre hace tiempo, luego renuncié a esa montaña rusa, me puse en huelga, y últimamente cedí para entregarme de nuevo a las buenas y malas fortunas de otro club de fútbol lejos de aquí. La fiesta blanquiazul en mi ciudad, la del Dépor, sale de un sentimiento indestructible, de una fe que perdura en muchos de quienes una vez vivimos (y trabajamos) con el equipo en los teatros de los sueños y en los coliseos de la gloria futbolística, y una fe que surge en nuevos asientos, los que ocupan nuestros hijos o los que nunca vieron a este equipo escupir a la cara a los más grandes clubes de España y de Europa.
No soy del Dépor, perdí su estela o, en realidad, nunca me agarré a ella. Pero debo brindar por esa grada blanca y azul que de nuevo, o más que nunca, se entrega al cariño hacia su equipo, y rendirme a un espíritu rockero en este fútbol sagrado que forja leyendas en tiempos que necesitan héroes y que, con más o menos esperanza y resistencia, es capaz de sobreponerse al fatalismo. El Deportivo lo ha hecho, le han visto volver.
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