Ando sensible estos días, me emocionan simples gestos, la pureza, lo auténtico. Recupero el placer de las alegrías colectivas. El fútbol... es lo que tiene, la unión en el éxito, el placer del juego. Los colores de todos, la fiebre desbordada. El trofeo al cielo que ganamos, el abrazo que damos a los chavales, al que cumple 17, al que vence a su rodilla, al que nos salva sobre la línea de gol, al que nunca pierde. El triunfo es nuestro.
Hoy las chicas juegan en mi estadio y las vemos desde una esquina. Agitamos las banderas y nos parecen tan majas, tan buenas. Son nuestro equipo, el que siempre animamos aunque estemos callados, el que va más allá de la pertenencia. Dos goles, y varias vueltas al campo, pasan a nuestro lado envueltas en los gritos de la grada. Nada las puede arropar más. Como las olas humanas que recorren los cuatro lados del estadio.
He vuelto al fútbol, a esa novia de la que nunca me llegué a separar por completo. A sufrir, a llorar, a querer a esos jugadores que visten mi escudo como si fueran hermanos, a tener ganas de sumarme a su fiesta. Y un hombre se impone entre todos, un chico al que le sobra la cordura, la inteligencia, las palabras de sabio y el sentido común. El gigante del césped. El señor del juego. Hoy, el mejor entre los mejores.
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