Hoy no hubo paseo al terminar de cenar. No hubo caricias al entrar por la puerta. No hubo mierda que recoger ni orines que mojar con agua de la botella. Hoy fue un día de mierda porque Bruce ya no está.
Lo vi a los pocos días de nacer, tranquilo entre sus hermanos. "Ese es el que quiero", dije. Negro, con un mechón blanco en el pecho. Cariñoso hasta el último día. Chillaba en el transportín de camino a casa.
El primer día gimió para que lo subiera a la cama, y mira que me advirtieron para que no lo permitiese. No se volvió a bajar. Se pegaba a mis pies, a mi cuerpo, se acurrucaba junto a mi cabeza, temblaba en sueños.
Lo cuidé en cada paseo, en viajes, y me lo cuidaron cuando yo no pude hacerlo. Entraba en casa y ahí estaba, corría a recibirme desde un sofá o desde el interior de un armario. Y me seguía a todas partes.
Pero estos días le pudo el calor, le venció la edad. Casi ciego, casi sordo, sufrió media hora hasta que le dije en susurros que lo mejor era no sufrir más. Habría cumplido 17 años dentro en menos de dos meses.
Hasta siempre, Bruce. Mi jefe, mi mejor amigo, mi vida.
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