En el ocaso de mi adolescencia empecé a ver películas de Bergman, de Ingmar Bergman. Eran demasiado sesudas para mí entonces y me perdía en sus argumentos y alegorías, no acertaba a comprender los calvarios que martirizaban a sus personajes; no alcanzaba pues a entender la condición de maestro que se le otorgaba al cineasta sueco, tan obsesionado con la muerte, la incomunicación y el dolor. Por aquella época tampoco disfrutaba de las películas 'bergmanianas' de Woody Allen, como Interiores, Septiembre u Otra mujer, que sí admiré más tarde. Y eso me pasó también con el cine de Bergman, aunque con más reservas. Me sigue pareciendo un autor complejo al que descrifrar requiere un ejercicio de autoexigencia no siempre estimulante.
Sin darme cuenta, pasadas casi tres décadas desde aquellos primeros contactos, he visto más de la mitad de las obras cinematográficas de Bergman (tiene además un notable legado televisivo y documental), y debería volver a ver filmes tan elogiados como Persona, Gritos y susuros, Fresas salvajes o Como en un espejo, que en su momento detesté, para advertir la supuesta magnitud que se les ha atribuido. Con los años y la madurez, supe valorar las virtudes de películas como El séptimo sello, La vergüenza, La carcoma, Secretos de un matrimonio o El manantial de la doncella, quizá mi preferida; además de films anteriores y menos conocidos como Crisis o Hacia la felicidad.
Sigo dejándome pescar por Bergman, para que me deprima con Los comulgantes o me excite con El silencio, para esconderme en la isla de Faro, flotar en la luz de Sven Nykvist o angustiarme con las miradas perdidas en el vacío de Liv Ullman y Max von Sydow. En eso consiste también el cine, en conjugar emociones para escapar de la indiferencia.
domingo, abril 07, 2019
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