La familia.
Con sus rutinas e imprevistos, enfados y alegrías, tradición y novedad, una
pizca de frivolidad y unas dosis de mesura… y mejor con humor para acabar bien
el día. Cuando comienzo a ver una serie le doy un par de episodios de margen (a
veces tres, hasta cinco, no más) para que me atrape y me obligue a seguirla más
tiempo. En ese caso llego hasta el final de la primera temporada para tener una
impresión completa de lo que me ha contado y para descubrir si me apetece
continuar o no delante de la pantalla. Con Modern Family seguiré al corriente
de las aventuras diarias de las tres unidades familiares de una misma familia:
la pareja Dunphy con sus tres hijos, el veterano Jay y su segunda esposa colombiana con
su hijo y Cameron y Mitchell, los gays con su bebé adoptado.
Me seduce
la cotidianeidad de sus tramas, su cálida cercanía, a la que ayuda esa puesta
en escena de falso documental con las ocasionales confesiones a la cámara de
los personajes. No es una serie desternillante, no recurre al chiste fácil,
forzado o grotesco, ni a situaciones escandalosas o complicadas. Sigue con entrañable
familiaridad las vivencias simpáticas de una familia precisamente, a veces
demasiado idílica quizá, pero en el fondo digna de hacerse querida. Y eso es sobre
todo lo que despierta mi simpatía. Ganadora de varios premios y merecedora de
una notable aceptación popular, Modern Family seguirá en mi hogar a punto de que
permita abrirle la puerta a su segunda temporada.
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