"La realidad da asco. La música es un escape".
Los Smiths duraron poco y calaron mucho. Su relevancia es objeto de estudio. ¿Alguien los añora? El anuncio de la disolución de la banda de Manchester en el verano de 1987 es la premisa de esta película, El último día de los Smiths, que nos lleva a cuatro jóvenes atrapados en el aburrimiento de Denver y en la incertidumbre de sus vidas antes de dar relevantes pasos hacia destinos confusos: la huida de lo cotidiano, el ejército, el sexo, el amor. Es la identidad lo que les revuelve, la búsqueda de sí mismos mientras se autoengañan. Y en esto que Morrissey les dice que The Smiths se acabó: un trauma para ellos, para unos más que otros. Lo que se le ocurre hacer al amigo de uno de estos chicos es secuestrar al dj heavy metal de una emisora de radio para obligarle a pinchar en su programa música del grupo británico y reivindicar así su música y su huella.
Este es el mejor punto de la película, los únicos tramos en los que entre uno y otro, secuestrador y rehén, cobra importancia el poder de la música en las personas, su efecto catártico, su medicina anímica (aunque las canciones de los Smiths sean el vehículo, si se me permite lamentar). Es una pena que solo esta idea merezca salvarse de una película que promete más de lo que da, demasiado ajustada a arquetipos planos y trillados: la chica vestida como Madonna que anhela experimentar el sexo, el gay reprimido, la joven ladrona de casetes que se inventa un futuro luminoso para huir de sus tinieblas, su amigo enamorado de ella que se prepara para encontrase a sí mismo en el ejército, personajes que manejan actores más bien mediocres. Una curiosidad melómana, este filme, que daba para bastante más.
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