Así termina la segunda temporada de Dexter, después de que nuestro protagonista se haya salido con la suya. Los juicios morales pueden echarnos a perder esta serie. Si cuestionamos la finalidad de sus acciones y lo condenamos por ellas, mejor cambiemos de canal, o de serie. Y yo, en el fondo, me sigo sintiendo incómodo y mezquino al mismo tiempo cuando a este tipo le salen las cosas bien, cuando a este hombre que mata por placer para curar los episodios fantasmagóricos de su pasado no le echan el guante ni lo desenmascaran. El cine, la televisión… qué fácilmente juegan con nuestra conciencia.
La segunda etapa de Dexter explora las vacilantes cavilaciones de su protagonista, esta vez peleado con sus debilidades y más preocupado que nunca por cuestionarse su identidad. Michael C. Hall, sublime de nuevo, dirige la función con su fascinante magnetismo, anodino paseante por el filo que asocia el bien con el mal. Pero la temporada flojea en otros aspectos, como el reducido protagonismo de Laguerta, la encajonada relación sentimental entre la hermana de Dexter y el superagente del FBI interpretado por Keith Carradine, un actor que además de caerme mal nunca me gustó, y el tira y afloja del héroe-villano con Rita. Aún así, es adictiva.
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