“Enhorabuena.
Buen trabajo”. Qué gran recompensa el sonido de estas palabras. Se las dedico a
Luis Moro por afinidades, patria y sangre. Y por un buen disco.
La grandeza y el
mérito de una obra se encuentran, más que en los resultados finales, en el
esfuerzo que requiere ponerla en pie: en los paréntesis que dispersan la intención
de unidad, en las distancias que impiden encuentros, en la incompatibilidad de
horarios, la acumulación de ideas y pruebas, las tomas definitivas y los
descartes, lo que parece que funciona un día y se estropea al siguiente. Todo
ello acompañó la gestación de Cielo color Burdeos, un disco detrás del cual hay
muchas semanas, meses, más de un año de ese esfuerzo perseverante que nunca es
en vano… pese a que el consumo rutinario que en general se le dedica a la
música no deje tratar a sus intérpretes como merecen.
Sigo la música
de Luis Moro desde sus orígenes, me remonto a mediados de los noventa, cuando
el autor coruñés encontró en su guitarra, su voz y su inquietud creativa la
materia con la que encender un sueño. En todo este camino ha bebido, y se nota,
de muchas jarras de buena música, de corrientes de admiración y orientación. Y
su gran mérito es no haber caído nunca en la fácil tendencia a reproducir esas
enseñanzas musicales ni ajustarse a los contornos de sus modelos, sino haber tenido muy
presente esas referencias para crear una manera propia, un sello o estilo auténticos
de rock que le confieren una identidad y un clima distintivos.
En Cielo color
Burdeos (Laboratorio azul, 2013) hay una sutil inclinación al perfeccionismo,
un reto que no siempre es bueno marcarse porque muchas veces coarta la espontaneidad.
Se advierte en el esmero estilístico con que se combinan instrumentos y sonidos
(de impecable elaboración, por otra parte), una compenetración que una vez más
me conduce, salvando distancias (aunque no muy largas), a los trabajos de
producción del gran Joe Henry.
El último disco
de Luis Moro empieza en lo alto de una montaña con el tema que le da título,
todo un manifiesto de intenciones que encuentra la inspiración en Tom Waits y
la expresividad en Nick Cave. Navega después entre mareas relajantes muy bien
interpretadas (Santa María, Marianne) y se agita con una vigorosa marejada
(Judith Mishima & Alex Lafontaine). Una lástima que desde las alturas en
las que despega el disco caiga a la llanura pacífica por la que discurren los
dos últimos cortes, dos piezas aún más íntimas y más bien insatisfactorias. En
apenas media hora el músico de A Coruña, eso sí, demuestra que no necesita mirar
ni al pasado ni a los maestros que le mantienen con aliento y resistencia en su
carrera. Le queda aún gasolina que quemar y apuesto a que en el camino cubrirá etapas
tan estimulantes como este cielo al que dar un trago de Burdeos.
Nota: 7,5/10