El último episodio de la primera temporada de Dexter me decepcionó. Hasta este final de etapa la serie norteamericana de la cadena Showtime desataba una intriga equilibradamente repartida en cada capítulo, con su punto álgido en el penúltimo, faltaría más, pero la resolución dejó de convencerme cuando el asesino ya conocido unos episodios atrás dejó de ser tan inteligente como antes parecía y sus traumas explotaron en conflicto con los del propio Dexter. Me fallaron otros detalles en esta singular serie que empuja al espectador a brindarle simpatía a un asesino de repulsivas acciones pero buenas intenciones, como el atasco en el que se instala la relación del protagonista con su novia y los hijos de ésta. Pero pensando en Dexter me guardo las inquietantes noches que me ha hecho pasar con ese duelo obsesivo entre nuestro sanguinario e insano forense y el perspicaz asesino del hielo; o sus vacilantes personajes, ricos en definición hasta el punto de hacerse entrañables cuando peor caen, como la teniente Maria LaGuerta, intransigente y puñeteramente ciega con la impulsiva hermana de nuestro atípico héroe, o el sargento Doakes, el cojonero al que tanto molesta la simple presencia cercana de Dexter.
El encanto mayúsculo de esta serie lo desprende sin duda Michael C. Hall, grandioso actor aquí y en A dos metros bajo tierra. Un intérprete de turbador atractivo físico y desorientadora mirada; con los ojos de Dexter salta el espectador de una escena a la siguiente sin atreverse a pronunciarse, deleitado a un ser adorable primero o temeroso de un tipo atroz después. Cuesta imaginarse a otro actor dentro de esta piel. Hall será para siempre David Fisher, pero sobre todo, Dexter, con guantes de látex y unas gotas de sangre.
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