He conocido a una persona que el otro día me espetó: “A mí no me gusta el cine. Es tan aburrido… Sólo veo alguna película a veces cuando nos reunimos los amigos en casa”. Nunca había encajado algo así. Que mucha gente apenas vaya al cine o que vea pocas películas en casa porque tiene poco tiempo libre o porque el que tiene lo prefiere invertir en otras distracciones me parece más comprensible, pero a esa gente nunca le disgusta ver una película de vez en cuando. En cambio, que alguien admita que no le gusta el cine (o leer un libro o escuchar música) no es frecuente y no parece lógico. O no parece sano. El caso es que cada día entiendo más opiniones como ésta. Porque mi relación sentimental con este cine del que tanto me enamoré hace tiempo sigue dando tumbos y no parece enderezarse. El amor también se acaba.
Y lo digo porque mi último intento por querer disfrutar de una película, The tourist, en concreto, un remake americano de una película francesa a cargo del director de la genial La vida de los otros, lo que me animó mucho a entregarme al pasajero placer de introducirme durante hora y media en una amena historia de ficción, no dio el resultado querido. El film tiene elementos atractivos: una atractiva trama de intriga, un gran actor como Johnny Depp, un tono similar al de grandes películas de Stanley Donen como Charada, y Venecia, siempre maravillosa en pantalla y en la vida real. Pero no porque el film naufrague en su recta final me decepciona, sino porque en general, como me ha pasado con películas muy diferentes a ésta que he visto en los últimos tiempos (o bodrios con imágenes como la que abre este post), el cine transmite un irremediable agotamiento que fulmina cualquier asomo de pasión por sus argumentos.
Por cada película buena o mala, fea o bonita, vieja o nueva, siempre habrá más de una crítica inservible, intrascendente, el tiempo que alguien invierte, como yo hago al escribir esta estupidez, en comentar algo sobre una actividad, un negocio, un arte o un producto de consumo tan fugaz como vacío.
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