Hoy he visto una película de Frank Capra. Puede que hayan pasado quince o veinte años desde la anterior de sus películas que vi, y han sido más de una veintena. No se trata de juzgarlas esta vez, de ordenarlas de mejor a peor en una lista en la que todas me parecen excelentes (Juan Nadie, Vive como quieras, Un gángster para un milagro, Sucedió una noche, Horizontes perdidos...). O me lo parecieron en su momento. Y, la verdad, la mayoría no quiero volver a verlas para no dar oportunidad a que el día de hoy destroce la belleza de los recuerdos.
Con el filme de Capra que acabo de ver, uno muy antiguo que nunca debió de emitir ninguna televisión y que me encuentro en una plataforma, vuelve a mí aquella sensación de ilusión y expectación que me invadía cuando las cadenas emitían viejas películas de aquellos maestros del cine cuya huella nunca se ha perdido y otros que vinieron después han heredado. Regresa el placer de un pasado juvenil en el que el cine ocupaba mucho tiempo en nuestras vidas, sus historias de fe y esperanza, de buena gente frente a villanos aprovechados. Ficciones que creíamos auténticas, un mundo paralelo en salas de proyección a oscuras.
La mujer milagro, se titula, con Barbara Stanwyck derrochando verborrea entre humanos necesitados de fe. Y Capra, siempre, su maestro detrás de la cámara.
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