Aquel año 69 fue suyo, de la Creedence, sin discusión. Tres discos en once meses, de media hora o menos, producción en serie empapada en las guitarras imbatibles de John Fogerty, canciones de dos minutos y medio que no precisaban de más para absorberte. Qué fácil parecía su música, qué simpleza prodigiosa, qué ritmo animoso y penetrante que te cogía en cada canción y te llevaba de viaje hasta los caminos polvorientos de las tierras llanas o las aguas verdes de ríos que confluían en pantanos. Green river, en su aparente sencillez, latía (y late) con magia impagable. Qué poco necesitaba un cuarteto perfecto.
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