A
John Carney le gusta mucho vestir vivencias musicales con el disfraz
de un cuento de hadas. Volvamos a Once (2007) y a Begin again (2013),
sus dos películas más conocidas. De músicos ambulantes con
vocación e inmigrantes apuradas la primera, con el Dublín de hoy de
fondo; de productores en crisis y nuevos talentos la segunda, en
Nueva York. En Sing Street (2016) el director irlandés y antiguo
miembro de The Frames rueda otra fábula musical, a medio camino
entre las precedentes, algo más cercana al costumbrismo de Once al
regresar el autor a Dublin de los años ochenta y a los inocentes
sueños musicales de su joven protagonista.
Conor
es un buen chico que empieza a descubrir los atractivos de la música.
Sus padres se pelean todo el rato, su hermano mayor es un fracasado
que le aconseja buena música. Y recién entrado en un colegio
católico conoce a un par de avispados mocosos con los que se lanza a
crear un grupo. Un quinteto de pop que mama de los éxitos del
momento (de Duran Duran a The Cure, de A-Ha a Spandau
Ballet), con Conor al frente, con el aguijón de la composición
clavado y embriagado por supuesto por los encantos de una chica muy
guapa, Raphina.
Muy
visto todo, cierto, pero entrañable al estilo de John Carney, hábil
en las elipsis, cómico y a la vez pasional en la filmación de las
piezas musicales. La película es digna sucesora de Once y Begin
again, inferior si cabe, pero tiene su gracia, su nostalgia, su punto
idílico e imposible. Mantiene la sonrisa y universaliza la magia
incomparable de la música.