Hay un café en mi ciudad, de nombre literario y edad que hace décadas, en el que me gusta entrar y detenerme entre las prisas del día. Mi hora preferida en ese café es después de comer y hasta que los clientes, de paso entre las calles céntricas o al salir de trabajar, empiezan a llegar a media tarde. En ese tiempo predilecto apenas se oyen voces entre el ruido tímido de la máquina del café y las cucharas que remueven las consumiciones en las tazas; en ese tiempo se oye el ruido de las páginas de un periódico al cambiar de sección y una o dos personas, como mucho, se pierden a sí mismas entre las páginas de un libro. En ese tiempo también se siente gemir y murmurar con nitidez y calor la música que da vida al café, casi siempre música rock y pop de los años setenta, algo de blues, un tema de jazz que no se sabe bien quién lo ha invitado a sonar en la fiesta.
Hoy estuvimos allí, en el café, de tres a tres y media. La mañana había sido larga, de madrugón antes de que el despertador avisase, de ir de aquí para allá y esperas tediosas en esos lugares donde nuestra salud lo último que quiere es esperar. Volvimos andando a paso lento, apuramos la comida de unos platos combiados y buscamos un lugar donde reposarla con la ayuda de un café. El café, el café que toma su nombre del pueblo ficticio de una novela, estaba en nuestro camino de vuelta a casa y allí nos detuvimos. Un joven mantenía un libro abierto y levantado en la mesa donde la luz mejor traspasaba la ventana. Otro hombre leía la prensa concentrado en la barra. En una mesa, la otra arrimada al ventanal, pasamos media hora en un túnel musical del tiempo con nuestros libros en la vista y nada más en lo que pensar. Estábamos con Neil Young, America, Dylan, Doobie Brothers, Lennon, The Band. Salimos de aquella dimensión pacífica de música y silencio en mitad del ruido y el ritmo de un día en la ciudad y seguimos con nuestras vidas.
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