Cuando escucho a The Doors, su música me transporta a una época de indagación y aprendizaje. Fue el primero o el segundo de los grupos con el que me sumergí en su obra: discos (en vinilo), bootlegs (en vinilo), revistas, libros, vídeos... Aquella fiebre, aquel empacho, duró un año más o menos, y coincidió con el film de Oliver Stone sobre Jim Morrison y su banda. Los Doors me siguen encantando hoy, me llevan a un tiempo que añoro, y sus canciones propagan un aroma penetrante que envuelve a bandas únicas que murieron hace décadas. Pues resulta que hace 50 años que se publicó el álbum Morrison Hotel, quizá el trabajo que más me gusta del grupo (bueno, seguro que mañana digo que prefiero The Doors, y pasado mañana L.A. Woman). Lo vuelvo a escuchar y me sumerjo en un cálido océano que se revuelve con turbidez.
Para empezar, esa imagen de portada orquestada por el tándem formado por la cámara granulada de Henry Diltz y el diseño de Gary Burden: cuatro tipos que no parecen muy animados miran la calle por un ventanal desde el interior de un hotel. El más distante, como evadido detrás de una mirada escondida, está en el centro, es el líder de la banda, que da nombre precisamente al hotel. Dentro del envoltorio, The Doors, un tanto aturdidos por su anterior álbum, el fallido y criticado, aunque interesante, Soft Parade, vuelve a caminos más roqueros engrasados con volátil blues. Morrison no pasaba por un buen momento, las drogas y el alcohol lo alejaban de la realidad, la autoridades lo perseguían por sus ordinarieces en escena y su voz y su carácter pagaban las consecuencias. Pero esa voz ahogada en whisky, agria y más ronca, ganaba hondura cuando rugía (Roadhouse blues, Peace Frog, Land Ho!) y sobrecogía si se amansaba (Queen of the highway, The spy, la deliciosa Indian summer). Un disco inigualable, un grupo único.
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