El último disco de Arcade Fire, WE, es insatisfactorio. Es insuficiente si de esta banda que alcanzó los cielos del mainstream en la primera década del siglo y supo generar expectación con cada nuevo álbum, uno espera reencontrarse con el impacto primigenio o con la brillante solvencia que le sucedió hasta el tercer trabajo. Pero llegamos al sexto capítulo y la serie ya no tiene argumento que enganche. Ya no me interesan las inquietudes, los discursos y las descargas musicales de este matrimonio y su tropa.
Ahora volvamos atrás.
La primera vez que escuché a Arcade Fire fue a mediados de aquella primera década. Una de sus canciones nos distraía minutos antes de que U2 arrancasen su concierto de la gira de la bomba atómica en el Camp Nou. Una llamada a la puerta con insistencia y decisión: sonaba acomodado a un gran estadio uno de esos temas que piden permiso para competir en las grandes ligas y se le concede. Qué temazo es este, quiénes son, qué bien suena esto, qué pasada... nos decíamos en la grada sin poder echar mano aún del Shazam en los móviles. Escuchamos Funeral (2004) poco después, dos y tres veces, y veíamos a una banda poderosa y convencida de su triunfo, también imaginativa, osada en el espectáculo, un pelín sobrada. Rock, sí. Indie, también. Pues indie rock con mayúsculas.
La crítica los tuvo arriba, los medios los mimaron. Las giras los mejoraron. Eran buenos, sus conciertos invitaban al éxtasis, a la comunión de la masa. Y Neon Bible (2007) y The Suburbs (2010), los dos álbumes siguiente, confirmaban que el estado de gracia podía seguir durando. Reflektor (2013) ya cargaba, pesaba más su exceso que su definición, la chispa ya no era espontánea. Caía en el olvido, también Everything now (2017), con el grupo demasiado empeñado en sobrecargar de bisutería canciones que no sabían por dónde moverse. Le pasa algo parecido a WE (2022), más comedido pero distante. ¿Saben?, ya me he aburrido de Arcade Fire.
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